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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1998. Ciclo C

28º Domingo durante el año
(GEP, 1998)

Lectura del santo Evangelio según san Lc 17, 11-19
Y sucedió que, de camino a Jerusalén, pasaba por los confines entre Samaría y Galilea,  y, al entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia y, levantando la voz, dijeron: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!» Al verlos, les dijo: «Id y presentaos a los sacerdotes.» Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios. Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz;  y postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano. Tomó la palabra Jesús y dijo: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?»

Sermón

La enfermedad de Hansen, la lepra, que en nuestros días vuelve a ser peligrosa en sus lugares endémicos debido a la resistencia que han desarrollado sus bacilos -el Micobacterium leprae- a los tratamientos tradicionales con dapsona , alcanza hoy en el mundo a unos 2.000.000 de casos denunciados y probablemente unos 11.000.000 reales. Su modo de transmisión no parece del todo claro, y muchos aseguran que convivir con un leproso no ofrece excesivos peligros de contagio. Hay, por otra parte, al menos dos formas de lepra, la lepromatosa y la tuberculoide, menos nociva y curable.

Pero, antes del microscopio y de los estudios del noruego Hansen, nadie hacía excesivas distinciones a su respecto y aún enfermedades no contagiosas, como la psoriasis, se confundían con ese morbo.

El terror a la contaminación era tal que, ante la menor sospecha de lepra, el pobre afectado era inmediatamente expulsado y aislado de la sociedad. Cosa que entre los judíos se hacía con poquísima compasión puesto que se pensaba que infaliblemente la lepra estaba unida a alguna transgresión de la ley de Dios; que era, pues, un castigo merecido por algún pecado o falta gravísima. El leproso no solo aparecía como un enfermo, sino que era un pecador público, estigmatizado por Dios con la marca externa de su maldad interior.

Para ellos no había compasión posible, porque todo el mundo se sentía eximido de ayudarlos ya que el mismo Dios los castigaba por sus faltas. Vivían como podían, uniéndose en grupos, frecuentando los basurales para conseguir trozos putrefactos de restos de comida; a veces asaltaban a viajeros solitarios o violaban a mujeres solas... Ciertamente nada de ésto -unido a su aspecto repulsivo- los hacía más simpáticos. Los chicos se divertían corriéndolos a pedradas y hondazos o tirándoles barro o excrementos. A los adultos, en cuanto los veían, se les erizaba la piel y los mandaban alejarse con gritos destemplados y amenazas.

Los leprosos mismos, finalmente, ante estas exclusiones y miedos, aún cuando hubieran podido ser buena gente antes de su enfermedad, desarrollaban un odio feroz a los sanos que tan mal los trataban, e incluso se abusaban del miedo que producían y, con el terror que provocaban, lograban sacar ayuda a la gente, con tal de que no se les acercaran.

El asunto es que en esos tiempos en donde pecado, impureza y enfermedad se veían asociados sin mucha distinción, el único capaz de hacer algo por el leproso era el sacerdote. Pero no en orden a la curación, ya que la lepra se consideraba intratable, sino solo en orden a la constatación de su curación, de producirse esta eventualmente y, por lo tanto, para obtener el permiso de volver a reintegrarse, desde su espantoso ostracismo, a la sociedad.

El ritual previsto era bastante complicado, y su misma descripción, en el libro del Levítico, nos habla de su antigüedad preisraelita. Debía realizarse fuera de los límites de la ciudad donde primero el sacerdote verificab la salud del afectado. Luego había que sacrificar uno de dos pájaros que se ofrendaban, mezclar su sangre con el agua de una fuente, mojar en ella ramas de roble y de hisopo, con eso embadurnar al exenfermo y luego liberar al otro pájaro. Vaya a saber que origen mágico tenía semejante rito. A primera vista, el texto dejaría entender que Jesús envía a los leprosos a los sacerdotes para realizar este rito.

Sin embargo la escena no parece tan clara. Es poco probable que los leprosos pidieran realmente esa curación imposible, por más fama que Jesús hubiera tenido de sanador; y, menos, que, a una sola frase de Cristo, así como estaban, sin ni siquiera estar curados, se dirigieran sin más a Jerusalén los nueve leprosos judíos y al templo de Garizin el samaritano.

Es posible que la escena, en el recuerdo, haya sido retocada por Lucas. Lo más probable es que este grupo de leprosos tenidos a distancia por los gestos amenazantes de los discípulos y acompañantes de Jesús hayan vociferado hacia Éste pidiéndole cualquier cosa: un mendrugo de pan, una moneda... Es probable, también, que hayan creído que Jesús, al enviarlos a los sacerdotes a cumplir el rito del Levítico, los estuviera echando mediante una pesada burla, y que se hayan sentido mofados y rechazados, y, corridos por la gente, encerrados en su pena, a lo mejor en su rencor y en su odio, se hayan alejado en su vagabundeo permanente sin caminos y sin metas.

No se sabe si juntos o cada uno por separado -por más que los uniera el horror de la enfermedad, es difícil que los judíos aceptaran en su compañía a un samaritano- todos, de pronto, se sienten y perciben curados.

Solo el samaritano asocia su curación al gesto del maestro a quien acaban de dejar cabizbajos. Los otros están demasiado dichosos y eufóricos como para pensar en quién probablemente los ha curado. Inmediatamente se dan cuenta de que pueden volver a los suyos, a sus familiares, a sus hermanos, a sus hijos: ya no son más los parias, los excluidos, los intocables, aquellos a quienes se echa a cascotazos como a los perros e, inundados de alegría, se habrán dirigido cuanto antes a sus hogares, habrán retomado la vida normal, quizá hayan sido buenas personas ... Si alguna vez se cruzan otra vez con Jesús probablemente lo saludarán, le agradecerán. Pero pasará el tiempo y entonces, los recuerdos se confundirán y hasta ¡vaya a saber si realmente la curación se debió a él o simplemente la lepra tenía que desaparecer! En realidad poco a poco alguno hasta se convencerá de que en días anteriores ya había empezado a sentirse mejor y, ¿acaso la mejora no había sucedido cuando ya estaban lejos de Jesús...? Por otro lado ¿con qué pagar a una persona tan importante como él?. Mejor no aparecer, quien sabe si no pretende, después de la curación, que le siga, que le retribuya con favores mayores. Hombre peligroso...

Bien, no vamos a hacer suposiciones que, en todo caso, dado los pocos datos que tenemos, serían sumamente aventuradas. Lo real es que el único que se muestra agradecido es el doblemente despreciado samaritano: despreciado por leproso, despreciado por samaritano -un extranjero, llega a decir de él Jesús-. ¿Será porque había sido más honda su desgracia y su humillación que el salir de su miseria lo movió más que a los otros? ¿será que, como samaritano, se dio cuenta mucho más crudamente de la gratuidad de la sanación que le había procurado el maestro judío? ¿será simplemente porque el evangelista Lucas quiere mostrar cómo los judíos, el pueblo elegido, increíblemente, una y otra vez en su dureza se niegan a reconocer a Jesús a quien, en cambio, en la época de Lucas aceptan en masa, samaritanos y paganos?

La cuestión es que el samaritano vuelve y se arroja a los pies de Jesús -cayó sobre su rostro, dice el texto griego- . No se había arrojado antes para pedir; pero se arroja ahora para agradecer. En la postura oriental del que saluda a un rey.

Y es recién ahora que Jesús puede verdaderamente realizar su obra en él. "¿Sólo tu has venido a agradecer? Vete, tu fe te ha salvado".

Así vamos inicialmente a Dios, nos acercamos a él -cuando lo hacemos- sin saber mucho que pedirle, empujados por nuestros problemas, por nuestras miserias, por nuestras tristezas, a lo mejor por nuestra curiosidad, incluso por el peso subjetivo de nuestras maldades y pecados: queremos que nos ayude, que nos cure, que nos solucione nuestros problemas, que nos de una mano... Somos nosotros, en nuestros primeros contactos con lo divino; son las multitudes de gente que, a lo mejor con su radio a cuesta, con su lata de cerveza, se dirige caminando a Luján, o se reúnen para ver al Papa cuando visita su país; o el pueblo que, llevado por necesidades insatisfechas, quizá indeterminadas, llena variedad de santuarios y, sin embargo, vemos luego que casi la mayoría desaparece, no concurren habitualmente a las Iglesias, no cambian la sociedad, no se nota su presencia en los diversos lugares donde se mueven, vuelven a perderse en la mediocridad de lo que hace todo el mundo... Son, también, los que enfermos o necesitados o urgidos o a punto de dar un examen se dirigen a Dios, rezan, a lo mejor se confiesan... Cuando todo se resuelve, Dios queda nuevamente atrás como el último recurso al cual, de tanto usarlo, a lo mejor ya uno un día no podrá volver... Son los que hacen un retiro, un cursillo, tienen una experiencia fuerte de Dios, salen alborozados otra vez al mundo y, al tiempo, todo retorna a la rutina, a la medianía, quizá al pecado... A las pocas semanas, a los meses, todo aquello pasó, me olvidé. Aunque he sentido un cambio, aunque en su momento encontré respuesta, aunque sentí el entusiasmo de alguna misteriosa curación, del perdón de mis pecados, de la presencia de la Virgen hasta las lágrimas, de la desaparición de mis lepromas, todo regresó a la normalidad. Y en realidad tampoco es que quiera acercarme demasiado a Jesús, no vaya a ser que cada vez quiera pedirme más. Ya no soy samaritano, ni leproso, soy judío y sano, y merezco la ayuda de Dios.

Y no me doy cuenta de que mientras el sujeto de mis afanes sea mi yo, la protección de la satisfacción de mi ego, el usar a Dios para que proteja mis intereses o el de los míos, Dios no puede obrar en mi más que favores menores, los que a lo mejor podría conseguir yo mismo con mi esfuerzo, o el médico, o el psicólogo o el economista... Dios integra el ensamblaje de seguridades de mi vida, así como Medicus o mi medicina prepaga, o mi AFJP, o mi Assist Card, o mi trabajo, o mi casa propia, o mi capital de reserva....

El agradecimiento, en cambio, inicia una nueva y más alta etapa. No es simplemente el gesto de buena educación que me garantiza que, la próxima vez que necesite al que me ha hecho el favor, contaré todavía con su benevolencia. Es el gesto del que sabe que aquello en que lo han ayudado y cuando lo necesitó en realidad no puede pagarse, aun cuando uno pueda devolver el favor -cosa, por otra parte, que con Dios no pasa-. Y eso, con Dios, comienza a crear ese vínculo de gratuidad en donde puede empezar a latir el vínculo de la verdadera amistad.

Allí recién, en la acción de gracias, -literalmente, en la 'eucaristía'- Dios puede comenzar a obrar hondamente en nosotros: cuando nuestro agradecimiento se vuelve disposición de amor, de estar preparado para cualquier cosa, de incondicional estar al lado del que me ha favorecido.

Y con Dios esto es fundamental: Dios no puede venir a nosotros en forma de don de si mismo que pudiera ser digerido por nuestro yo. Lo finito no puede contener lo inabarcable. Dios solo puede regalarse a aquel que se regale a El. Es el infinito quien puede contener y abrazar y rodear con su ser a lo finito y no al revés.

Por eso uno comienza a ser cristiano recién cuando, dejando atrás la óptica interesada y egoísta, en la acción de gracias comienza a entregarse desinteresadamente a Él.

El samaritano no ha ido solamente al santuario milagrero, no ha visto en Jesús un sanador, un hombre poderoso, un justiciero social medio político, medio caudillo, un personaje a ser usado para el propio beneficio, dispensador de favores, ha entrevisto en Él algo más, la presencia del amor de Dios. Eso es lo que le hace arrojarse a sus pies y lo que le merece de Cristo que le diga "Levántate, ve, tu fe te ha salvado". Los demás han sido solamente curados en su piel, en lo externo, ya sea su biología o su psique. Es lo que puede hacer el médico, el psicólogo, las religiones orientales, el yoga, el budismo: se han curado, se han sentido bien, "¡Me siento bien!"

Al samaritano agradecido, en cambio, Jesús puede curarlo de adentro. La palabra "levántate" que usa Cristo es la misma que utiliza Lucas para hablar del levantarse de la resurrección. El samaritano ha podido acceder a la vida divina, a lo sobrenatural. "Tu fe te ha salvado": de la curación corporal, del beneficio temporal, en la acción de gracias, ha pasado a la verdadera vida, a la verdadera salvación.

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