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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1980. Ciclo C

29º Domingo durante el año

Lectua del santo Evangelio según san Lucas 18, 1-8
Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer.  «Había un juez en una ciudad, que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. Había en aquella ciudad una viuda que, acudiendo a él, le dijo: "¡Hazme justicia contra mi adversario!" Durante mucho tiempo no quiso, pero después se dijo a sí mismo: "Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres,  como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme"» Dijo, pues, el Señor: «Oíd lo que dice el juez injusto;  y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, y les hace esperar?  Os digo que les hará justicia pronto. Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?»

Sermón


Soyuz 35 - Leonid Popov , Valery Ryumin . 11 Oct 1980

Cuando después de haber sido catapultas al espacio, luego de una permanencia record de 185 días, los técnicos soviéticos se decidieron a hacer caso a los llamados desesperados de Leonid Popov y Valery Ryumin y, hace dos días, apretaron el botoncito para hacerlos regresar a tierra con su satélite, los pobres cosmonautas tuvieron como consuelo el hallarse con tres centímetros más de estatura.

Parece que, sin la gravedad, los cartílagos de la columna vertebral y los tejidos musculares se dilatan y tienden a crecer. Como Vds. comprenden, tres centímetros es un cantidad nada despreciable; casi la envergadura que ganaban las mujeres hace unos años con las ‘plataformas'. Así, pues, la tecnología soviética abre nuevas puertas de esperanza para los petisos.

En realidad parece que la cosa no es definitiva y que, vueltos otra vez a las condiciones de gravedad de la tierra, perderán poco a poco esa pulgada y pico ganada con tanto esfuerzo. Y algo similar pasa con cualquiera de nosotros. Cuando nos levantamos a la mañana somos un centímetro más altos que cuando nos acostamos a la noche, después de haber aguantado, como se dice evangélicamente, “el peso de la jornada”. Sería bueno medir cuanta altura pierden los que escuchan de pie un sermón pesado.

Claro que, en estas cuestiones de altura y hablando de sermones, a pesar de que la gente se acompleja mucho más de la falta de centímetros, lo que resulta ser verdaderamente terrible es ser petisos mentales. Pero de eso nadie se acompleja. Todo lo que sea exterior –tener o no tener plata, vestir o no ropa a la moda, poseer o carecer de buen aspecto, casa linda, auto ultimo modelo- todo eso llena de vanidad o es capaz de causar horribles depresiones.

Allí los ve, uno, apretando el acelerador de su importado o su Torino, mirando con desprecio a mi pobre Citroën 3CV, como si el hecho de enfundarse en cuatro latas brillantes y tener un motor supercomprimido –que tantas veces es de papá- los hiciera más que los demás.

Y allí está aquella otra que, porque sus padres no pueden renovarle todas las semanas el guardarropa, se queda mustia en un rincón, y rumia sentimientos de envidia o de tristeza.

Y todos a quejarse de que no pueden comprase esto o aquello, o cómo hacer para ser también orgullosos poseedores de una TV en colores o…

Lo cierto es que, mirando a nuestro alrededor ¿en qué consisten los deseos y ambiciones de la mayoría? ¿Cuáles son los objetivos normales de nuestra vida? Cuando miramos al futuro ¿hacia donde derivan nuestros anhelos? Aún nosotros los que somos supuestamente cristianos y que básicamente pensábamos, cuando muchachos, recibirnos y casarnos y, ahora, lo queremos para nuestros hijos ¿no son nuestras miras, casi todas, las que tienen que ver con el dinero? Que nos aumenten el sueldo, que prospere este nuestro negocio, o qué es lo que vamos a comprar cuando tengamos algo más de plata, qué viaje nos vamos a permitir hacer, qué nuevos modelos de cualquier cosa adquirir, qué cosa exterior aumentar o cambiar o comprar, cuántos centímetros alargar.

Pero allí nos quedamos en el orden de las cosas que nos modifican por afuera; y resulta que el hombre se hace hombre y por tanto feliz, sobe todo por las realidades que lo modifican por adentro. Más aún. El hombre se distingue de todo el reino de lo material, de lo vegetal, de lo animal, precisamente por su interioridad. Es la interioridad lo que lo define como hombre, no lo externo.

El animal sí. Vale por sus músculos, por su pelaje, por la brillantez de sus plumas. Una montaña alta es más importante que una colina. Un roble es más imponente que un junco. Pero, el ser humano vale, como humano, por aquello precisamente que no se puede valorar en dinero, ni medir en centímetros, ni pesar en toneladas.

Pero de pobreza interior nadie se queja. Se puede estar vacío en el caletre como un globo para adornar el techo de las fiestas. Pero póngale ojos azules, melena rubia, un par de esquíes acuáticos y un Mercedes Benz y ya tiene el tipo perfecto de hombre o mujer contemporáneos.


Blaise Pascal 1623-1662

Ya Pascal distinguía tres órdenes de alturas o grandezas humanas: el orden de los cuerpos o alturas carnales ; el orden de los espíritus o alturas intelectuales ; el orden de la Caridad o alturas sobrenaturales . E insistía sobre la trascendencia de los órdenes superiores con respecto a los inferiores.

Hasta el punto de que, cada orden admite en su nivel un desarrollo indefinido, pero sin que la excelencia de un orden inferior pueda alcanza, ni en lo más mínimo, al orden superior. Es decir: aunque uno, en el orden de las alturas carnales, corporales o exteriores, creciera al máximo y fuera cada vez más rico, fuerte y ostentoso, nada de eso valdría desde el punto de vista del espíritu. Son órdenes separados. Se puede ser todo lo bello, próspero y poderoso que se quiera sin que ello signifique algo para lo interior, para el espíritu.

Lo mismo desde el segundo al tercer orden: se puede ser todo lo culto, erudito y sabio que se quiera, sin que ello aporte nada, de por si, a lo sobrenatural, a la Caridad.

Cuando una civilización da al hombre todas las oportunidades de crecer en el primero orden -el de lo corporal, lo exterior, los bienes de consumo- todavía nada ha hecho por los bienes superiores. Y, aún cuando posibilitara al máximo –cosa que no hace- los bienes del espíritu y de la cultura, todavía nada habría hecho por lo que es definitivo y crucial en la vida del hombre, lo sobrenatural.


Søren Aabye Kierkegaard 1813 – 1855

De estos tres órdenes hablaba parecidamente Kierkegaard utilizando la expresión ‘esferas'. Sostenía que hay tres esferas de existencia: la estética 1, la ética y la religiosa .

La estética es la que se vuelca a lo exterior, al goce de los sentidos. La de aquel que vive en un presente sin espesor, en la superficie de si mismo y de las cosas. Es la vida más o menos romántica del que no admite ninguna norma superior y obedece solo a los imperativos cambiantes del placer, yendo sin cesar hacia nuevos deseos. Pura espontaneidad, vida de sensaciones, dispersión, correr de un goce al otro. Un querer lo múltiple, el cambio y la variedad de los goces que se acaban. Existencia que –según Kierkegaard- puede detenerse en lo más grosero de los placeres populares, pero también elevarse a gozos más refinados: los del arte, los del hedonismo exquisito, los del sibaritismo de los cultos. Pero aún allí seguimos en el plano de la búsqueda de lo momentáneo y lo sensible.

Kierkegaard utiliza para describir este estadio a las figuras prototípicas de ‘Don Juan', de ‘Fausto' y del ‘judío errante' 2.

Precisamente el ‘judío errante' plasma la figura del que, finalmente en crisis, es capaz de pegar el salto a la esfera de lo ético.

Porque, en el estadio estético, el hombre nunca alcanza un goce definitivo. Tiene que cambiar constantemente de placeres, renovarlos, aumentarlos, substituirlos, pero a fuerza de correr ansioso y desgastantemente tras las diversiones y placeres del momento. El hombre estético se da cuenta al fin de la fugacidad de los goces sensibles, de que no logra dar una dirección firme a su vida, un sentido. Finalmente se topa necesariamente con la lasitud, la decepción y el disgusto que acompañan al goce.

Kierkegaard describe –en este punto- vivamente el tedio y aburrimiento –e incluso la desesperación- que experimenta el hombre que ha recorrido lo que el llama la ‘rotación de los cultivos', es decir, todas las formas de goces de la vida.

Porque, como el gozo solo se vive en el instante y pasa –pasa definitivamente, no deja nada- en cuanto el hombre cubre la distancia que va desde la ilusión de permanencia de la juventud –esa juventud que cuando se tiene parece que siempre va a durar pero que se deja atrás tan rápido- a la vivencia angustiosa de un tiempo que se nos escurre de las manos y a una incapacidad cada vez mayor de hallar placeres nuevos, entra en la etapa de la ‘angustia'.

Pero esto es bueno, si se le posibilita la apertura a valores superiores que no dependen del instante. En realidad, lo trágico de la civilización contemporánea, a diferencia de la del tiempo de Kierkegaard, es que las posibilidades estéticas, es decir de goces epidérmicos, se han multiplicado fabulosamente. Antes de que el hombre se de cuenta de que los placerse que le vende el supermercado de diversiones y objetos de consumo en que se ha transformado nuestro mundo de países desarrollados lo dejan vacío y famélico por dentro, ha de pasar mucho tiempo. Siempre podremos adquirir algo que no tenemos; siempre podremos experimentar una satisfacción que no hayamos probado. Todos los años aparecen nuevas cosas que comprar o experimentar.

Pero si una buena educación o una crisis nos hacen dar cuenta de la vacuidad de la vida puramente estética, entonces podemos pasar –dice Kierkegaard- a la esfera ética . Ella es la del hombre que se da cuenta de que la vida es una empresa grande y que vale la pena vivirla construyendo lo interior. En la honestidad, en el cumplimiento del deber, en el compromiso y amor con una mujer, con una familia, con una sociedad. Construcción interior que, más allá de la fugacidad de la satisfacción del instante, recompensa con la íntima paz, con la alegría de la buena conciencia.

Y, sin embargo, para Kierkegaard, esa esfera es todavía insuficiente. Porque esta esfera -que alcanza su ejemplo más válido en el auténtico matrimonio- deja todavía abiertas insatisfacciones del alma, ambiciones del espíritu, que la mera rectitud y moral no pueden satisfacer y ni siquiera el amor humano.

Quien creyera, dice, que la virtud, la honestidad, el cumplimiento de las leyes morales son fines en si mismo, estaría profundamente equivocado. Quien creyera, sostiene también, que un amor humano es capaz de llegar a lo recóndito de nuestra necesidad de comunicarnos, de amar, de darnos, de entender y ser entendidos, está condenado a la frustración. La angustia profunda y sorda también pueden caer sobre el honesto, sobre el bien casado. Porque el hombre se devela en su esfera más alta y a la vez más profunda solamente en y ante Dios: la esfera religiosa o mística que le llama.

El hombre, solitario entre los hombres, incapaz de comunicarse realmente con nadie, es llamado a entrar y puede hacerlo en comunicación inmediata, directa, con Dios. Solamente Dios es capaz de llenarle plenamente.

El orden de la Caridad o de los sobrenatural que le llamaba Pascal. Porque precisamente el amor, la Caridad, es su principio y su resorte. Porque cuando se trata de establecer relaciones de intimidad entre personas, dice Kierkegaard, “amar y conocer son una sola y misma cosa”. Dios se revela a aquellos que lo aman “por el amor mismo que ellos le profesan; y que es no solamente Su obra, sino Su presencia”. E, inversamente, también por el amor, el hombre se transforma en semejanza de Dios y se asimila a El y alcanza su verdadera y definitiva plenitud.

La oración no es otra cosa que esa ‘aspiración' o ‘respiración' del alma hacia el Infinito, dice nuestro filósofo. No consiste en tornar a Dios atento a nuestra súplica, sino en hacernos nosotros mismos atentos a Dios. Es el acto de escuchar a Dios en el silencio y la adoración. Es allí, finalmente, en Dios, en la oración, en el amor y por tanto en la renuncia a uno mismo, donde el hombre se encuentra a si mismo.

No en las cosas exteriores, no tan solo en la sensación de ser cristiano porque uno más o menos cumple preceptos y mandamientos. No pues en el estadio estético ni en el ético, sino en el místico.

¡Pero qué difícil llegar a este estadio, en este mundo bullicioso y atractivo en que vivimos! Acostumbrados a los groseros goces de los sentidos, del confort o, los más refinados, a las autosatisfacciones de la virtud ¿cómo hacer para llegar al abrazo divino?

No basta ser bueno, buen tipo, buen hombre, evitar el pecado para llegar a la verdadera vivencia cristiana. La ‘angustia' de la cruz debe preceder al auténtico encuentro con Dios. Para ello no puede sino mediar el riesgo, la decisión viril, la ruptura con el mundo, la renuncia raigal a todo aquello que sea menos que Dios.

La parábola de hoy es sutil. A la viuda que pide justicia, que pareciera que se mueve en el orden de lo ético y casi de lo estético, finalmente lo que se le promete, si es instante en su oración y perseverante en su plegaria, es el Espíritu, la mística, la Caridad.

Y así sí creceremos, no los tres centímetros que lograron los astronautas rusos, sino la altura infinita de nuestra asimilación e identificación con el Señor.

1El término estético Kierkegaard lo utiliza en su sentido etimológico. Del griego a?s??t???? = sensitivo, sensible, percibido por los sentidos.

2 El judío errante es una figura legendaria. La leyenda relata que un judío negó un poco de agua al sediento Jesús durante el camino hacia el Calvario. Desde entonces esta condenado a «errar hasta su retorno». Es la figura del hombre en constante búsqueda, esperando la llegada del Señor.

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