Sermón
Se habla hoy del judaísmo como si fuera un bloque monolítico, fuertemente estructurado, unificado por la raza y la religión. De tal manera que, cuando nos referimos al diálogo entre católicos y judíos, podríamos sentarnos a una mesa. de un lado. el Papa o sus representantes y. del otro. un gran Rabino que tendría tanta autoridad sobre sus seguidores como el Santo Padre con nosotros sus fieles. Pero, desde que lo conocemos, el judaísmo jamás fue un bloque unido y compacto, salvo, en el recuerdo legendario de la monarquía davídica. Es por ello que hablar de diálogo entre el catolicismo y el judaísmo es sumamente equívoco. Puedo dialogar con este o aquel judío, con aquel o aquella rabina, con la congregación de la sinagoga de la calle Libertad o con la de una de las tantas sinagogas del Once. Pero, con los judíos como tal, de ninguna manera, porque nadie tiene el monopolio de su representatividad, como, de parte nuestra, la Santa Sede.
Esto es patente desde la época evangélica, cuando el judaísmo palestino estaba profundamente dividido en movimientos y sectas. No se hable de los judíos de la diáspora, cuyo número era mayor al de los que había permanecido en su tierra: las fuertes comunidades de Babilonia, de Alejandría, de Roma, de Antioquía.
Pero baste mencionar a los grupos que aparecen en los evangelios: los saduceos , judíos de estirpe sacerdotal que se entendían con los Romanos y querían asimilar la cultura helena; los zelotas y los sicarios , nacionalistas que intentaban llevar adelante el espíritu de los macabeos, abominaban la dominación romana y rehusaban el tributo al César; los escribas, expertos en la interpretación de la ley y su aplicación a la vida de cada día; los herodianos, partidarios de la dinastía idumea y mencionados por Marcos y Mateo; los esenios , movimiento de protesta contra los rituales exteriores del templo que se retiraban a una especie de monasterios mixtos; los samaritanos que adoraban a Yahvé no en Jerusalén, sino en el templo del monte Garizim; el ' pueblo de la tierra ', como los llamaban despreciativamente los demás, y que eran la mayoría de la gente común, no siempre celosos practicantes...
Empero, el más importante, influyente y prestigioso de estos grupos era el de los fariseos , facciosos que hacían depender la vida religiosa del perfecto sometimiento de sus actos a la letra de la ley. Tanto las abundantes leyes que hoy con dificultad digerimos cuando leemos el Pentateuco, como los miles de preceptos que las distintas escuelas fariseas habían acumulado y seguirán acumulando a lo largo de los tiempos, eran para ellos prurito de honor el cumplirlas meticulosamente. Así creían que con sus propios esfuerzos se ajustaban a la voluntad divina que identificaban con la de sus propias escuelas legislativas -' preceptos puramente humanos ' como los llama Jesús (Mr 7, 8)-.
Pero la importancia del fariseísmo en el evangelio es mucho mayor que la que los fariseos tenían estrictamente en época de Jesús, repartida con la de los otros partidos. Esta importancia deriva del hecho de que, caída Jerusalén en el año 70 bajo los arietes romanos junto con el resto de las fortalezas judías de Palestina, muertos cientos de miles de judíos y vendidos como esclavos millones, los únicos que subsisten son los fariseos, que tienen la precaución de abandonar las ciudades comprometidas antes de la debacle y refugiarse -al menos los de Jerusalén- en Yamnia o Jabné, en la costa mediterránea. Saduceos, zelotes, herodianos, esenios, tanto en Maqueronte, como en Jerusalén, Herodium, Masada -la última en caer, en el 74-, habían perecido o resistido hasta el final valerosamente, espada en mano. Desaparecerán prácticamente de la historia. Y los pocos restantes, o perecerán en la última sublevación del 132, o perseguidos implacablemente por la facción triunfante de los fariseos.
En efecto, éstos -liderados por el Rabí Yojanán ben Zakkai, que huye de Jerusalén ya comenzado el sitio, pero mucho antes de su caída, simulando un entierro, oculto en un cajón de muerto- establecen en Yamnia un nuevo sanedrín compuesto por 72 rabinos fariseos. Desde allí, con el objeto -afirmaban-, de preservar la identidad judía, emprenderán una persecución aniquiladora de lo que ahora ellos se dan el lujo de llamar sectas: los pocos sobrevivientes esenios, los saduceos -de los cuales queman todos los libros y obras existentes- y particularmente los cristianos. Desde allí, también, envían delegados con autoridad a todas las sinagogas de la diáspora para instaurar o resguardar por cualquier medio la ortodoxia farisea. Recuerdo, aunque anacrónico, de esas delegaciones, es la famosa misión de Pablo, ferviente fariseo, a Damasco (Hech 9).
En realidad, cuando se escriben las últimas redacciones de nuestros evangelios, muchas de las escenas y personajes de éstos ya reflejan esta situación posterior al año 70. De allí que la figura de los fariseos que describen nuestros evangelios pintan sin más la figura de los judíos sobrevivientes y dominantes a la caída de Jerusalén y ya antagonistas acérrimos del cristianismo. De allí que sea siempre la figura del fariseo la que más atrapa la atención de los evangelistas.
A partir de Yamnia esa tumultuosa inflación legalista de los rabinos fariseos empieza a compilarse en la obra llamada Misná, que se cerrará hacia el año 200 con el rabino Yehuda ha Nasi (Judá el Príncipe) a quien tradicionalmente se le atribuye su redacción final. La Misná -de 'repetir'- se transforma en un libro canónico de tanta o mayor importancia que el mismo Pentateuco y los profetas. Tanto es así que pronto estará en manos de todas las escuelas rabínicas del mundo.
Por supuesto que la cosa allí no para: la misma Misná se comenta y enriquece con nuevas prescripciones, normas, historias y determinaciones de sucesivas generaciones de rabinos. Es la colección llamada Guemara -'complemento', en hebreo-. Habrá una que finalmente se completa en el 425 en Jerusalén y otra en el 500 en Babilonia. Junto con la Misná estas dos Guemaras formarán las ediciones definitivas del llamado Talmud -en hebreo 'enseñanza'- : el jerosolimitano y el babilónico, respectivamente.
El Talmud es el libro por excelencia del judaísmo postbíblico. Decir que los judíos son los hombres del antiguo testamento es no entender nada. Los hombres del antiguo testamento ya murieron. Sus herederos legítimos son, en todo caso, los cristianos. El judaísmo posterior al 70 no es sino la inflación pavorosa del orgulloso legalismo fariseo.
Recordemos que, frente a éste, nuestro Señor declara que la esencia de los mandamientos es el precepto de la caridad y, cuanto mucho, los diez mandamientos. Y que cuando Pablo, el estudioso fariseo, se convierte, no solo toma al pie de la letra este precepto del Señor, sino que, para las leyes políticas y sociales, opta no por la legislación mosaica sino por el derecho romano, cuando, en decisión histórica, frente al procurador Porcio Festo apela al César (Hech 25, 11). Será el derecho romano, el derecho natural y de gentes, el que, desde entonces, normará la vida de la Iglesia y de la cristiandad.
Caridad y derecho; revelación y ciencia griega; gracia elevando y sanando la naturaleza, será, a partir de ese momento crucial, el camino de la Iglesia Católica.
El judaísmo quedará, en cambio, atrapado en los lazos de la soberbia farisea y de su legislación tumultuosa y arbitraria, puramente humana, plasmada en el Talmud.
Esta actitud talmúdica será reconfirmada, a partir del siglo octavo, por un lado por la adopción del neoplatonismo -divinizador de lo humano-, que alcanzará su plenitud en el siglo XII con Maimónides y, por el otro, por la llamada Cábala -del hebreo 'tradición- que interpretará de modo esotérico -gnóstico y hermético-, tanto los datos de la Biblia como los del Talmud. Biblia, Talmud y Cábala se transformaron así en las bases del judaísmo moderno.
Pero ¿cuál era la esencia de esta posición farisea, talmúdica, cabalística? El afirmar -en una especie de oscuro panteísmo-, que en última instancia 'dios' era el pueblo judío; lo divino exiliado en el mundo, en la materia. Como sostiene el Zohar -una de las más importantes y canónicas obras de la Cábala, 'libro del Resplandor'-, los judíos serían como chispas, dispersas en la tierra, del Fuego Primordial con el cual identificaban a Dios. Y sostenía: "si el pueblo de Israel cumpliera hasta el último renglón de la ley, recuperaría su identificación con la condición divina ígnea y llegaría así a la plena unida" Como Vds. ven, en la línea farisea que percibimos ya en los evangelios, es 'mi' cumplimiento de la ley el que salva, sin necesidad de un Dios trascendente que me eleve por la gracia. Es que, en el fondo, ya soy una chispa, un fragmento de Dios: basta liberarla de las condiciones de este mundo y de la tutela de los infieles, de los 'goim', para que recupere plenamente su divina condición.
Interpretando cabalísticamente las profecías de Isaías los rabinos de escuela sostenían que el pueblo judío estaba destinado a dominar e iluminar a toda la humanidad. Sus grandes obstáculos eran, por un lado, la abominable secta cristiana , con su afirmación de la necesidad de la gracia y de la caducidad de la misión del pueblo judío y, por el otro, el orden romano , plasmado en la sede de los sucesores de Pedro, en las monarquías cristianas, en el Sacro Imperio Romano Germánico, en la España de Isabel y de los Habsburgos, en las armas de los ejércitos cristianos, en los principios de la ley natural... Todo ya desgraciadamente arrasado.
Obviamente que el judaísmo contemporáneo no obedece homogéneamente a esta línea de pensamiento. Mirando solamente a los judíos del actual Israel -dejando de lado a los más importantes, que son los que viven en otras partes del mundo- notamos, al menos en apariencia, tantas divisiones como las que existían en época de Jesús. Según datos del año pasado, un 41% de los judíos de Palestina se declaran holidim , o sea, no religiosos; el 34% masoretim o no practicantes y solo el 25% religiosos. Éstos subdivididos, a su vez, en datiim o practicantes -el 11%- y haredim o ultrarreligiosos, fundamentalistas -el 14%-. Junto con otras pequeñas sectas como los caraítas y los puritanos de Natura Karta quienes niegan la legitimidad del Estado de Israel.
Pero esto no tiene que confundirnos. El verdadero judaísmo no está estrictamente representado por los esforzados israelitas que luchan, tengan razón o no, valientemente, por lo que consideran su tierra, su patria y que, probablemente, sean solo carne de cañón de intereses mucho más grandes. El judaísmo que nos interesa es el que, desde la herencia del Talmud y la Cábala, vive soberbiamente la conciencia de tener el destino histórico de iluminar a la humanidad frente al oscurantismo cristiano y el orden del derecho romano y natural. El que ha estado detrás del nacimiento de la masonería, del protestantismo, de la revolución francesa, del marxismo...
Coincida o no con la raza o con una determinada etnia o tradición o simplemente con la utopía gnóstica de la rebelión adámica, el fariseísmo -más allá de los judíos-, representará siempre todo intento de lo puramente humano de hacer surgir de ello lo divino, lo definitivo... No hay que olvidar que San Agustín llamaba a Pelagio y sus adeptos " cristianos que quieren volver a ser judíos ".
El evangelio de hoy nos presenta esas dos actitudes: el fariseo que, soberbio, viene a ostentar orgulloso, bajo falsa religiosidad, sus realizaciones humanas, y el publicano que, consciente de sus límites, de su creaturidad, de su impotencia y de su pecado sabe que la gracia -la 'justificación' en el lenguaje bíblico-, solo puede recibirse por don de Dios. A hombres y mujeres como él llegará el mensaje de Cristo, el espíritu de vida que mana de la cruz. Y, mientras los fariseos se quedan con el mundo, se hacen dueños de los derechos humanos, de los gobiernos mundiales, de las máquinas de guerra, de las cárceles, de los tribunales y de los bancos, de los medios de comunicación... son los publicanos, los redimidos por Jesús, quienes finalmente obtienen la vida verdadera, la justificación, el cielo.