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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1975. Ciclo A

30º Domingo durante el año
26-X-75

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 22, 34-40
En aquel tiempo: Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los caduceos, se reunieron en ese lugar, y uno de ellos, que era doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?" Jesús le respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, y con todo tu espíritu. Éste es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas".

Sermón

(Proloquio antes del evangelio.)
En el relato evangélico que leeremos, cuestiona uno a Cristo cuál es el mayor de los mandamientos, Pregunta importante, puesto que los judíos se perdían en la selva de 613 mandamientos distintos. Ellos mismo los dividían en mandamientos importantes –‘pesados’ los llamaban‑ y ‘ligeros’, según la gravedad de la materia. La respuesta de Jesús cita dos textos de la Ley, que constituyen así la base de la nueva moral evangélica, y que figuraban ya, uno, en el Deuteronomio capítulo 6 y, otro, en el Levítico capítulo 19. La novedad de lo que dice Jesús no consiste en que cite estos mandamientos, sino en colocar al segundo al mismo nivel que el primero, haciéndolo igualmente ‘pesado’. No hay paralelo alguno en la literatura judía de esta manera de disponer los mandamientos haciendo de ellos uno solo.

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Vinculada por antiguos lazos de familia con la más tradicional sociedad porteña, dama de altas prendas personales, doña Felicitas María Ortega Basaldo de Amenábar supo hacer  de su vida un ejemplo de noble actividad. Dotada de una sensibilidad exquisita vibró con lo bello, lo noble, lo armonioso. Frágil, dulce y serena, sus ancestrales virtudes irradiaban sobre cuantos la frecuentaban  (…) La desaparición de la señora de Amenábar priva al amplio círculo de sus amistades de una personalidad que ganó el respeto y la admiración de cuantos la conocieron de cerca (…)”
La señorita María Isabel Antúnez Urquijo reunió en un ‘shower tea’ a un grupo de amigas en agasajo de la señorita Ana Inés Olmedo Nazar, que en breve contraerá matrimonio.”
Guarda cama la señora …”
¿Quién no ha echado alguna vez una mirada –sea o no de los que suele aparecer en ellas‑ a estas breves noticias de nuestros grandes diarios‑ a veces rodeando oscuras fotografías, ojerosas y pintilabiadas que nos recuerdan a “El Hogar” o “Atlántida” de los años treinta‑ y se escalonan ordenadamente debajo del rótulo de “Sociales”?

Y ¿quién –sobre todo los que no aparecen y, modesta y buenamente, firmamos con un solo apellido‑ se ha resistido siempre a alguna cáustica observación al respecto?

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Desde que la Asamblea del Año XIII mandara borrar de los frentes de las casas los antiguos blasones señoriales y gracias a que, según Balbín, desde los 18 años todos valemos por igual exactamente un voto, gules y sinoples, cimeras y lambrequines, apellidos y apellidazos huelen a la mustia naftalina de los museos y al pálido sonar de chapines a ritmo de minué.
Ya incluso ha dejado de salir la “Guía azul” donde nuevos ricos y señoras gordas se precipitaban con sus altos donativos deseosos de ser en ella incluidos para ver de contagiar sus nombres con ajenos y más antiguos lustres. Ya hasta las listas de socios del jockey Club se ven adornadas con apellidos de difícil articulación vocal y cacofónicas terminaciones.
Muere una época y, a pesar del regodeo con que todavía muchos incluyen en la enumeración de sus amistades o parientes representantes de familias linajudas y de vetusta cepa, el tono general –aún cuando a veces pudiera albergar oscuras pasiones de resentimiento o envidia‑ es de democrática indiferencia.

Y está bien ¿quién se va a poner a defender, en este país, los privilegios de una clase que, salvo honrosísimas excepciones, herederos de hombres y mujeres de pro, algunos fundadores de nuestra nacionalidad, otros millonarios a fuerza de trabajo e ingenio en nuestra Argentina de otrora, fecunda y propicia para cualquiera aventura de la riqueza? ¿Quién se va a poner a defender ‑digo‑ a los herederos que no supieron transformarse en verdadera clase dirigente; y, sin lucha, mientras holgaron en riquezas y privilegios que no habían obtenido con su esfuerzo, abdicaron en su mayoría el servicio del poder y la calidad ejemplar que ha de tener el dirigente y la responsabilidad a la cual les debió llamar el ejemplo de sus mayores y dejaron todo en manos de advenedizos y, en muchos casos, de sinvergüenzas que han hecho de nuestra patria arrasada tierra y botín cada vez más pobre de mezquinas ambiciones? Salvo honrosas excepciones, digo, que las hay.

No. Ya no queremos defender más apellidos al cuadrado que, en su mayoría, no nos dicen nada ni nos dan nada. Y conste que con tristeza lo estoy diciendo. Porque cuando, en una nación, en una sociedad, faltan las familias fundantes, las que en altos puestos marcan el rumbo de los más y ejemplifican en la religión, la virtud y el honor lo que ha de ser el tono de las demás familias, siendo reemplazadas en la consideración de los pueblos por dirigentes sin tradición ni conducta, o por la nueva nobleza de dirigentes sindicales y politicastros, actores y actrices, funcionarios y deportistas, doctorcetes y novelistas, tiemble entonces dicha nación y sociedad, porque la corrupción de arriba ha de alcanzar pronto hasta los últimos reductos de la nacionalidad.

Y, sin embargo, tampoco estoy de acuerdo con esos que dicen: “No me importa de qué familia viene, qué apellido tiene, me importa quién es él, quién es ella”. Porque, a pesar de que la afirmación en teoría y substancialmente es correcta –‘cada individuo vale por lo que es’‑, eso que ‘es’ depende fundamentalmente de lo que ha recibido de su ambiente y, sobre todo, de su familia.
El hombre no es un ser aislado que nace en un repollo, es alimentado por el aire y por el sol, y educado por alguna misteriosa inspiración o por sus solas fuerzas. Es, desde que nace y hasta que muere, una persona vinculada radicalmente con otras personas.
El ser humano es un ‘animal social’ decían los antiguos. Su personalidad no puede de ninguna manera separarse totalmente de las influencias de la sociedad que lo rodea. No es indiferente el que hayamos nacido en Buenos Aires o en un pueblito perdido de  la quebrada de Humahuaca. En la provincia, acaso ¿no se distingue a un porteño a mil metros? ¿Y a un pajuerano en la Capital? ¿Quién no se da cuenta lo distinto que hubiera sido, aún con su mismo código genético, de haber nacido en Pakistán o en medio de una tribu de Oceanía, en vez de en la Argentina?
Y con mucha más razón, el haber nacido en una u otra familia nos marca con caracteres indelebles. No solo porque es el medio donde transcurren los años en que se definen las idiosincrasias de los individuos, sino porque, es la familia, a través de la convivencia íntima entre hermanos, primos, padres, tíos, abuelos, la fuente primaria de conocimiento y adaptación a otros hombres.
Las relaciones con el resto de la sociedad se verán marcadas para siempre por la calidad de las relaciones que hayamos sabido mantener desde pequeños con los nuestros en el seno de la familia. No necesitábamos de Freud para venir a descubrirlo.

¿Quién no se da cuenta, pues, de la radical importancia que no solo para el desarrollo de las personalidades individuales sino para la recta convivencia social tiene el salvaguardar la ordenación natural y cristiana de la institución familiar?
Destruir la familia no solo es condicionar negativamente desde el vamos la posibilidad de pleno desenvolvimiento de los individuos, sino envenenar en su núcleo más vital el todo de la sociedad. No es por eso extraño que los sembradores del caos y los interesados en destruir la obra bimilenaria de la Iglesia para instaurar la opresión atea y materialista no hayan descuidado un solo frente de ataque en su sistemático intento de demolición de los hogares.
Todos protestamos en general, pero pocos hacen algo. Hace dos o tres días, por ejemplo, si no hubiera sido vetado, gracias a Dios, por el Poder Ejecutivo‑ se hubiera convertido en ley un proyecto perverso, aprobado en el Congreso, de reforma del régimen de ‘patria potestad’. No oí que nadie dijera nada; ni siquiera algún señor obispo.

Sí: no es sino constatar una triste realidad estadística el hecho de que pocos hay, hoy en día, a quien no haya tocado de cerca algún lamentable caso de separación, abandono, rejunte, forzada orfandad. ¿Y los pobres hijos?
Pero ¿quién piensa en los hijos cuando lo que lo ha llevado al matrimonio no es un amor cristiano y sobrenatural maduro y responsable sino el egoísmo sensiblero, disfrazado de novelita rosa y de cuentos de hadas, de príncipes azules y blancas nieves, cuando no de amor de película censurada por Tato (1)?
Pero, a pesar de Tato –a quien, de paso, rindo hoy homenaje aunque de mi parte me gustaría más tijera‑ ¿qué vamos a hacer frente a este nauseabundo bombardeo constante de un medio ambiente corrompido por insidiosas opiniones? Opiniones que, sin freno, sin apenas censura ni control, se han hecho ya normales en la televisión, el cine, la novela, las revistas, las costumbres, las conversaciones y, sobre todo, en la tolerancia casi aprobadora de la gente.
Nadie se escandaliza más de nada. Todo se ha hecho ya cotidiano, potable.

 

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No. De afuera, señores, poco podemos esperar de ayuda o de ejemplo. Por eso yo les exhorto en nombre de la Santa Iglesia, en esta nuestra “Cruzada de Oración en Familia”, que hagamos de nuestros hogares alcázares patrios en donde se estrelle la perfidia del enemigo. Que la oración común sea quien dé cohesión sobrenatural al amor humano y sostenga la familia en los momentos difíciles –que los hay y los habrá‑ y le de consistencia cristiana en los alegres y felices –que gracias a Dios, también los hay‑.
Sepan los que son padres de familia o los que están por fundar una en el matrimonio, que están embarcados o por embarcarse en una de las funciones más sublimes e importantes que pueda emprender el varón y la mujer.
En su calidad de padres y madres cristianos sepan también ser capaces de fundar una prosapia, una familia noble en el sentido primitivo de la palabra, un apellido que aunque simple y ajeno a las notas sociales de los diarios puedan llevar con orgullo sus hijos, sus nietos y sus bisnietos.
Sepan esculpir el escudo de familia en el recuerdo perenne de una vida íntegra y cristiana. Sepan multiplicar su sangre azul de cristianos en paternidad fecunda y responsable ‑que el mejor regalo para sus hijos son más hermanos‑ y aunados, en estos tiempos difíciles, alrededor de Cristo y de María, mientras luchamos esperando fervientemente para los descendientes de nuestra casta una patria mejor, escribamos, en el pergamino de nuestras vidas, los hechos honrosos con que nos dé el espaldarazo de nuestro título definitivo en el cielo, Jesucristo, nuestro Rey y Señor.

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(1) Miguel Paulino Tato (1902-1986) fue Interventor del Ente de Calificación Cinematográfica desde 1974 a 1978.

 

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