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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1995. Ciclo c

30º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lc 18, 9-14
Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: "¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias" En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!" Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado»

Sermón

Los incidentes últimos en la ciudad de san Pedro y en otros lugares con funcionarios de la DGI nos muestran el ánimo exacerbado de la gente frente a un estado de cosas en donde, por un lado, la presión impositiva se vuelve para muchos intolerable y, por el otro, se tiene la sensación de que, a cambio de esa insoportable exacción, el aparato gubernamental no deja de despilfarrar y derrochar lo recaudado.

Sean o no verdad estas apreciaciones, lo que aparece como evidente es que la Dirección General Impositiva y sus empleados, junto con los diputados y los senadores, se han vuelto uno de los grupos de gente más cálidamente odiados del país.

Quizá éste clima nos ayude a entender ínfimamente lo que podían sentir los judíos frente a los publicanos.

Porque precisamente los publicanos pertenecían a la execrable clase de los recaudadores de impuestos, de los altos funcionarios de la DGI de entonces. Con la diferencia de que, contrariamente a nuestros pobres inspectores de la DGI criolla, -quiénes, prescindiendo de alguna coima aquí otra coima allá, suelen ser pobres empleados a sueldo y que consiguieron el puesto no por vocación sino por ser el único trabajo que obtuvieron a través de alguna palanca o de un aviso clasificado del Clarín- ésos publicanos de Israel eran exactores por vocación, y por espíritu de rapiña. Para peor, trabajaban no para las autoridades judías, sino para el gobierno de ocupación, para el imperialismo romano: eran la más vil y mercenaria especie de colaboracionistas.

Hay que saber que la recaudación de impuestos entre los romanos se hacía mediante un sistema no estatal sino privatizado en donde los gobernadores licitaban el cobro de impuestos entre diversos empresarios y concedían la recaudación a los que les ofrecían la mejor cifra de réditos globales. Y era sobre esta cifra que se garantizaba al gobierno romano que los dueños de las empresas de recaudación debían, a su vez, realizar sus propias ganancias. Es decir que no podían tener ninguna piedad con sus víctimas porque lo que habían pactado con el gobierno debían pagarlo si o si, a veces por adelantado, y ellos, además, enfrentar gastos de empleados y de gestión y, recién, sobre ello, obtener réditos.

Estos empresarios, pues, coimeros, despiadados, que nada les importaba de su país ni de sus connacionales, y cuyo solo objetivo era el lucro, eran llamados, en latín, publicanos .

Vean que como nosotros, de tanto leer el evangelio, hemos visto al publicano Zaqueo que se convierte, al publicano Mateo que se hace apóstol, a este publicano de hoy que sale justificado, ya no asociamos el término con algo definidamente perverso...

Pero en la época de Jesús, la cosa no era así: hablar de un publicano era como decir un jerarca nazi, o un espía a sueldo del extranjero, o un tratante de blancas o un traficante de drogas o un torturador o un invertido... No había expresión insultante o peyorativa más repugnante que la de "publicano": una terrible mala palabra...

Y pasa al revés con el término fariseo. Hoy día el vocablo designa al hipócrita, al falso, al que aparenta en el detalle y es un tránsfuga en lo hondo. El vocablo, además, ha sido acuñado, en la redacción de nuestros evangelios, en un contexto ya, de antagonismo entre judíos y cristianos.

Pero, en la época de Cristo, el fariseo era bien visto por la mayoría del pueblo. El fariseísmo era una asociación religiosa surgida de las capas medias de la sociedad israelita que, en épocas de corrupción y abandono de Dios y de la ley, había sentido la vocación de ser totalmente fiel a la alianza, respetando en la vida de sus miembros, como homenaje a Dios, hasta el último precepto de la ley, tanto oral como escrita. Se habían transformado también en abogados de la gente pobre, en consejeros, en líderes. Puede que algunos se aprovecharan de este influjo para medrar, pero la mayoría era gente derecha, honesta, quizá un poco aburrida, es verdad, pero muy venerados y respetados por todos.

Desde esta perspectiva hay que volver a leer la parábola de hoy, no poniéndonos de entrada en contra del fariseo.

Un oyente de la época de Jesús reconocería seguramente la oración del buen fariseo como una de las que enseñaban los rabinos. De hecho en el Talmud se encuentra una oración, quizá del siglo I, muy próxima a la de nuestro fariseo: " Te doy gracias, Señor, Dios mío, porque me has dado parte entre aquellos que se sientan en la casa del saber y no en los rincones de las calles; porque me encamino a las palabras de la ley y ellos se encaminan a cosas vanas; porque corro hacia la vida del mundo futuro y ellos corren hacia la fosa de la perdición ." Como ven una oración irreprochable.

En principio, pues, en lo que dice y hace el fariseo no hay nada de malo. En el patio del templo que corresponde a los varones se acerca lo más posible en dirección al Santo de los Santos, tal como estaba recomendado por los maestros; no solo cumple los mandamientos -no matar, no adulterar, no robar- sino que sigue los piadosos consejos de su época: el ayuno y la limosna. Por otra parte su oración ni siquiera tiene petición alguna, no es interesada, es pura acción de gracias, eujaristía , en el griego original. Nada, entonces, de criticable.

Es verdad que Lucas, quien escribe varios años después de Cristo, ya habiéndose despertado la inquina entre cristianos y judíos, con alguna animosidad, dice que Jesús se estaba refiriendo a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás; les atribuye, por lo tanto, el pecado de orgullo, y de juzgar a su prójimo. Pero eso no está en la boca de Cristo. La parábola no afirma exactamente lo que le hace decir Lucas.

El acento increíble del cuento de Jesús no está en atacar al fariseo ni aplaudir al publicano: es destacar, mediante la paradoja, la desmesurada misericordia de Dios frente a la miseria de los hombres.

Y quizá de todo el evangelio ésta sea la parábola, el pasaje, donde más resplandece ese amor incondicionado que Dios tiene por todos sus hijos, más aún que en la del hijo pródigo. Porque al fin y al cabo el hijo pródigo, o Zaqueo el publicano, o Mateo, o la oveja perdida, finalmente retornan a Dios, se convierten, hacen propósito de enmienda. Zaqueo restituye lo robado. Aquí no se dice una palabra de eso. Este publicano no tiene -a lo mejor no puede tener- propósito de enmienda: está atrapado por la situación, se da cuenta de que es una porquería, una basura, pero al mismo tiempo no puede cambiar, quizá tenga familia, hijos pequeños, mujer, no puede dejar su puesto execrable, porque tiene que pagar a los romanos; tampoco puede restituir -'lo defraudado más un quinto', como enseñaban los rabinos- porque ni siquiera sabe a quien ha robado. Es un hombre sin salida, debe seguir en su pecado, en su deleznable tarea, en su miseria, en su culpa...

Y entonces -dice Jesús- se asoma al patio de los hombres bien atrás, lejos de ese Dios que lo quema con su bondad y a quien sabe que no puede responder- y ni siquiera se atreve a levantar los ojos al cielo, menos aún -se sobreentiende- las manos, como era la postura habitual de oración. Ha bajado la cabeza y ha cruzado las manos sobre el pecho. Y lo que sigue después ya no es un gesto habitual de arrepentimiento, -nuestro ritual y distraído "por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa"-: golpearse el pecho es un gesto que no aparece en toda la Biblia sino entre las mujeres, como señal de dolor y de desespero en los duelos. Y aquí también es un estallido de desconsuelo, un estrujarse de su corazón, un tragarse las lágrimas hacia adentro, una imploración desolada, una confesión de impotencia... El dolor lo abruma y a lo único que atina, sin poder prometerle nada a Dios, ni un cambio, ni una penitencia, es pedirle "perdón, perdón..."

Y aún así, es justificado.

¡Qué silencio habrá habido en el auditorio de Jesús, y también qué respeto, qué admiración, frente a la grandeza de alma de ese hombre magnífico que era el Señor, capaz de hablar así de la misericordia de Dios! Porque todos sabían -y sabemos- en nuestro corazón que hay tantas maneras de ser atrapados sin salida en la ciénaga, en la miseria, en el pecado, en situaciones irregulares, en vicios compulsivos, en circunstancias tan enredadas que ni siquiera el heroísmo puede enfrentar, porque se tocan intereses de terceros, de nuevos hijos, de gente que depende de mi... ¿cómo arreglar la situación de acuerdo a las normas, de acuerdo a la ley de Dios, de acuerdo a las leyes de los que a veces atan pesadas cargas sobre las espaldas de los demás y no son ellos capaces ni siquiera de moverlas con un dedo?

Claro que lo sé -lo aprendí en el catecismo-: arrepentimiento, penitencia, propósito de enmienda, restitución... Oh, ¡cómo quisiera Señor! pero ¿cómo hago, cómo hago? ¡es imposible, no puedo! ya estoy metido, no puedo salir...

Y el publicano vuelve a pedir perdón, sabiendo que no lo merece, sin esperanza y, así como entró al templo, estrujado, acongojado, desconsolado, así sale, quizá peor. Los hombres devotos que lo reconocen se apartan de su paso, la gente decente cuchichea a sus espaldas, los humildes lo miran con miedo, algunos con odio, otros escupen sobre sus huellas, 'mirálo, ahí va ese sinvergüenza, ¡cómo se ha atrevido a entrar al templo!'

Los piadosos fariseos rezan sus salmos, se saludan con sonrisas bondadosas y alegres en el atrio del templo y agradecen haber podido ser fieles a Dios. Y está bien que agradezcan, ¡tanto tienen que agradecer!, brava, buena gente.

Y el publicano es una figura chiquita y encorvada que se pierde en los callejones retorcidos de Jerusalén. Vuelve a su gran casa de nuevo rico; vuelve al yugo terrible de su pecado, de su miseria, de su infortunio; retorna a los engranajes de esa esclavitud de la cual no puede salir, de esa tela de araña en donde se ha quedado pegado, con esa angustia atroz que le oprime el corazón y de la cual no tiene modo de escapar...

Y ni siquiera sospecha, el miserable, que Dios lo ha perdonado.

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