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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2002. Ciclo A

32º Domingo durante el año
(GEP 10-11-02)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo    25, 1-13
«Entonces el Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Las necias, en efecto, al tomar sus lámparas, no se proveyeron de aceite;  las prudentes, en cambio, junto con sus lámparas tomaron aceite en las alcuzas.  Como el novio tardara, se adormilaron todas y se durmieron.  Mas a media noche se oyó un grito: "¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!" Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: "Dadnos de vuestro aceite, que nuestras lámparas se apagan" Pero las prudentes replicaron: "No, no sea que no alcance para nosotras y para vosotras; es mejor que vayáis donde los vendedores y os lo compréis" Mientras iban a comprarlo, llegó el novio, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de boda, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron las otras vírgenes diciendo: "¡Señor, señor, ábrenos!" Pero él respondió: "En verdad os digo que no os conozco" Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora.

Sermón

Estamos acostumbrados a percibir a la Iglesia como una institución permanente, instalada definitivamente en la historia y en el mundo, realizando su labor casi como una rutina y fuertemente estructurada alrededor del Papa, los obispos, las parroquias y que, con sus más y sus menos, ha tenido épocas de esplendor, épocas de decadencia, pero la promesa de nuestro Señor de permanecer hasta el fin de los tiempos.

Y está bien. Sin embargo esta figura de la Iglesia como protagonista estable en las vicisitudes de este tiempo, hace perder un poco la perspectiva del ambiente en que se escribieron nuestros evangelios y escritos apostólicos y que nacen en un contexto completamente distinto, despojado de rutina, lleno de expectativas, urgido por el tiempo que, pensaban, inexorablemente se les iba de las manos ante la inminencia de acontecimientos definitivos.

Ya en la vida misma de Jesús el ambiente de sus seguidores tenía algo de la euforia anhelante propia de la época. Todos estaban esperando que pasara algo revolucionario; que estuvieran a la vista los sucesos que, milagrosamente, Dios llevaría a cabo para llevar al triunfo a los fieles del pueblo de Israel. La aparición de Jesús suscitó en muchos la ilusión de que Él sería el encargado de lograr fulminantemente esa victoria. Cuando vieron que su predicación se perdía en el interior de las conciencias, en el cambio sorprendente, sí, pero sin gran importancia social, de éste o aquel pecador y, peor, que casi nadie de la gente importante de Israel lo seguía, la desilusión se plasmó en esa pérdida de seguidores que percibimos en el evangelio hacia los finales de su vida pública.

Su muerte fue como la lápida final a todo ese tipo de esperanzas.

Las cosas volvieron a su cauce cuando, poco a poco, se fue extendiendo la noticia de su resurrección. Otra vez entonces se despertó la espera de su, ahora si, triunfal regreso, su segunda venida. Uno nota en seguida en los escritos de esas primeras generaciones cristianas cómo todo su existir estaba en tensión a la espera de esa así llamada “parusía”, clamorosa venida. La comunidad vivía en función de ese esperar. Su oración, su esperanza era, antes que nada, para que se acelerara ese regreso: “¡Maran atha! ¡El Señor viene! O ¡“Marana tha”! ¡Ven Señor Jesús!, como termina Pablo sus epístolas a los Corintios, a los Romanos, a los Filipenses, y Santiago, y Pedro y el Apocalipsis. Especialmente ello era implorado en la reunión de los domingos, el día del Señor, porque se pensaba que un domingo –tiempo tangente ya a la eternidad- se daría el definitivo venir del Señor. “¡Ven Señor Jesús!”, seguimos exclamando en nuestra liturgia después de la consagración.

Pero pasaron la primera, la segunda, la tercera generación de cristianos y Cristo continuaba sin volver. De la expectativa y la pura espera la Iglesia pasó a pensar en qué iba a hacer en el mientras tanto. Se fueron asentando las estructuras eclesiásticas, sacerdotes, obispos, se redactaron códigos de convivencia más adaptados a este tiempo que se prolongaba y menos urgentes que las exhortaciones primitivas (¿Recuerdan?: “el tiempo es corto. Los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa” I Cor 7, 29-31) Palabras que, por supuesto, valdrían para siempre pero que ya no podían ser vividas en su literalidad. Hubo que pensar en bautizar a los niños, en educarlos, en dar solidez a los hogares, en instalarse en la sociedad, en garantizar la administración de los sacramentos, incluso el de permitir, mucho más tarde, varias oportunidades al pecador con el sacramento de la confesión. Así, del estar puramente a la espera de la segunda venida, la Iglesia debió volver su mirada nuevamente a este mundo “¿Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo?” y pensar cómo sobrevivir en él e, incluso, cómo tratar de cambiarlo, transformando la espera en una empresa activa, en un vivir con los pies en la tierra, aunque siempre con apetencia de cielo.

Y es que esta espera - “Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos”- constituye la esencia misma de nuestra fe cristiana, a pesar de que los tiempos hayan cambiado y nuestra perspectiva de ella se haya revestido de figuras menos apocalípticas.

Ya no nos cabe ubicar en una fecha el venir triunfante del Señor. No sabemos si coincidirá con el final de la historia del cosmos, o si llegará junto con el desaparecer de la humanidad o, como afirmaba San Agustín, una vez completado el número de los elegidos, aún cuando otros hombres después pudieran continuar existiendo en la tierra vanamente y sin sentido trascendente... Nada sabemos.

El enigma de nuestro futuro final, tan revestido de imágenes y alegorías resulta imposible de precisar en ningún relato de tipo periodístico o estrictamente científico o cronológico, y todas las expectativas de fin que se han ido dando a lo largo de la historia y que de vez en cuando vuelven a aparecer en presuntas revelaciones o en sectas semicristianas se muestran invariablemente erradas.

Aún así sabemos que, pase lo que pase en los difíciles de precisar últimos tiempos, el fin, para cada uno está próximo, no supera los límites precisos de la resistencia a morir de nuestra biología. Y, sin embargo, ese claudicar final de lo biológico o sea la muerte, para el cristiano que se salva, coincide exactamente con la de la venida a su encuentro de Cristo. Para cada uno el momento exacto de ese encuentro pasa por el caducar de su fisiología. Y como esa venida estrictamente se da fuera del batir de nuestro corazón medido por el tiempo, es simultánea para todos los que cruzan la barrera del morir.

Y es venida de El, no ida nuestra, porque la salvación no es nada que podamos lograr por naturaleza ni lugar al cual podamos trasladarnos con nuestras fuerzas. Solo el Señor resucitado puede alcanzárnosla. Por eso no es que “vayamos al cielo”, nadie podría hacerlo de por si: es que Jesús llega a nosotros en lo que para cada uno y para todos será su segunda venida. Tal como lo soñaba simbólica y apocalípticamente Pablo, como lo hemos escuchado en la segunda lectura, en su temprana epístola a los Tesalonicenses: “El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo y seremos arrebatados en nubes, al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor”. Vale la pena leer entera esta epístola, el primer escrito del nuevo testamento que conservamos completo, y en donde todavía es posible percibir el ambiente de inmediata expectación de la venida de Jesús que vivían los cristianos. Aunque ya allí comienza Pablo a prevenir que esa espera puede prolongarse.

Ambiente semejante refleja la utilización de la parábola de las diez jóvenes de nuestro evangelio de hoy por parte de Mateo. La espera sigue siendo espera, como lo seguirá siendo siempre para los cristianos que vivan en este mundo, pero esa llegada que tarda debe prepararse.

Y ¿qué mejor comparación que la de la boda, en donde la imagen de la trompeta del ángel es sustituida por la del grito “¡ Ya viene el esposo !” y, la figura del Señor que llega entre las nubes, por la del novio que avanza festivo hacia la casa de la novia?

Bellísima imagen que ya había sido utilizada por el antiguo testamento en el precioso libro el “Cantar de los Cantares” para figurar a Dios galanteando a su pueblo como el novio buscando a su esposa, a su mujer, a su novia, a su amada.

Esas bodas que en Israel era la fiesta de las fiestas de los hogares y los pueblos: el encuentro del amor, el enriquecimiento de la vida, el aumento de la familia, en el alborozo del festejo que, como acción de gracias gratuito y bullicioso a Dios y los amigos, era el acontecimiento más humano de lo humano.

¡Qué momentos los de la espera, para la novia y las jóvenes que la acompañaban! ¡El suceso del año! ¡La zozobra de los últimos momentos, los nervios, después de meses de preparar la fiesta y, ellas, de aparejar sus galas de novia y de madrinas!

El novio, acompañado de sus amigos, debía venir a buscar a la novia a su casa. Pero antes, como acto previo y obligado, en la casa de él, entre la familia del novio y de la novia era parte de las buenas maneras prolongar, sin límites precisos, la negociación casi ritual de la dote, ponderando lo que cada uno iba a adquirir. La familia de ella, preciando la belleza y las virtudes de la niña (niñas eran porque en Israel se casaban a los doce o trece años); la de él loando la apostura, cualidades y espíritu de trabajo del muchacho. Y mientras tanto, sin saber lo que pasaba, ¡la novia y las amigas esperando!

Todo se hacía a la tarde, para que la noche fuera el manto púdico del tálamo nupcial, y las luces artificiales, tan costosas en aquella época, dignas joyas del jolgorio nocturno. Lo que nuestra traducción llama ‘lámparas' no eran tales -esas pequeñas de barro llenas de aceite, con un asa y una mecha saliente por la otra punta que solemos ver en las ilustraciones de los libros de arqueología- sino simplemente antorchas: varas de metro y medio con trapos atados a la punta y que, hundidos en las vasijas de aceite, se encendían en una ardiente, juguetona y luminosa llama. Podían durar prendidas de diez a quince minutos, poco más, y había que volverlas a empapar para que siguieran ardiendo durante toda la duración del cortejo. Honor a las diez doncellas elegidas llamadas a acompañar a la novia. Pero, también, responsabilidad y signo de su amor por ella era tener bien acicaladas sus ropas, bien maquillados sus rostros, bien armada la antorcha y bien provista la carga de aceite, no fuera que las antorchas apagadas deslucieran el cortejo, olieran a mal agüero... ofendiendo así terriblemente a los esposos. No importaba que se durmieran, eso estaba previsto. Eran épocas cuando la gente sencilla, por falta de luz, salvo las excepciones luminosas de las fiestas, se acostaba temprano, al caer el sol. Ya habría tiempo para desvelarse en medio de los cantos y el baile. Lo importante era tener todo listo para tomar sus puestos tan pronto las despertaran. Pero de imprevisores está lleno el mundo, y los comerciantes de aceite –y de vino- lo sabían, por lo cual esas noches no cerraban sus negocios.

En la parábola esa espera era la respuesta a los interrogantes de la comunidad de Mateo por la demora de la segunda venida. El Señor podrá tardar, contesta, Mateo, pero finalmente llegará y habrá que estar listos para salir a su encuentro con las antorchas encendidas. No es necesaria la vela a toda costa, podemos dormirnos, podemos distraernos, podemos estar en nuestras cosas, pero la substancia de nuestra vida ha de ser ungida por el espíritu. Ese aceite que en toda la Biblia significa la gracia de Dios que penetra nuestro ser y nuestras acciones, como se ungía, para representarla, la frente de los reyes y de los sacerdotes.

Terminando el año litúrgico, -el próximo 24 es el último domingo, Cristo Rey; luego, otra vez, iniciaremos el ciclo anual del adviento y la navidad- la Iglesia quiere, de nuevo, hacer levantar nuestra mirada hacia nuestro último destino, allá hacia donde nos conduce el llamado de Dios a la fiesta de la gloria, el maravilloso encuentro con el Señor que volverá a buscarnos.

Estemos siempre engalanados, de punta en blanco nuestras almas, nuestros frascos llenos del aceite de nuestras buenas obras, de nuestros deberes bien cumplidos, de nuestras oraciones, de nuestro amor al Esposo, para que, despiertos o amodorrados, jóvenes o viejos, no nos sorprenda desprevenidos el grito de “¡Ya viene el esposo, salid a su encuentro!”.

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