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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2003. Ciclo B

32º Domingo durante el año

Sermón

           LA DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE SAN JUAN DE LETRÁN

Jn  4,19-24  (GEP 09/11/03)

            Al norte de Roma, donde el Tiber hace una especie de hansa que rodea la villa Giulia -hoy museo donde se exhibe la colección italiana más importante de esculturas y objetos etruscos- en zona donde se desarrollan los acontecimientos deportivos de la ciudad, la antigua vía Flaminia, construida en el 200 antes de Cristo por el cónsul del mismo nombre -el que fuera vencido por Aníbal en el lago Trasimeno-, atraviesa el río por el puente Milvio, fuera del circuito turístico habitual. La vía Flaminia, de 320 kilómetros, fue proyectada en línea casi recta de Roma a Rímini. Una proeza de la antigua ingeniería romana.

            Este domingo 9 de Noviembre nos interesa porque es por esa ruta por donde avanzó el ejército de más de cien mil hombres, liderado por Constantino, que venía a disputarle a Majencio, dueño de Roma, la corona imperial. Se encontraron a 13 kilómetros de la Urbe, el 28 de Octubre del año 312, en un paraje llamado Saxa Rubra; y las legiones de Constantino empujaron imparablemente a las de Majencio hasta el Tiber, en las inmediaciones precisamente del puente Milvio.

            Puente muy antiguo, reconstruido a fines del siglo II AC por el censor Marco Emilio Scauro. El puente no es muy ancho. Lo hizo volar Garibaldi en 1846 en uno de sus tantos actos guerrilleros, pero, reconstruido, conserva todavía, originales, los cuatro arcos del medio. En realidad la derrota definitiva de Majencio no se dio sobre este puente sino casi al lado, sobre unos pontones hechos de barcas unidas con cadenas, que había mandado armar Majencio para aprovisionar y enviar continuos refuerzos a sus tropas. Fueron esos pontones los que se convirtieron en trampa mortal para él y sus soldados en desbandada; porque, al intentar éstos retroceder para fortificarse en la ciudad, sobrecargados, se hundieron. Allí pereció ahogado el mismo Majencio, concluyendo con ello la batalla. Es así que todos conocemos este enfrentamiento, decisivo para la historia de la Iglesia Católica, como la 'batalla del Puente Milvio'.

            No necesito recordarles que esa contienda marcó el fin de la clandestinidad de los cristianos en todo el ámbito del imperio romano y el comienzo de su plena libertad, a partir del célebre 'edicto de Milán' promulgado por Constantino y Licinio pocos días después, en Febrero del 313.

            Más aún: la batalla del puente Milvio fue el primero de los triunfos que, con la bandera de la cruz de Cristo, cientos de miles de guerreros cristianos -en gloriosas acciones, tanto ganadas pero también gloriosamente perdidas-, obtuvieron, a lo largo de los siglos, frente a sus enemigos.

            Es sabido que, en el lábaro o insignia de Constantino, ondeaba la cruz del Señor. Mientras que, en el de Majencio, fulguraba el omnipresente y pagano -y, en nuestro tiempo, masónico- signo del sol. Los escudos de los soldados de Constantino llevaban dibujados las dos primeras letras del nombre de Cristo, el anagrama que todos conocemos y que parece una 'equis' alargada y una 'pe' encimada. "Con este signo vencerás" -'toúto níxa', en griego- dicen que había soñado Constantino. En los escudos de Majencio, en cambio, la cruz gamada, antiguo signo ario solar que, muchos siglos después, todavía utilizaría el nazismo.

            Flavio Valerio Constantino era hijo de Constancio Cloro, el César de Maximiano, el Augusto de Milán, según la tetrarquía con la cual Diocleciano había dividido el Imperio, en el 284. Constancio Cloro se había unido a una sirvienta oriental, Elena, cristianísima -luego Santa Elena-, madre de Constantino. Constancio Cloro tenía el comando supremo de las Galias, Inglaterra, España y parte de la Mauritania. Su capital, Tréveris, sobre el Rin. Murió  empero, en York, e inmediatamente, sus legionarios proclamaron César a su hijo Constantino.

            Mientras tanto, en Milán, había muerto Maximiano. Majencio, su hijo, le negó el título de 'César' a Constantino. Y éste es el origen de la guerra que culminó con la batalla de puente Milvio, después de la cual, Constantino, se casará con la hermana de Majencio, Fausta, unificará nuevamente todo el imperio romano, lo hará del todo cristiano, y trasladará su capital a Bizancio, llamada luego Constantinopla. Con las tropas de Constantino se consuma, de hecho, el triunfo del cristianismo en todo el mundo entonces conocido y el nacimiento de la cristiandad -de los estados católicos-. Hoy lamentablemente, otra vez desaparecidos, después de decenas de siglos de gloria.

            Esta Fausta, cristiana, mujer de Constantino, tiene su importancia en nuestra historia de hoy. Porque era dueña, en Roma, de un palacio y enorme jardín que había sido confiscado por Diocleciano a la familia de los Plautii Laterani, los Plautos Lateranos. Tan pronto declarada la libertad de los católicos, Fausta cedió su palacio al Papa Melquíades para que se celebrara allí una gran reunión, un sínodo, con los obispos de Italia. Este sínodo fue el primer acto público oficial del cristianismo. Como poco después Fausta murió, Constantino cedió definitivamente el palacio y los predios de Letrán al sucesor de Melquíades, Silvestre I, el primer pontífice que tuvo manifiestamente sede o, como se llama hoy, curia.

            Al lado de la gran mansión de Fausta que, desde entonces, sirvió de vivienda y oficinas al Papa y sus ayudantes, se extendían los jardines de los Laterani, y en ellos había unos espaciosos cuarteles que habían pertenecido a la guardia pretoriana, los equites singulares, de Majencio. Para tapar sus huellas y festejar su cristiana victoria, Constantino, mandó levantar sobre ellos una enorme basílica, para que sirviera de iglesia catedral de Roma, del Papa, y por lo tanto de todos los católicos del mundo. Cerca del ábside, un amplio baptisterio, pileta en donde se sumergía a los candidatos y que, aunque muy reformado, aún subsiste. Allí nacían los bautizados a su nueva dignidad cristiana.

            Basílica de cinco naves fue dedicada al Salvador, pero guardando luego las reliquias de las cabezas de San Juan Evangelista y San Juan Bautista, terminó por llamarse San Juan -no se sabe por cual de los dos-: S. Giovanni in Laterano, San Juan de Letrán, por el apellido de la familia a la cual originalmente había pertenecido el lugar.

            La gente suele creer que la catedral del Papa es San Pedro, en el Vaticano. Pero no es así. Constantino también levantó sobre la tumba del apóstol una basílica, demolida y reconstruida en su forma actual por Miguel Ángel, pero ella es y fue siempre un santuario, un lugar de peregrinación, no la catedral. Aún cuando en nuestros días, el Papa la use habitualmente para sus ceremonias.

            Es en Letrán donde vivieron y gobernaron los papas hasta el 1308, cuando un gran incendio devastó tanto la Iglesia como el palacio. Poco después los pontífices se trasladaron a Francia, a Avignon, donde estuvieron hasta el 1370. Cuando regresaron a Roma el único lugar habitable era San Pedro. Allí se quedaron, mientras se reconstruía lentamente Letrán. Pero ya nunca volvieron a vivir allí habitualmente, salvo en verano. Letrán es un lugar más fresco que el Vaticano y alternaban durante los meses veraniegos su estar allí con el Quirinal. Sin embargo las grandes ceremonias, mientras el Papa fue el soberano de Roma, continuaban haciéndose en San Juan de Letrán. Allí se realizaron cinco concilios ecuménicos. Más de los que luego se hicieron en el Vaticano.

            Después de la anexión de Roma al Reino de Italia, en 1870, los papas no tuvieron más remedio que quedarse prisioneros en San Pedro: a pesar de que, después de los acuerdos de Letrán, firmados con Mussolini en 1929, la basílica y sus anexos gozan de extraterritorialidad y pertenecen al Estado del Vaticano. Pero el Vaticano no era sino una colina secundaria en las afueras de la Roma histórica. La ciudad del Papa es Roma, no el Estado Vaticano; y su catedral San Juan de Letrán, no San Pedro. Es una lástima que cada vez más, se hable del Vaticano y no de Roma.

            Por eso, el aniversario de la inauguración de San Juan de Letrán, el 9 de Noviembre, es una fiesta católica universal y también el motivo por el cual estamos celebrando esta Misa y no la que correspondería al domingo. La Misa de la Dedicación de San Juan de Letrán, cabeza y madre de todas las Iglesias. Es un homenaje al primado de Pedro, a su magisterio -su cátedra- y su jurisdicción universal sobre toda la Iglesia y sobre todo el resto de los obispos y catedrales, con cátedras -salvo honrosas excepciones- de poca monta.

            Pero será bueno, sin entrar en detalles, referirnos a la forma básica de la Basílica de Letrán -no a la actual, arruinada por Borromini en el siglo XVII-, porque ella fue el asombro de todos los que la vieron levantarse y primer modelo monumental de los lugares de culto cristiano, luego de las casas privadas donde antes se realizaban. En efecto: los hombres de la antigüedad estaban acostumbrados a que sus templos fueran las moradas de sus dioses, no ámbitos de reunión. En su interior solo moraban los simulacros, los ídolos, las estatuas de sus divinos inquilinos. Cuanto mucho podían ingresar allí los sacerdotes con sus plumeros y cepillos para quitarles el polvo, las telas de araña y las deposiciones de pájaros, ratones y otras alimañas. La gente quedaba fuera. Aún en el templo judío de Jerusalén el pueblo solo podía llegar al patio.Todas las ceremonias y sacrificios, generalmente de víctimas animales o humanas, se hacían en altares que estaban frente a los templos, no dentro de ellos. Los devotos, al aire libre, miraba de lejos. Por eso los templos primitivos estaban tan ornamentados por afuera: era lo exterior lo único que la gente podía ver.

            Esos templos, pues, no servían para las necesidades de la comunidad cristiana. Por eso es mentira que sistemáticamente se hayan reutilizado como iglesias. No: las iglesias hubo que construirlas desde cero y sus modelos fueron, precisamente, las antiguas basílicas griegas y romanas, que no eran, edificios religiosos sino civiles, generalmente tribunales o lugares políticos o ámbitos de comercio, de bolsa, en donde la gente se reunía bajo la presidencia de un representante del rey o del emperador -el 'Basileus', en griego- de allí el nombre de 'basílica'.

            Ese fue el primer modelo pues, elegido para cobijar las reuniones de los cristianos, es decir de la iglesia -los miembros vivientes, los participantes, no la construcción material-. Contrariamente a los templos paganos, las basílicas o luego las llamadas por extensión 'iglesias', estaban hechas para ser cómodas y lindas por dentro. Adornadas de imágenes instructivas, luz y colores, belleza y espacio sagrado, que ayudaban a los que entraban a encontrarse entre ellos y con Dios en el ambiente de la nueva dignidad a la cual Cristo los llamaba.

            Cuando Eusebio de Cesarea, contemporáneo a Constantino, da fin a su célebre Historia con el triunfo de éste, sus últimos capítulos, en el libro X, los dedica a alabar las basílicas por él construidas. Exalta especialmente la enormidad de sus puertas abiertas, contrariamente a la de los templos gentiles siempre cerradas, llamando a todos los pasantes a su interior iluminado por el sol, acogedor, bello, artísticamente adornado, colorido, cálido.

            Desde entonces las iglesias de los cristianos se transformaron en la riqueza de aún los más pobres, que encontraban en su edificación la magnificencia y belleza que, fuera del cristianismo, solo podían gozar en sus palacios los grandes de este mundo. El más humilde de los cristianos tuvo, desde entonces, su propio palacio: el ámbito sagrado, parroquial, catedral, en donde podía sentirse en su propia casa, pero no en su casa de pobre o de burgués o de plebeyo, como rata, vestido de cualquier manera, sino como príncipe, como hermano de Cristo Rey, como hijo de Dios, como caballero de su Reina, la Virgen.

            Por eso nuestras iglesias tienen que ser bellas y en lo posible magníficas. Son, más allá de lo espiritual, la riqueza de todos los cristianos. No han de ser taperas, no construcciones de chapa, no galpones, no salones de baile, ni de folklore, ni de rock. No prolongación del mundo, sino anticipo de cielo.

            Todo, en ellas, tiene que ser digno, sobre todo para el momento de la Eucaristía, en la presencia augusta del emperador del Universo, del 'Basileus pantokrator', hecho apariencia de vino y de pan, pero no por ello menos majestuoso. Todo ha de manifestar esa agradecida dignidad que hemos recibido, gratuitamente, en el bautismo, y que nos ha hecho hijos de Dios.

  Degradar nuestras iglesias, nuestros templos, su arte, su música, sus ceremonias, dejar de lado el respeto que se debe a su interior, es despreciar lo que Dios ha hecho en nosotros, olvidarnos de nuestra nueva dignidad cristiana, volvernos a la vulgaridad de lo humano no redimido, no salvado, no respetar a los pobres a quienes Dios ama y llama a su bella casa, no mostrar a los ricos la verdadera riqueza 'en espíritu y en verdad', alejarnos de la maravillosa luz y condición de hijos de Dios, de hermanos del Señor Jesús, condición a la cual, por la gracia de la fe, del agua y del Espíritu, más allá de nuestra naturaleza, hemos sido maravillosamente elevados.

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