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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2005. Ciclo A

32º Domingo durante el año
(GEP 06/11/05)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo    25, 1-13
«Entonces el Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Las necias, en efecto, al tomar sus lámparas, no se proveyeron de aceite;  las prudentes, en cambio, junto con sus lámparas tomaron aceite en las alcuzas.  Como el novio tardara, se adormilaron todas y se durmieron.  Mas a media noche se oyó un grito: "¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!" Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: "Dadnos de vuestro aceite, que nuestras lámparas se apagan" Pero las prudentes replicaron: "No, no sea que no alcance para nosotras y para vosotras; es mejor que vayáis donde los vendedores y os lo compréis" Mientras iban a comprarlo, llegó el novio, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de boda, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron las otras vírgenes diciendo: "¡Señor, señor, ábrenos!" Pero él respondió: "En verdad os digo que no os conozco" Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora.

Sermón

En el secundario teníamos un profesor de Física especialmente temible. La ‘prueba' podía surgir en cualquier momento, sorpresivamente, sin aviso, sin lapsos que uno pudiera calcular con alguna posibilidad. El malvado era capaz de tomarlas dos clases seguidas. De tal modo que los días en que había hora de física eran horribles. El viaje en el “17” –en aquel tiempo tranvía- aterrador. Siempre podíamos temer que el profesor entrara con un fajo de hojas selladas con el relieve del escudo del colegio para someternos a la tortura de resolver sus fórmulas y ecuaciones, de las cuales particularmente temibles eran las ‘constantes', para las cuales –si no amanecía benévolo y las escribía en el pizarrón- no había más remedio que el ‘machete', ya que eran imposibles de recordar. ¡Guay del que era tomado por sorpresa, o del que no llevaba su machete actualizado con las últimas cifras! Y ¡qué alivio cuando el profesor no sacaba las fatídicas hojas de su portafolio ni la lista para llamar a las víctimas de ese día y se ponía a enseñar materia nueva! ¡Cuántas visitas matinales a la iglesia de San Ignacio, al lado del colegio, no se debieron, en la vida de tantos estudiantes, al pedido de cobijo, a la solicitud de ablandamiento del corazón del examinador, a que -ese día- pudiéramos salir, terminadas las clases, volviendo a casa, habiendo sorteado todos los peligros de preguntas, idas al frente, pruebas y amonestaciones. (Es verdad que no íbamos a dar gracias de ello a San Ignacio con la misma frecuencia con que, tempranito, solíamos ir a suplicar ayuda)

 

Esta táctica del examen sorpresa era común entre los rabinos de la época de Jesús, quienes pretendían que sus discípulos estuvieran siempre preparados para responder a interrogantes sobre los cuales el maestro ya había hablado o había hecho estudiar a sus alumnos en los viejos pergaminos. En labios de los rabinos del siglo primero el 'estad preparados, porque no sabéis el día ni la hora ' era una frase común dicha a sus discípulos.

Es verdad que, en el contexto de la parábola de hoy,  es más aplicable al examen ‘final' que a los ‘parciales' cotidianos. De todos modos, por lo que toca a Jesús, los exámenes parciales tienen casi más importancia que el examen final. En realidad se tratará más -el postrero- de la suma de los parciales cotidianos de cada hora, de cada minuto de una vida cristiana, que del acto final que, quizá, ni siquiera tenga importancia, cuando, ya con la baba escurriendo por la comisura de nuestros labios, casi ni tengamos libertad de darlo si es que no nos hemos venido preparando - como en Física- toda la vida.

¡Qué casamientos aquellos! El medio vital del hombre de la antigüedad era, no la vida individual, sino su integración en los parentescos. Eran los lazos tribales, integrados por familias, los que daban consistencia al tejido social y suelo donde pararse firme a cada uno. Desgracia terrible la de nacer y vivir solo, o la de quien, por cualquier motivo -generalmente la captura o el exilio- caía en país extranjero, sin parientes, sin tierra, sin amigos.

Aquel que -en esas épocas sin clubes ni sindicatos ni justicia- no tuviera hijos, hermanos, primos, en quienes apoyarse mutuamente y capaces de considerar una ofensa a uno de ellos como propia; aquel que estuviera solo, desvinculado, era varón o mujer inerme, sujeto a cualquier prepotencia o abuso. Y aún cuando, con el tiempo, se crearon instituciones protectoras y hospitalarias, salvo en épocas muy cristianas -en los monasterios o en las órdenes, en las guildas y hospitales- el sin familia, a pesar de la protección de la exhortación bíblica, nunca pudo del todo vencer su desprotegida soledad. Todavía en nuestros días ¿quién no siente que el lugar de su cobijo, cálido, incondicional, amigo, es el de su familia -si es que la tiene o la conserva- y no instituciones, tanto menos estatales, que no funcionan porque solo están al servicio de los poderosos de turno o de los que las manejan?

De allí que la fundación de una familia, un matrimonio, jamás era cuestión meramente librada a la pareja o, como se dice hoy, un evento íntimo, personal. Era un acontecimiento social: la fundación de un nuevo núcleo familiar o el agrandamiento de uno antiguo, en donde no se podía permitir que se vincularan ‘cualquieras', sino personas aptas para hacer crecer en riqueza material y espiritual a todos.

Y entonces ¡qué fiesta cuando, después de múltiples preparativos y negociaciones y pruebas, se levantaba nueva casa! Vean qué lindos términos se utilizan para hablar de la institución: casa-miento : oficio de poner casa; matri-monio , oficio de entronizar a la madre; patri-monio : oficio paterno de proteger a la mujer y la prole; boda -de ‘vota', en latín-: voto, promesa, contrato indisoluble, lo más sólido que debía existir en la sociedad, el pacto por excelencia, la entrega sellada por la palabra de honor de cada uno y la aceptación de Dios; en-lace : los lazos más fuertes que podían darse entre seres humanos. Palabras que, poco a poco, lamentablemente, quieren vaciarse de significado. La Real Academia Española ha declarado que, en cuanto se legalice definitivamente la unión de los homosexuales, ampliará su definición del término a esos cloacales contubernios.

En fin: el asunto es que cuando en una aldea galilea o judía se ‘levantaba casa' y los prometidos se instalaban en ella y fundaban su hogar esa era una de las fiestas más importantes del lugar. ¡Seguía abriéndose el futuro para esa sociedad!: nuevos lazos, nuevas alianzas, nuevos hijos para el trabajo o la defensa, nuevos primos y amigos, nuevas solidaridades. ¿Quién dejaría de unirse al jolgorio general? La comida, el baile, la música, la conversación, las bromas que rompían en risa y alegría no eran sino el marco externo de lo festivo por excelencia que era la propia boda; de por sí, al mismo tiempo que feliz acontecimiento, la cosa  más seria que podía advenir a una auténtica sociedad.

Por ello los que estaban destinados a ser marco y apoyo de la fiesta -que solía durar al menos una semana, y como se daba en época de trabajo -¡nunca en invierno, estación de mal agüero!: primavera o verano- se realizaba durante las noches-. Y en esas épocas -sin electricidad ni luminarias nocturnas que ominosamente hacen palidecer el día- la luz encendida tímidamente por los hombres era todo un símbolo. A la vez que todo un gasto.

Todavía no se había perfeccionado la vela de cera y la única manera de iluminar venía del aceite que siempre quemaba con su pequeña columna rojiza prolongada en negro y daba tintes amarillentos, fuliginosos y feéricos a quienes alumbraba. Pagar el gasto del aceite no era cosa de poca monta –como tampoco proveer al vino-, ni curar de que quemara bien, homogénea y con el mayor brillo posible.

Y así como eran vírgenes quienes en Roma cuidaban el sagrado fuego de Vesta , origen de todos los fuegos y, por lo tanto, de todas las ‘hogueras' y ‘hogares', así vírgenes debían ser en Israel quienes habían de llevar con sus antorchas la luz de la alegría, acompañando el alborozo del esposo y de la esposa y de la comunidad que con ellos era enriquecida.

Las amigas de la novia, virgen ella, habían de ser también vírgenes. Porque si bien es cierto que entre los antiguos no hubo gran aprecio por la castidad y las maneras, al menos entre los varones, eran sumamente libres, a nadie se le hubiera ocurrido tomar como mujer legítima, como esposa para siempre, como madre de sus hijos, como señora del hogar, del fuego sagrado, sino a una virgen. Estaban las mujeres esclavas y siervas y deshonestas y mercenarias para divertirse; y estaban las honestas para casarse. Estaba el novio fiel y morigerado, el amor primero, el de la juventud; y estaba el libertino a quien ninguna mujer decente y menos padre honesto hubieran elegido como marido o novio de alguna de sus hijas.

De allí que sea deplorable que nuestra traducción hable de diez ‘jóvenes', cuando el texto original dice expresamente diez ‘vírgenes'. Aunque pareciera que ser joven hoy es sinónimo no sabemos bien de qué gozoso futuro y vitalidades ocultas. Y ello debe ser alabado por políticos muchachistas de papadas y bolsas oculares estiradas y repartidores de profilácticos. Como también por pastores bobalicones que incluso rinden homenajes interreligiosos a asfixiados en bacanales ebrias y disolutas y apoyan a sus progenitores criminales. Como también por padres que parecen malas imitaciones ‘fellinescas' de sus hijos.

En aquellas épocas, si al substantivo ‘joven' o muchacho no se le añadía un adjetivo que lo calificara positivamente, como ‘valiente' joven, o muchacho ‘estudioso' o ‘virtuoso', o mozo ‘de ley', o ‘casto' mancebo, de por sí el término joven –a diferencia de niño- no tenía más significado que el de quien necesitaba instrucción, disciplina y modelos y que, en cualquier momento, podía torcerse hacia cualquier torpeza. Por eso nuestra traducción es desmañada: se trata de ‘vírgenes', no simplemente de ‘jóvenes'. Ningún organizador de fiestas de boda hubiera invitado a una cortesana, ni a una muchacha de malas costumbres, a hacer de comitiva luminosa del cortejo, sino a quien era capaz de garantizar, con su candidez e inocencia, la sacralidad del matrimonio que se iniciaba y su idoneidad para portar las luces y el fuego.

Que tampoco eran lámparas. Esas que se encuentran en las excavaciones arqueológicas, tipo la de Aladino y que, generalmente de cerámica, tenían un orificio menor para la mecha y otro mayor para introducir el aceite. No: se trataba de antorchas que, hechas de vara y de viejos trapos apretados en su extremo embebidos en aceite, daban una llama viva y poderosa capaz de resistir al viento.

Y aunque había maneras de hacer que el aceite durara y se quemara más o menos lentamente, para dar una luz acorde con la dignidad del momento no había más remedio que resignarse al alto consumo. Más de veinte minutos no podían brillar sin que, antes de apagarse, comenzaran a consumir el trapo y lanzaran bocanadas de humo maloliente. Pero veinte minutos eran generalmente suficientes para lo que se proponían: acompañar al grupo festivo cuando el novio venía a buscar a su mujer para conducirla a su casa. Las aldeas eran pequeñas y no había que recorrer, para hacerlo, como máximo sino un par de centenares de metros.

Pero ya sabemos que novios o novias se hacen esperar. Aún hoy, aunque el cura urja la puntualidad y amenace -como lo hacía mi primer párroco- con que cada cinco minutos de retardo iría apagando una de las luces del templo, a las novias les gusta hacerse aguardar. Y en esta época de los celulares, peor. He sorprendido a más de una madrina recibiendo el llamado de la novia dando vueltas en su auto por Libertador y Suipacha preguntando si ya había suficiente gente. Todo por culpa de los invitados vivos que acostumbran llegar calculadamente terminada la ceremonia solo para saludar a los novios y sus padres. Pero ahora, con el espionaje electrónico están aviados.

La cuestión es que el honor de pertenecer al cortejo tenía sus bemoles. Siempre los tiene y no solo para el matrimonio. Quienes formaban el entorno de los reyes francos e integraban parte de su comitiva gozaban de particular dignidad; por eso, ser parte de su ‘comitiva', en latín, sus ‘cómites', en español sus ‘condes', era sinónimo de nobleza. Pero, al mismo tiempo, era puesto de responsabilidad y de primera fila, no solo en los banquetes, sino en las batallas. Las jóvenes vírgenes pues eran como las condesas de la novia: las mejores muchachas de la región (no precisamente las de las comitivas presidenciales reunidas en Mar del Plata), vestidas con sus mejores galas, con la grave misión de ser portadoras de la luz y hacer de la ceremonia brillante festejo.

Claro que no bastaba ni siquiera en aquellos tiempos la elección de la esposa o del esposo, para ser condesas dignas. Aquí la mitad de las llamadas no estuvo a la altura del honor y responsabilidad que le habían hecho los novios. Cinco responsables y previsoras; cinco tarambanas. Quizá peor: quisieron gastar solo lo suficiente para quedar bien, total con veinte minutos de luz generalmente sobraba. Falta de la magnanimidad y largueza de los grandes. ¿Para que el ‘exceso' de llevar aceite de más, tanque suplementario? (Con un cuarto de tanque hay de sobra para llegar a destino. Lástima que el piquete o el accidente nos hizo desviar por la ruta secundaria, por la colectora.)

Grave ofensa arruinar la fiesta con las antorchas apagadas, ahumando el cortejo. En vez de alegría, corriendo desesperadas a buscar vendedor de aceite. No llegó el padrino, el que había sido designado no contrató el organista, el cura terminó de apagar las luces, la sala de fiesta no estuvo correctamente reservada, no estuvo a tiempo el ramo de la novia, el disk jockey fue un desastre, los condes flaquearon, huyeron. ¡Qué insulto a los novios! ¡Qué mal recuerdo imborrable! “No quiero verte nunca más”. “Os aseguro que no os conozco”.

Siempre le gustaron al Señor estas comparaciones que todos podían entender. Llamarnos para acompañarlo a sus bodas, para ser sus condes en el camino de la vida, es ciertamente un honor que no merecemos, misericordia pura más allá de cualquier merecimiento ni virtud, ya que nadie puede pretender, solo por ser humano, alcanzar el palacio del Cielo. Nobleza no de nacimiento sino largueza del Rey.

Pero un verdadero conde o condesa es tal en cualquier momento de su vida y nadie puede encontrarlo en un renuncio, en acto innoble, sin mancillar su honor. Tal cual un cristiano, ha de estar en condiciones de ser pasado en revista, de rendir examen, de ser llamado al frente, en cualquier momento, aunque se lo despierte a medianoche. Nunca con su antorcha semiapagada, echando humo y contribuyendo a la lobreguez de nuestros tiempos.

La parábola de hoy, pues, de ninguna manera se refiere solo a la posibilidad de que la muerte nos sorprenda en cualquier recodo de la vida y, para ella, necrófilamente, debamos estar siempre preparados. La parábola de hoy se refiere no a nuestra muerte sino a nuestra vida. Vírgenes nobles, condes del rey, con la antorcha siempre brillante y encendida en medio de la noche de este mundo, para que en ella se refleje constantemente la alegría serena de nuestra gracia cristiana y su luz chisporrotee en los destellos azules de nuestros siempre afilados aceros.

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