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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1987. Ciclo A

32º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Mateo    25, 1-13
«Entonces el Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Las necias, en efecto, al tomar sus lámparas, no se proveyeron de aceite;  las prudentes, en cambio, junto con sus lámparas tomaron aceite en las alcuzas.  Como el novio tardara, se adormilaron todas y se durmieron.  Mas a media noche se oyó un grito: "¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!" Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: "Dadnos de vuestro aceite, que nuestras lámparas se apagan" Pero las prudentes replicaron: "No, no sea que no alcance para nosotras y para vosotras; es mejor que vayáis donde los vendedores y os lo compréis" Mientras iban a comprarlo, llegó el novio, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de boda, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron las otras vírgenes diciendo: "¡Señor, señor, ábrenos!" Pero él respondió: "En verdad os digo que no os conozco" Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora.

Sermón

Uno de los lugares más pintorescos de Roma es sin duda el Trastevere –‘del otro lado del Tíber'- donde fácilmente podemos encontrarnos todavía con la vieja Roma (vieja, digo, la Roma de antes de Garibaldi, la Roma ‘papalina', papal), con sus casas ‘settecentescas' y sus calles estrechas, desde cuyas ventanas surgen todavía voces hablando el ‘romanaccio', el lenguaje lunfardo de los romanos. El centro del ‘rione' es la deliciosa ‘piazza di Santa María in Trastevere ' en cuyo medio se levanta una fuente donde uno puede sentarse, en verano, para disfrutar de su fresco y, de paso, (si se logra prescindir del ruido de los restaurantes que flanquean la plaza) mirar una de las más notables fachadas de iglesia de toda Roma: la de Santa María in Trastevere, que da el nombre a la plaza y es, probablemente, la primera Iglesia de Roma abierta oficialmente al culto, allá por los fines del siglo III.

Justamente la singularidad de su fachada consiste en que su tímpano (el espacio triangular sobre la cornisa siguiendo la forma del techo a dos aguas) está ocupado por un mosaico multicolor del siglo XII, que representa, a los costados de la Santísima Virgen, a diez mujeres: cinco de un lado, coronadas con lámparas encendidas en sus manos; cinco del otro, sin corona y sin luces.

Representación tan linda como ésta probablemente no se encuentre en ningún otro lado, aunque el tema de las vírgenes necias y prudentes, aparezca frecuentemente en el arte cristiano. No era necesario leer ni escuchar el Evangelio, para que el cristiano que pasaba frente a estas representaciones recordara toda la fuerza de su mensaje.

Fuerza que, quizá, no tenga hoy ni siquiera la directa lectura del texto, porque nuestra civilización está muy alejada de los viejos símbolos bíblicos y sus costumbres.

Y aquí no basta, para entender bien la parábola, recordar cómo se celebraban los matrimonios en el antiguo oriente. El novio que, acompañado de sus amigos, al caer la tarde, llegaba a la casa de la novia, también ella con su cortejo de amigas. La alegre procesión que formaban todos dirigiéndose a la fiesta, a la casa del novio, entre cantos y palmoteos, llevando antorchas, y lámparas colgando de largas varas. En realidad, en nuestra parábola, se habla de diez jóvenes que esperan al novio; y se puede dudar si se trata de las diez componentes del cortejo de la novia o, según la costumbre oriental, diez esposas de un mismo joven –pudiente, por cierto- que lo están esperando para casarse con él.

Pero detenerse en estos detalles no interesa, porque lo que importa aquí, y lo que entendían los que escuchaban la parábola, es que el novio -como cada vez que se habla del novio en el nuevo Testamento- es el numfiós , el joven marido, el hatan, en hebreo del que trata el Cantar de los Cantares-: el bien amado que viene, el que desposa a la kallah, la doncella que -en ese poema místico representa a la comunidad misma de Israel-. Una larga tradición, que se remonta a los más antiguos profetas hebreos, -Oseas, Isaías, Jeremías, Ezequiel- ya había orquestado este tema: Dios es, en relación a la comunidad de Israel -y comunidad se dice, en hebreo, qahal y, en griego, ekklesia y, de allí, nuestro “Iglesia” Dios es, digo, en relación a su Iglesia como un varón en relación a la mujer que ama.

Por eso el pecado, en el antiguo testamento, es concebido como un ‘adulterio', como una prostitución de Israel. Pero, aún cuando Israel haya abandonado adúlteramente a su esposo, los profetas del exilio afirman-, en los últimos tiempos, éste vendrá otra vez, ofreciendo su perdón, a desposarse definitivamente con su pueblo.

Los judíos pues entienden muy bien qué es lo que está diciendo Jesús toda vez que se identifica con el novio.

Pero nuestra parábola de hoy dice mucho más que lo que entendemos ahora cuando escuchamos las palabras ‘cinco vírgenes necias' y ‘cinco prudentes'; porque también los términos prudente, fronimos, y necio, moros, apenas conservan significado teológico .

En la Biblia, en cambio, la prudencia o sabiduría, es un concepto de significado densísimo -y también su contrapartida: la estupidez o necedad-. Tanto es así que, además del Pentateuco y los Profetas, encontramos en la Sagrada Escritura toda una colección de escritos dedicados a la Sabiduría, llamados libros sapienciales. Vds. los conocen: el Eclesiastés, Proverbios, el Eclesiástico, Job, el libro de la Sabiduría.

Es claro que no se trata de enseñar a ser sabios como lo entiende el mundo moderno. Desde los judíos, hasta Platón y Aristóteles, se hubieran extrañado si hubiesen sabido que nosotros llamamos sabios a unos anteojudos señores de guardapolvo blanco reclinados sobre sus microscopios y probetas o escribiendo en sus pizarras complicadas fórmulas o tirando cohetes a la luna o recibiendo el premio Nobel o fabricando bombas atómicas.

El sabio, para Israel, es el que sabe vivir y enseñar a vivir, no en el sentido que tendría hoy de “darse la buena vida” -esto sería ‘necedad' para el hebreo-, sino de encaminar la existencia por los senderos de la verdadera felicidad, consistente en una inteligente adaptación a la realidad, un saber convivir con los demás en el respeto y la amistad, un llevar adelante la familia en la unión y el amor, y una capacidad serena para enfrentar los inevitables problemas y sufrimientos de la vida y, finalmente, encararse sin drama con la muerte. Esto es la sabiduría, la ‘prudencia' bíblica.

Y, a esta sabiduría hacedora de felicidad, la Biblia la señala no sólo como el don más grande que pueda poseer un hombre, sino como el más importante que debería tener un gobernante.

Es lo único, precisamente, que, legendariamente, pide Salomón a Dios cuando lo han de ungir rey de Israel y junto con lo cual, y por añadidura, recibirá el resto de los bienes fabulosos de su reinado.

Fíjense cómo han cambiado las cosas: esta verdadera sabiduría -que es el arte de lograr auténtica felicidad- es la única que hoy no se enseña. Geografía sí, computación, matemáticas, química sí, física, biología; pero, auténtica sabiduría, no. Al contrario: la vieja sabiduría que antes, al menos, se enseñaba en la casa, en contacto con los padres, los abuelos, los mayores, y se trasmitía en la palabra y el ejemplo, de generación en generación, y que, últimamente, ya no se enseñaba más salvo en el catecismo, hoy es liquidada en la trituradora de la televisión y en la falta de dialogo de padres e hijos o, peor, en diálogos en que ya lo que trasmiten no es sabiduría sino necedad.

Y lo mismo a alto nivel. Ya no se trata de gobernar ‘sabiamente' para lograr la felicidad del pueblo, sino que lo único que estudia el político es la astucia, falsa sabiduría encaminada a ganar votos o a mantenerse sentado en los privilegios del poder.

Aquella sabiduría verdadera, empero, que permitía la vida feliz de familias y naciones, los judíos sabían que dependía no solo de la prudencia y la experiencia humana, sino de los consejos que Dios mismo daba a su pueblo para hacerlo sabio y por lo tanto feliz.

Esos consejos de felicidad no eran para el judío sino la Ley de Dios, la Torah, ajustándose a la cual el hombre participaba de la sabiduría misma de Dios. Por eso el pecado, el apartarse de la Ley, de la Torah que llevaba a la vida, era sinónimo de necedad, de estupidez que finalmente llevaba a la tristeza, a la desdicha, finalmente a la muerte a individuos, familiares y naciones. Esto está simbolizado desde el comienzo del texto bíblico en ese texto sapiencial de Génesis 3, donde el hombre rechaza la Ley de Dios y lo único que obtiene es alienarse el paraíso y encaminarse a la muerte.

Sin duda que el problema del sufrimiento de los justos y, finalmente, de la muerte de todo ser humano, culpable o inocente, planteaba problemas a esta concepción de la sabiduría. Tema que se planteó en el libro de Job. Pero los judíos, lo mismo, aún antes de pensar en la resurrección, mantenían una inalterable fe en que lo único sabio y que llevaba a la felicidad y a la vida era seguir la sabiduría de Dios.

Tanto es así que, como para reafirmar su confianza en el propósito de felicidad para el hombre que tiene Dios cuando crea el universo, los libros sapienciales hacen figurar a la Sabiduría como un personaje que, desde la eternidad, colabora con Dios en la creación (1).

Ciertamente la aparente paradoja del sufrimiento de los justos y de la muerte universal se resolverá recién en la plenitud de la revelación cristiana, en el Misterio Pascual. Y, precisamente, una de las formas que tiene el Nuevo Testamento de entender a Cristo es mostrarlo como esa sabiduría que presidió la creación y de la cual hablaba el Antiguo Testamento. Jesús es la definitiva Torah encarnada. Jesús es la Sabiduría hecha hombre. El es ‘el camino, la verdad y la vida'. El es la enseñanza, el Verbo de Dios unido al hombre.

Es siguiendo a Jesús cómo nos hacemos verdaderamente sabios, sepamos leer y escribir o no, y sólo siguiendo a Jesús podemos alcanzar la verdadera felicidad dentro las posibilidades de esta vida y la definitiva felicidad en nuestro destino final, desposados con el esposo en el banquete de bodas de la eternidad.

Cada vez, pues, que, en nuestras vidas o en política, neciamente nos apartamos de Cristo y de la Sabiduría, otras tantas, sin aceite, derivamos a la oscuridad y la tristeza. Solo en Cristo, sabiduría y esposo, pueblos y familias y personas pueden encontrarse con ‘la fiesta'.

Nuestra parábola no habla solamente de los últimos tiempos, ni de nuestro último instante. Cada momento es decisivo, porque irrecuperable en la existencia de los hombres y de los países. La parábola de hoy nos enseña, en el viejo lenguaje de la Biblia, que, sin el aceite de la sabiduría que viene de Cristo, por más psicólogos que consultemos, por más Prodes que ganemos, por más puestos que alcancemos, por más revoluciones que hagamos o votos que contemos, las puertas de la verdadera alegría se cerrarán para nosotros y el dueño de casa que, con tanta insistencia, nos ha invitado, no tendrá más remedio que decirnos con tristeza, desde adentro: “les aseguro que no los conozco”.

(“Argentina, ya no te conozco.”)

1- Cf. Prov. 8, 22-31

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