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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1995. Ciclo C

32º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 20, 27-38
Se acercaron a Jesús algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le dijeron: «Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?» Jesús les respondió: «En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección. Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Porque él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él»

Sermón

Hablar de que el hombre ansía la vida; que el vivir es un instinto metido bien adentro en la radicalidad de todos sus deseos, es decir hoy demasiado poco frente a la extraordinaria afirmación de la ciencia contemporánea de que toda la materia, desde el inicio de la existencia temporal del cosmos hace 15.000 millones de años tiende a la vida.

Sea o no coincidencia el que, en las asombrosas fotos enviadas por el telescopio orbital Hubble a fines del pasado mes del nacimiento de estrellas en medio de nubes de hidrógeno hace 5000 millones de años, haya aparecido insinuado el rostro de Cristo, todos están de acuerdo que ya en la sopa de quarks de los primeros segundos del Big Bang se agitaban las fuerzas y leyes que desembocarían miles de millones de años después en la formación de la vida y del cerebro humano. El famoso principio antrópico postulado por Brandon Carter y Robert Dicke.

¡Asombroso antropismo o zootropismo del universo: todo encaminado a la vida; todo a su servicio!

No es extraño que este impulso que viene de las honduras del tiempo y del espacio, en la conciencia humana se manifieste como indómito deseo de vida y como pertinaz aunque desesperanzada lucha contra la muerte.

Y nunca el hombre se ha conformado con esos modos de pervivencia fantasmales que le insinuaban sus sueños y pesadillas, de muertos que volvían a su imaginación nocturna y que sugerían formas de vida inmaterial, oscura, espiritista, de ultratumba.

Para el hombre la vida siempre tiene que ver con el sol y la luz, el calor y el agua fresca, el cielo y los colores, no con los espíritus y las ánimas.

No es extraño pues que dado el fracaso de Adán y Gilgamesh en obtener el fruto de la inmortalidad, el ser humano una vez asumida su mortalidad, en todas las civilizaciones haya querido prolongarse por lo menos en lo bien concreto de sus hijos, en su progenie. En realidad ese es el único sentido de futuro de todas las especies: procrear, en inercia atávica más fuerte incluso que el instinto de supervivencia, pero que en el hombre se abre en paternidad consciente, en anhelo fundante de prosapias.

Ya que el individuo no sobrevive, dice este instinto, de alguna manera la vida continuará en mis hijos.

Todavía en nuestros días, allí donde no ha llegado la civilización del disfrute y del consumo, la riqueza más grande que puede tener el hombre son los hijos.

En el mundo antiguo esta era una ambición universal, expresada por la bendición bíblica por excelencia: " Tu esposa sea como vid fecunda; tus hijos, retoños de olivo alrededor de tu mesa " O, como dice el salmo 127: " Los hijos son regalo del Señor, el fruto del vientre es una recompensa; como flechas en la mano de un guerrero son los hijos de la juventud ".

De allí -en la sagrada Escritura- la terrible maldición de la esterilidad en la mujer; o de la muerte del joven o de la joven: no que hayan vivido poco, sino que han muerto sin dejar a nadie que prolongue su vivir. De allí, en el antiguo testamento, lo absurdo del celibato o de la virginidad.

Tal era este deseo de pervivir en la descendencia que, en la antigüedad, en medio oriente, estaba ampliamente extendido y muy en boga entre asirios, hititas y cananeos, el expediente ficticio de hacer que la viuda de un muerto sin descendencia pudiera intentar dársela uniéndose al hermano del finado.

Entre los hebreos esta costumbre existía bajo el nombre de ley del levirato, del latín " laevus vir o levir " que quiere decir cuñado.

Quizá algo de esas oscuras programaciones ancestrales haya en aquellos estériles de nuestros días que aceptan fecundar 'in vitro' a su mujer con semilla de otro hombre.

Porque, en efecto, el antiguo testamento en sus libros principales y más antiguos, por ejemplo, el Pentateuco, no conoce más vida que ésta y no tiene noción de la posibilidad de una vida más allá de la muerte. Es en libros muy tardíos y cercanos a la época cristiana donde la fé de Israel comienza a sospechar que Dios pueda rehacer o prolongar la vida más allá de ésta: como el libro de Daniel o de la Sabiduría o de los Macabeos que hemos escuchado como primera lectura.

Pero estos libros no eran aceptados por todos los judíos, de tal manera que los saduceos , que solo tenían como revelados los del Pentateuco, seguían aferrados a que la única vida del hombre era ésta y el único modo de subsistir teniendo hijos.

Los fariseos , en cambio, habían desarrollado su fe en la dirección de una restauración en donde los justos resucitarían y prolongarían su existencia en este mundo durante larguísimo tiempo.

Pero, aún cuando los fariseos estaban más cerca de la verdad, su concepción de ese más allá era bastante grosera y seguía unida a la noción de fecundidad y de multiplicación de hijos. Así, por ejemplo, el primer libro de Henoc afirma que en los tiempos escatológicos los que hayan conocido la resurrección: " vivirán hasta que hayan engendrado millares de hijos", y el Apocalipsis de Baruc, por su parte, predice que en los tiempos mesiánicos " las mujeres no sufrirán ya los dolores de parto ni pasarán angustias cuando den a luz el fruto de su seno". De tal manera que en la vida futura -según los fariseos- las mujeres serán de una fecundidad extraordinaria y podrán incluso ¡dar a luz todos los días! Fecundidad que se extenderá a todas las cosas: el mismo Apocalipsis de Baruc afirma: "la tierra dará fruto, diez mil por uno; cada viña tendrá mil sarmientos, cada sarmiento tendrá mil racimos, cada racimo tendrá mil granos de uva y cada grano dará un barril de vino ".

Es decir que los fariseos aún estaban atados a una noción burda y cuantitativa de la vida.

Cristo se ubica en una perspectiva totalmente distinta: lo que él viene a ofrecer no es la prolongación de esta existencia, ni la multiplicación de sus días, ni la fecundidad biológica, sino su transformación, su desemboque en la plenitud de la vitalidad divina, el arribo al nivel donde no hay muerte porque pura participación del existir del que no pude morir, del que es plenitud de vida: Dios.

El más allá al cual apunta el universo no es una prolongación de la inmanencia, ni una elongación del tiempo, ni la mera supresión de senectud y de morbo, ni el pulular aritmético de individuos y de especies, sino la sublimación de la vida humana y de toda vida en la divina, del paso del hombre viejo al hombre nuevo, de la transformación de Adán, de Gilgamesh en Cristo. El resucitado inaugura una nueva dimensión no medible en categorías puramente humanas en donde la biología del hombre se empapa de biología de Dios y alcanza su inmortalidad, que es mucho más que un no morir: es un hypervivir.

Esa vida no necesitará prolongarse con una procreación entonces innecesaria, porque se hará plenitud vivencial en los nudos ubérrimos del amor mutuo potenciados por el amor de Dios.

La procreación es necesaria en este tiempo porque, instinto de vida de la biología, es, al mismo tiempo, almácigo en donde Dios cuenta el número de sus elegidos. No será ya necesaria en el definitivo mundo a venir.

Es en este contexto como debe entenderse la respuesta de hoy de Jesús. En realidad los saduceos están dando un argumento que podría ridiculizar solo a la concepción farisea del futuro. Pero Cristo se pone por encima de unos y de otros.

Y cuando habla de que en el futuro los que sean juzgados dignos de participar de la resurrección no se casarán, no está hablando de que no se vivirán plenamente todos los amores y gozos humanos que se hayan gestado legítimamente en esta vida -entre ellos el amor matrimonial- sino simplemente que no habrá ya más procreación; y cuando habla de que seremos semejantes a ángeles lo dice en el sentido de su época, no en cuanto seremos espíritus puros, almas, fantasmas -noción dualista que los hebreos no manejaban- sino en cuanto entraremos, bien concretamente humanos y nosotros, en la esfera de la inmortalidad, de la vitalidad de los hijos de Dios.

Es en vistas a esa fecundidad última y sobrenatural, que la Iglesia, aquello que en el antiguo testamento era considerado una maldición y una vergüenza: el celibato y la esterilidad, lo ha transformado -en algunos de sus miembros- en signo de una esperanza superior, y en magnífico acto de fé en la vida verdadera.

Porque precisamente la fé de la Iglesia apunta hacia ese encuentro del sentido antrópico del cosmos, del hambre de vida de la materia y de la zoología y de lo humano, no con el fracaso físico de la disipación en la nada y en la muerte, sino con el abrazo del Dios dador de verdadera Vida, no Dios de muertos, sino de vivientes, mediante Cristo, nuestro Señor.

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