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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1999. Ciclo A

32º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Mateo    25, 1-13
«Entonces el Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Las necias, en efecto, al tomar sus lámparas, no se proveyeron de aceite;  las prudentes, en cambio, junto con sus lámparas tomaron aceite en las alcuzas.  Como el novio tardara, se adormilaron todas y se durmieron.  Mas a media noche se oyó un grito: "¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!" Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: "Dadnos de vuestro aceite, que nuestras lámparas se apagan" Pero las prudentes replicaron: "No, no sea que no alcance para nosotras y para vosotras; es mejor que vayáis donde los vendedores y os lo compréis" Mientras iban a comprarlo, llegó el novio, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de boda, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron las otras vírgenes diciendo: "¡Señor, señor, ábrenos!" Pero él respondió: "En verdad os digo que no os conozco" Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora.

Sermón

Ya sabemos que la Biblia, que nosotros compramos actualmente encuadernada en un solo libro, en realidad constituye una colección de libros, una pequeña biblioteca: la biblioteca de los libros que los hebreos y luego los cristianos consideraron sagrados. Pentateuco, Profetas, Crónicas, Reyes, Salmos, Proverbios y demás, son, por lo tanto, libros distintos, de diversos autores, títulos y épocas. Sin embargo su denominador común es que se refieren todos a las especialísimas relaciones que Dios, el creador, guarda con su creatura, con el hombre, a través de su pueblo, Israel. Dios y el hombre, Dios e Israel son los dos grandes protagonistas de esta colección de escritos revelados que llega a nosotros en forma de mitos, de leyendas, de historia y crónicas, de leyes, oráculos y exhortaciones, de reflexiones, himnos y oraciones.

Por eso cualquiera que haya leído con algo de atención el antiguo testamento, no podrá dejar de asombrarse de que en este repertorio sagrado, en medio de estos libros que siempre mencionan a Dios, haya uno que no lo haga jamás y en donde el nombre de Dios no aparece. Más todavía se trata de un poema de amor, bellísimo, entre un hombre y una mujer. Estamos hablando por supuesto de esa gema de la poesía amorosa universal que ha terminado por llamarse en hebreo el ' Schir ha-schirim ', el Canto de los Cantos, el Canto por excelencia, el Cantar de los Cantares. Lo cual resulta tan extraño casi como si en la biblioteca de un monje, de un teólogo o de un asceta uno encontrara, ocupando un lugar de honor, " Veinte poemas de amor y una canción desesperada " de Pablo Neruda.

Pero la sorpresa deja lugar inmediatamente a la comprensión si tenemos en cuenta que, en el pico de la revelación véterotestamentaria, las relaciones entre Dios y su pueblo no se conciben tanto como las del Creador con su creatura, la del Rey con sus súbditos, la del Legislador con sus vasallos, ni siquiera la del padre con sus hijos, sino como la del esposo con la esposa. Dios enamorado de su pueblo.

Es justamente esta visión esponsalicia de las relaciones de Yahvé con Israel, en su amor exclusivo y permanente, en su entrega indisoluble que va más allá de todo pacto o contrato y se transforma en pura promesa, en fidelidad inquebrantable por parte de Dios, la que poco a poco, de rebote, va configurando y dignificando también la visión del matrimonio humano, hasta entonces mancillado por las lacras de la poligamia, el divorcio y el sometimiento servil de la mujer.

De allí que, ya muy pronto los judíos leyeron el Cantar de los Cantares, como una alegoría del amor de Dios por su pueblo y, más específicamente todavía, por Jerusalén. Hasta tal punto que este poema de amor humano que no menciona jamás a Dios se transforma en el "Canto de los Cantos" y entra por la puerta grande a fomar parte de los libros sagrados de Israel. La doncella del poema es ahora la Ciudad Santa. Es Jerusalén quien toma la voz de la amada en el Canto de los Cantos. Y Aquel a quien ella, la kallah , la novia, habla; Aquel que le habla, 'el muy querido', 'el bien amado', 'el hatan' , el novio, aquel que viene, el esperado, aquel del cual la esposa oye la voz -según el Cantar de los Cantares- en medio de la noche, es ahora nada menos que Dios. Esta imagen nupcial es la que está en el trasfondo del sentido último de la historia que nos revela el cristianismo: la elevación del ser humano a lo divino, la unión cuasi marital de la humanidad creada y santificada al Dios increado, plasmada en Jesucristo, el hombre unido a Dios.

No es extraño pues que aún los grandes místicos cristianos como San Bernardo, como San Juan de la Cruz, como Fray Luis de León hayan expresado el inefable acercamiento del alma con Cristo en los estadios superiores de la vida espiritual comentando al Cantar de los Cantares .

Y es desde el Cantar de los Cantares como debemos interpretar nuestro evangelio de hoy, ya que tanto Mateo, como Pablo a los Efesios, como el Apocalipsis, identifican al novio, al esposo, con Jesucristo; y, a la novia, la Ciudad Santa, la Jerusalén celestial, con la Iglesia.

Pero el relato de nuestra parábola sigue su ritmo propio: representa el momento en que Jesús, el esposo, vendrá a buscar a su esposa, a su prometida, la Iglesia terrena, al fin de los tiempos. Y para ello el relato recurre a costumbres de la vida real. La ceremonia de la boda consistía fundamentalmente, entre los judíos, en el traslado de la novia a la casa del novio. Siempre al caer de la tarde, ya que el judío debía trabajar de sol a sol. Comenzaba el ceremonial con la ida del muchacho a la vivienda de su prometida, para llevarla desde allí a la nueva morada. Aunque nunca se sabía bien cuando llegaría. Porque previamente, antes de salir a reunirse con su mujer, el novio debía acordar, en su casa, con los parientes de su mujer los regalos que haría a la familia. Y las negociaciones entre el padre del joven y los parientes de ella eran largas, y tenían una importante función social. Los parientes de la novia debían mostrarse exigentes, manifestando así que la familia perdía algo de gran valor al entregar la chica a otra familia. Por su parte, el novio y su familia se mostraban complacidos ante estas exigencias, pues a través de ellas quedaba claro, ante los vecinos y conocidos que rodeaban la escena y luego contarían todo a los demás, lo valiosa que era la que así se integraba a la familia. Estos largos y protocolares arreglos y acuerdos ya estaban, por supuesto hablados mucho antes, pero aquí se renovaban y se hacían a la vista de todos para que fueran públicos. Y de los que asistían al trato siempre había algunos que estaban prontos para adelantarse corriendo a la casa de la novia una vez finalizadas las negociaciones y anunciar alegremente a los gritos la llegada del esposo. "¡ Ya viene el esposo !" Mientras tanto, la novia, impaciente, despierta, turbada, ataviada con su mejor ropa, esperaba en la casa de sus padres a que su novio llegara para llevarla al flamante hogar. También con ella aguardaban sus amigas solteras, con sus lámparas de barro, mecha y aceite, para recibir alborozadas al esposo y acompañar a la pareja hasta la nueva casa, donde tendría lugar la fiesta. Esa fiesta de bodas, la fiesta más importante probablemente que podía darse en el transcurso de la vida de un judío, que siempre gustó Jesús referir a la fiesta definitiva del cielo.

El significado de la parábola es, pues, claro: las jóvenes o vírgenes que en el antiguo testamento tantas veces sirvieron de símbolo para designar a Israel y a las naciones antes de encontrarse con Jahvé, con el esposo, en la pluma de Mateo ahora figuran a los cristianos, a nosotros, los invitados a la boda, los que estamos llamados con la iglesia a participar del banquete nupcial del cielo.

Para cualquier judío habituado al lenguaje de la Escritura, escuchar mencionar al aceite en un contexto simbólico, inmediatamente lo hacía pensar en el Espíritu, el espíritu santo, el espíritu de Dios comunicado al hombre. Dice el libro de Samuel: "Y tomó Samuel el frasco de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos. Y, desde aquel día, el espíritu de Yahvé descendió sobre David". A partir de entonces reyes, y más tarde sacerdotes, se coronarán con esta ceremonia del aceite y por eso serán llamados ungidos, aceitados, mashias , en hebreo, cristos , en griego. Así en el Nuevo Testamento el ungido por excelencia será el hijo de María, llamado el Mesías, Jesús, el Cristo. No porque haya sido mojado con aceite, sino porque llendo del Espíritu Santo. Ese mismo Espíritu Santo que nos unge en el momento del bautismo. Lo que el celebrante simboliza con la unción, en la frente del candidato, del crisma, del aceite perfumado, transformándonos en 'crismados', en ungidos, en cristianos

La gracia del espíritu santo es pues el aceite de nuestras lámparas. Aceite que habrá de brillar en nuestras vidas para que podamos iluminar a los demás en la oscuridad nocturna de la necedad de este mundo y al mismo tiempo estar brillantes de luz para poder entrar con la novia y el novio a la alegría de las bodas del cielo, al gozo del banquete del Reino.

Ya sabemos que a la mecha luciente de la gracia puede apagarla el soplo frío del pecado. El problema no está en dormirse. En realidad todas las jóvenes de nuestra parábola se duermen: las prudentes y las necias. Mateo el evangelista ya vive la experiencia de los cristianos de tercera o cuarta generación que, a diferencia de la primera, no están a la expectativa inminente del retorno de Cristo. Ya saben que Jesucristo va a tardar. Y como ya decía San Pablo la espera de Cristo no puede transformarse en excusa para no hacer nada. Cada cual ha de realizar sus tareas de este mundo, y mal consejero sería quien, con la excusa de la religión o la devoción, apartara a los fieles de cumplir con sus obligaciones de todos los días. " El que no trabaje, no coma ", había tenido que decir duramente el mismo Pablo. No: no es cuestión de estar pendientes constantemente de la venida de Cristo sino de -en todo lo que hagamos- abrir constantemente nuestro corazón para que Dios lo llene con el aceite de la gracia. "¿ Qué harías -le preguntaron un día a San Luis Gonzaga, mientras en un recreo estaba jugando en el patio del Colegio Romano- si supieras que en cinco minutos habrías de morir ?" "Seguiría jugando ", contestó Luis, consciente de tratar de estar haciendo en todo momento el querer de Dios y, por ello, tener su lámpara llena de aceite. "Me iría a dormir", seguramente hubiera respondido de habérsele hecho la pregunta antes de acostarse.

Dios nos libre no de que Dios nos encuentre dormidos o sumergidos en nuestros deberes, sino de que hayamos vaciado nuestro interior de gracia, por el pecado, por la indiferencia, por la falta de oración, por el descuido de las cosas sagradas, por el abandono de los sacramentos, por no haber buscado suficientemente la santidad, por habernos dedicado torpemente solo a las cosas de este mundo: subsistir, ganar dinero, encontrar diversión, bienes y placer, desacostumbrándonos y haciéndonos ineptos para los gozos superiores de los dones de Dios. La gracia es una planta delicada que implantada en nuestro ser por el bautismo debe crecer constantemente en frutos de santidad si no se quiere marchitar. El conocimiento de Dios y su amor no pueden brotar de golpe: el ser humano necesita su tiempo para hacerse de amigos y conocerlos. Las amistades no se construyen en un día y, si no se cuidan y acrecen, se enfrían, los rostros se olvidan.... Uno no aprende de un día para otro a amar. El que no ha intentado conocer y amar a Dios durante su vida lúcida, probando su amor en obras, haciéndolo crecer en cruz, vivificándolo en plegaria y estudio, en abnegación y quehaceres de amor; el que no haya podido escribir su vida como un Cantar de los Cantares, enamorado de Dios y dejándose seducir por El; por el contrario, secando la lámpara del embeleso y atracción que un día el bautismo injertó en su ser, difícilmente pueda, a último momento, llenar su lámpara y presentarse luminoso y radiante frente al Señor.

Cuando el Señor llegue, en el mismo pórtico del morir, ya no habrá tiempo para adquirir la gracia. Y ninguno de los vivos podrá allí ayudarnos ni darnos de sus frascos. La muerte es un asunto estrictamente personal, la enfrentaremos solos. "¡Qué solos se que quedan los muertos!" escribía hermosa y dolorosamente Becquer. No que el Señor no pueda perdonarnos a último momento como lo hizo con el Buen Ladrón, sino que nosotros mismos seremos incapaces de abrirnos a la misericordia de Dios, endurecidos largamente en nuestra indiferencia, impermeables a Dios, quizá incluso, sin ni siquiera desesperación, simplemente muriendo, sin importarnos ni del cielo ni de Dios, de un Dios, quizá, a quien no reconoceremos porque no supimos o no pudimos conocerlo mientras vivimos... El moribundo desinteresado, insensible, que, aún boqueando, desvía la vista del ofrecimiento de divino perdón. "¡ Váyase! ¡Déjeme morir sin fastidiar !" hemos escuchado alguna vez los sacerdotes al lado de una cama de hospital... O la muerte súbita, o la arteriosclerosis galopante, o el derrame que te impedirá, lúcido, desde el aceite de gracia que llevabas escondido en tu corazón, pedir perdón a Dios. A eso tengas miedo, hombre o mujer con tu lámpara apagada y sin aceite y no a una negativa del amor de Jesús.

Ya a pocos domingos del fin del año litúrgico, de la solemnidad de Cristo Rey, cerca ya de comenzar un nuevo adviento hacia la Navidad, la Iglesia en sus lectura vuelve a hacer levantar nuestra mirada hacia las postrimerías, hacia el objetivo final de nuestras vidas, lo que las hará valiosas para siempre o no, ese encuentro gozoso con el esposo y su Iglesia que hemos de alimentar en nuestro propio Cantar de los Cantares, en el noviazgo de esta vida con Dios, llenos de fe y de expectativa, ungidos de espíritu santo, buscadores del aceite de la santidad.

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