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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2000. Ciclo B

33º Domingo durante el año
(GEP, 19-11-00)

Lectura del santo Evangelio según san Marcos     13, 24-32
Jesús dijo a sus discípulos: «En ese tiempo, después de esta tribulación, el sol se oscurecerá, la luna dejará de brillar, las estrellas caerán del cielo y los astros se conmoverán. Y se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria. Y él enviará a los ángeles para que congreguen a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales, de un extremo al otro del horizonte. Aprendan esta comparación, tomada de la higuera: cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano. Así también, cuando vean que suceden todas estas cosas, sepan que el fin está cerca, a la puerta. Les aseguro que no pasará esta generación, sin que suceda todo esto. El cielo y la tierra pa­sarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto a ese día y a la hora, nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, nadie sino el Padre»


Sermón


Hacia los años 1960 la compañía telefónica Bell de los Estados Unidos había detectado problemas en sus transmisiones satelitales: una especie de ruido de fondo constante que interfería en muchas operaciones. Encargaron a dos jóvenes científicos de sus laboratorios de New Jersey, Arno Penzias y Robert Wilson -físicos especialistas en astronomía- que estudiaran el problema, ya que esta especie de fritura incesante parecía provenir del espacio.

Después de largas investigaciones, ambos científicos llegaron a la conclusión de que la molesta radiación era la huella fósil, las radiaciones remanentes, de la gran explosión, el Big Bang -o el Gran Pun, como lo llamó nuestro compatriota Luis Gallardo - que estaba en el origen de la formación del universo.

Las investigaciones de ambos sabios confirmaron, ya casi sin lugar a dudas, la hipótesis de Hubble en 1929 y del P. Lemaître en 1927, de la expansión constante del universo, originada por una presunta explosión inicial. Tanto es así que la Academia Sueca de Ciencias acordó a Penzias y Wilson, en 1978 el premio Nobel de la Física, con el siguiente considerando: " por cuanto su labor nos ha permitido obtener información sobre los procesos cósmicos que tuvieron lugar mucho tiempo atrás, en el tiempo de la creación del universo ."

Cuando el satélite de la fuerza aérea americana COBE (Cosmic Background Explorer) logró, en 1992, fotografiar dicha radiación a 12.000 millones de años luz y, luego, el telescopio orbitante Hubble , durante ocho años de observación, determinó, con mayor precisión aún, la constante de expansión del universo, solo agregaron respaldos ulteriores a la teoría ya aceptada por todo el mundo del Big Bang.

Desde entonces la mencionada radiación -compuesta por fotones que se separaron del resto de las partículas unos 300.000 años después de la gran explosión- ha sido estudiada con cada vez mayor precisión. Científicos del proyecto Boomerang , esfuerzo conjunto de Italia, Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá en este año 2000 -mientras nuestra clase dirigente se dedica a dialogar con genios como Moyano y el "Perro" Santillán y negociar leyes en el senado-, con el uso de potentísimos detectores instalados a bordo de globos aerostáticos, pudieron apreciar, en esas radiaciones, pequeñísimas variaciones del orden de una diez mil millonésima de grado, obteniendo lo que los científicos denominan un "espectro de potencia", una curva que refleja el brillo relativo de estas fluctuaciones miradas desde diferentes escalas angulares. Bien, son cuestiones complicadas. El que se interese por ellas puede leerlas más en detalle en Internet en el sitio www.physics.ucsb. edu.

La cuestión es que ya establecido que el universo ha tenido origen en el Big Bang, con estas investigaciones se elimina ahora totalmente la posibilidad de que haya masa suficiente en el universo como para que su fuerza de gravedad pueda detener su expansión y hacerlo volver otra vez a su punto de partida. Esta vuelta hubiera producido el llamado Gran Colapso o Big Crunch , del cual hablaban, hace unos años, científicos ateos para postular que el universo no necesitaba de otra cosa que de si mismo, ya que su vida eterna consistía en sucesivas expansiones y compresiones en donde, en eterno retorno, sucedía siempre lo mismo, coincidiendo cada Big Bang con el Big Crunch del ciclo anterior.

El proyecto Boomerang demuestra ya incontrovertiblemente que la expansión del universo no tiene retorno. Cuanto mucho podría llegar, en un lejanísimo futuro, a un punto estacionario en donde, dilatado el espacio casi hasta el vacío, permanecerían en él, muertas, estrellas inmensamente alejadas unas de otras, con su energía ya totalmente consumida, habiendo ya tragado a sus posibles planetas y muchas de ellas transformadas en agujeros negros irradiando la gélida radiación de Hawking .

En el infinitésimo puntito y lugar que ocupa nuestro sistema planetario con su sol ya hace mucho habría desaparecido la vida e incluso la tierra. Dentro de 1.100 millones de años, consumido el 70 por ciento de su masa de hidrógeno, el sol se comprimirá, produciendo temperaturas tales que lo harán explotar en una sola llamarada que llegará a la órbita de Júpiter, tragando en el camino a la mota de polvo de la tierra, con su luna ya hace mucho precipitada sobre nosotros. Vuelta toda esa materia deflagrada a su centro, se convertirá en una enana roja, hasta que ella misma prácticamente desaparezca evaporada en radiaciones.

Ese es pues el futuro ineluctable del universo como lo pintan las conclusiones del proyecto Boomerang.

Claro que esto no cambiará la vida de Moyano ni del perro Santillán. Porque este tipo de acontecimientos cósmicos que afectan la vida del todo, del universo, pueden plantear problemas solo a los que tienen materia gris en la cabeza, en cuanto nos hacen pensar, reflexionar, interrogarnos por el sentido final de la vida.

Alguien se preguntará qué nos importan tampoco a nosotros acontecimientos que sobrevendrán en tiempos en los cuales hará mucho que se habrá desvanecido nuestra memoria.

Pero se da el caso que el hecho de que el universo sea finito, a partir de una fecha datable -hace 12000 o 15000 millones de años- y que avance hacia un fin más o menos predecible, plantea no solo problemas cósmicos y metafísicos sino problemas bien e íntimamente personales.

En la antigüedad, el universo, la naturaleza, detectados en su inmensidad con los pobres medios de percepción inmediata de nuestros sentidos, sin instrumentos, parecía algo inconmovible, estable, en donde todo se repetía cíclicamente en una especie de autosuficiencia que cerraba en si mismos a la naturaleza y a quienes la integraban. Este universo, su materia, su composición fundamental, aparecían como establemente eternos, definitivos, a pesar de que en las regiones sublunares pudiera existir la apariencia de movimiento y de desorden. Pero, a la larga, todo se subsumía -se pensaba- en el orden universal, en el Todo. De tal manera que este universo, esta naturaleza, esta materia, eran considerados como lo único y permanentemente existente y, de esta manera, aun cuando a veces no se utilizara el término, como Dios. Y no tan en la antigüedad, por ejemplo, recientemente, el marxismo, al estimar a la materia universal eterna y fundamento último de todos los seres, en el fondo, aunque en las palabras se considerara ateo, de hecho declaraba Dios a la materia. De y en ella surgían y volvían a subsumirse permanentemente todos los entes individuales, guiados por leyes dialécticas inmutables.

En este tipo de concepciones -tal el hinduísmo, el budismo, los orientales, las doctrinas New Age, las cosmovisiones griegas y romanas - el problema del individuo no tenía importancia: cada ser diferente, incluso el hombre, en sus más o menos efímeras vidas, no eran sino una manifestación fugaz del Todo, al cual tarde o temprano regresaban. Lo importante era ese Todo, ese Brahama, esa Naturaleza, esta Materia. O si se consideraba a los hombres suprema expresión de la materia, su autoconciencia, no lo era cada uno sino la Humanidad como tal -a la manera de Comte o de Marx-, el Hombre con mayúsculas, la historia, el Estado -como en Hegel- en los cuales las partes o las personas no eran sino momentos de su desarrollo. Los problemas individuales, el sacrificio de unos por otros, los sufrimientos, los dolores, las muertes, se justificaban porque formaban parte de la armonía universal, del orden cósmico, se integraban como bellos contrastes en el Todo. El sacrificio de pocos o muchos integraba el gran cuadro sinfónico del Uno absoluto que se desarrollaba manteniendo -en el juego de los contrastes, de las luces y sombras- la belleza de una simetría global.

De allí el fatalismo de los pueblos arrastrados por estas ideologías que subordinan la existencia deleznable del individuo al bien del Todo. ¿Para qué luchar en esta vida si mi destino es volver al Todo o el Todo es lo que importa? Mi existencia, así, solo tiene sentido en cuanto prepara mejores armonías de las partes en el futuro -la sociedad sin clases, o el hombre nuevo, dueño, mediante la técnica, de todos los recursos de la materia y aún de la inmortalidad- o en cuanto esto que soy y alienta mi breve existencia puede resurgir en un estado mejor en alguna reencarnación futura.

Pero, si esto no es así, si -como lo demuestran el COBE, el proyecto Boomerang, las investigaciones de los astrofísicos contemporáneos-, si el mismo Todo universal carece de sentido último; si lo que los antiguos llamaban cosmos, es decir orden, belleza, es en realidad un falso orden que, guiado por la segunda ley de la termodinámica y la expansión indefinida, se encamina al desorden final, al evaporarse de la materia, al cero absoluto, a la dispersión final en un medio azoico definitivo, el problema del absurdo de mi existencia y de los dolores que la acompañan y de la muerte que tarde o temprano la degüella, alcanza, -para el que piensa digo, no para el que su cerebro se dedica a servir solo sus instintos biológicos- alcanza un acuciante urgencia existencial.

Pero ya hace dos mil quinientos años un pueblo excepcional, el hebreo, en un documento único del pensamiento universal llamado el Génesis , había llegado a la conclusión de que el universo no era Dios, no era el absoluto, no era lo único: al contrario, se gastaba, era finito y creatura; y Dios era trascendente, distinto, otro que él. Al mismo tiempo sostenía que esta creación, el cosmos, en medio de precariedades y de luchas, mediante el ser humano iluminado por el pueblo elegido, se encaminaba a un destino que no le era inmanente, natural, sino fruto de la intervención de Dios.

Estas cosas las expresó Israel plásticamente más adelante cuando, para simbolizar la precariedad del universo no divino y la intervención salvadora de Dios, recurrió a imágenes apocalípticas: lo que se creía más consistente del universo lo figuró hecho trizas -luna que cae, estrellas que se precipitan, astros que se conmueven, sol que se apaga- preparando una intervención extracósmica, la del día de Yahvé, que traería la definitiva salvación.

A estas imágenes recurre nuestro evangelio de hoy cuando describe los acontecimientos últimos. Que en realidad no interesa que sean últimos en un lejanísimo punto futuro de la historia, sino que serán muy cercanamente últimos para cada uno de nosotros. La conmoción de los astros simplemente nos habla de la labilidad de la vida natural y, más cercanamente, de la vida humana. "Cuando veáis que suceden todas estas cosas, sabed que el fin está cerca, a la puerta.- dice Jesús; y continúa :- Os aseguro que no pasará esta generación, sin que suceda todo esto". La generación del tiempo de Cristo, ciertamente, pero también la de nuestros abuelos, nuestra propia generación, la generación de nuestros nietos... a todos les sucederán las cosas que anuncia el evangelio de hoy. Porque estos grandes signos cósmicos que resumen el destino del universo todo, resumen también nuestra propia vida, esta vida a la cual quisiéramos aferrarnos a toda costa y en la cual quisiéramos tejer un permanente destino de felicidad y que, sin embargo, aun en medio de los momentos más estables, trae siempre presagios de caducidad. Seres queridos que se mueren, la vejez que acecha, las metas que no se obtienen, las desilusiones que nublan nuestra vida, fracasos que se acumulan en nuestro camino, la pérdida de tantas cosas lindas que hubiéramos querido conservar, las enfermedades, dolores, penas, son como la luna que deja de brillar, el sol que se oscurece, los astros que se conmueven... preanuncios de que la vida tiene un fin, no solo porque tenga un término, sino porque tiene un sentido que va más allá de la duración de este mundo, que, sin esos signos premonitorios, sería demasiado bello como para que pudiéramos apuntar, esperar, a nada distinto a él.

Pero de ninguna manera el evangelio es amenazador, siniestro, que pretenda asustarnos introduciéndonos en un apocalíptico mundo de terror, como hacen ciertas sectas al hablar de los últimos tiempos. Es realista, porque habla de la interinidad de todo aquello a lo que nos prendemos creyéndolo permanente y que de ninguna manera puede dar sentido a nuestra vida. Pero es sobre todo optimista, esperanzador y maravilloso, porque nos habla de Alguien que vendrá, desde más allá de las fronteras de tiempo y de espacio del universo, para traernos la salvación, la vida verdadera. De tal manera que ese día, simbolizado en nuestro evangelio de hoy, no está dominado por el cataclismo universal, sino por la hermosa llegada del Hijo del Hombre cabalgando corcel blanco de "nubes, lleno de poder y de gloria".

Acabando el año litúrgico, la Iglesia, en su liturgia, nos quiere hacer levantar la vista a los horizontes a los cuales apunta la verdadera esperanza. No la de que el país termine de una buena vez de arreglarse, que se acabe la desocupación, que se condone la deuda externa, que se encuentren remedios contra el cáncer y contra el SIDA, que todos tengan su buen pasar y alcancen los bienes del progreso y de la instrucción globalizada; no la de que nuestras familias vivan definitivamente en paz y prosperidad y que no haya desavenencias ni divisiones entre las naciones y los pueblos; no cualquier frágil felicidad que podamos lograr en esta tierra; no cualquier futuro en lejanos planetas de distantes soles y remotas galaxias... sino la Esperanza, de que en nuestras vidas, llamadas necesariamente, tarde o temprano, a la muerte, y en el cosmos, tragado lentamente por el desgaste y la lejanía, si nos aferramos, no al "cielo y la tierra que pasan", sino a las "palabras" del Hijo del Hombre "que no pasarán", intervenga definitivamente la Bondad Divina.

El fin no es un cataclismo, la muerte para el cristiano no es una tumba, es "el más bello de los hijos de los hombres" que viene a buscarnos, a salvarnos de la precariedad de la vida, a rescatarnos del dolor y de la muerte, a llevarnos, montados en la grupa de su caballo blanco, al castillo real de su hermoso reino.

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