Sermones de la epifanía del seÑor

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2001. Ciclo c

EPIFANIA DEL SEÑOR
(GEP 06-01-01)


Lectura del santo Evangelio según san Mateo     2, 1-12
Cuando nació Jesús, en Belén de Judea, bajo el reinado de Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén y preguntaron: «¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo» Al enterarse, el rey Herodes quedó desconcertado y con él toda Jerusalén. Entonces reunió a todos los sumos sacerdotes y a los escribas del pueblo, para preguntarles en qué lugar debía nacer el Mesías. «En Belén de Judea, le respondieron, porque así está escrito por el Profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, ciertamente no eres la menor entre las principales ciudades de Judá, porque de ti surgirá un jefe que será el Pastor de mi pueblo, Israel» Herodes mandó llamar secretamente a los magos y después de averiguar con precisión la fecha en que había aparecido la estrella, los envió a Belén, diciéndoles: «Vayan e infórmense cuidadosamente acerca del niño, y cuando lo hayan encontrado, avísenme para que yo también vaya a rendirle homenaje» Después de oír al rey, ellos partieron. La estrella que habían visto en Oriente los precedía, hasta que se detuvo en el lugar donde estaba el niño. Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría, y al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra. Y como recibieron en sueños la advertencia de no regresar al palacio de Herodes, volvieron a su tierra por otro camino.

SERMÓN

Antes de Galileo y de la difusión de los conocimientos astronómicos, las estrellas, esos brillantes diamantes nocturnos que formaban diversas constelaciones y, en la serenidad nocturna de sus movimientos, parecían escapar a las vicisitudes de esta tierra, asemejaban a seres superiores pertenecientes a un mundo al cual no aquejaban ni los males ni los problemas menudos de esta tierra. Sin embargo, aún allí arriba, se preocupaban o presidían los grandes acontecimientos de aquí abajo. Por eso, muchas veces, como para ayudar a los mortales, señalaban hechos o personajes que serían decisivos en la historia. Todo grande hombre nacía con su estrella, que anunciaba su venida y luego presidía su vida hasta su muerte. Así, por medio de una estrella, había sido augurado el nacer de Alejandro Magno o de Augusto o de Trajano. Muchas veces -sobre todo cuando aparecían en forma de cometas-, eran vaticinio de aciagos sucesos, como el que -según el historiador Josefo-, anunció la caída de Jerusalén. También avisaban la muerte de grandes personajes, de tal manera que -según cuenta Tácito-, cuando apareció uno de esos meteoros durante el reinado de Nerón, éste, para protegerse y que se cumpliera el fatal augurio en otro que no fuera él, mandó matar a unos cuantos personajes importantes de Roma. Virgilio cuenta en la Eneida que fue una estrella la que guió a Eneas hasta el lugar donde Roma había de ser un día fundada.

Nadie podía pues extrañarse, oyendo el evangelio de Mateo, que -amén de otros muchos significados propiamente bíblicos, como la profecía de Balaán que hablaba de la estrella que surgiría en Israel (Nm 24, 17)-, una estrella hubiera aparecido cuando el nacimiento de Jesús. Si la estrella que guió a los magos es un recurso literario del evangelista o una visión interna de aquellos -como ya interpretaba San Juan Crisóstomo -, o una luz real, es algo que siempre se discutió y se discutirá. El astrónomo Kepler quería asociarla a la aparición de una 'supernova', que a veces pueden llegar a ser en el cielo tan brillantes como la luna. Otros astrónomos, a la conjunción -fechada matemáticamente en esos tiempos-, de los planetas Júpiter y Saturno en la constelación de Piscis y que se realiza cada 805 años. También se ha pensado en un cometa, como el Halley, con sus periódicas apariciones.

Que la cosa tenga que ver con la astronomía es plausible, al menos en la mente de Mateo, puesto que el término 'mago', en la literatura de la época, designaba no solo a los embaucadores de feria, sino también, desde la época de Zaratustra, a los sabios mesopotámicos, capaces de calcular con precisión la marcha de los planetas y los astros previendo incluso los eclipses y realizando complicadas operaciones matemáticas. Aunque para muchos eruditos latinos tipo Plinio estos magos orientales eran no tanto astrónomos como astrólogos poco fiables -como los macaneadores de nuestros diarios y revistas y sus datos del día para los diversos signos-, en la imaginería popular pasaban como los grandes sabios de la época, capaces de descifrar con su ciencia aún los secretos del cielo.

Quien, más allá de la base histórica de esta narración, en la cual los detalles precisos no abundan, -por ejemplo ni en cuanto al número ni en cuanto al nombre ni en cuanto a la proveniencia de estos magos-, quien -digo-, quisiera entrar en las intenciones profundas del evangelista, tendría que explorar el lado simbólico del relato.

Hay que tener en cuenta que cuando Mateo escribe, en la segunda mitad del siglo primero, tercera o cuarta generación cristiana, ya es claro que el judaísmo en sus autoridades y principales representantes ha rechazado al Mesías. A pesar de tener las Escrituras y pertenecer al pueblo que Dios ha elegido para manifestarse, los judíos se han cerrado a la definitiva palabra de Dios. Peor aún: persiguen a quienes la aceptan. Eso que vive cruelmente la Iglesia de Mateo se retroyecta al nacimiento mismo de Jesús. Son Herodes, los sumos sacerdotes y los letrados, junto con toda Jerusalén, quienes, en posesión de las sagradas Escrituras, a las cuales han de consultar para responder a los magos, se cierran a la aceptación de Cristo. Más grave todavía: lo perseguirán e intentarán matarlo. A la manera como la misma iglesia de Mateo es llevada por los judíos ante reyes y sinagogas para ser juzgada, condenada y hostigada. Pero el discípulo de Cristo no hace sino seguir el camino del Señor, camino de cruz, ya preanunciado en su mismo nacimiento.

Pero, al mismo tiempo, la iglesia del tiempo de Mateo vive la conversión al cristianismo de multitud de paganos. No cualesquiera, ciertamente, porque también entre ellos la indiferencia, las preocupaciones del mundo, la idolatría de las cosas materiales los encerraban en su error, en las puras realidades caducas de este mundo. Sin embargo, los mejores, los inquietos, los que con su razón se daban cuenta de que el mundo no tenía explicación con los meros conocimientos que podían extraer de las realidades del universo tal cual podían ser estudiadas por el saber del hombre, habían encontrado en la Escritura el camino para llegar a Cristo. Esa misma Escritura que a los judíos los encerraba en su incredulidad, era el camino para que los paganos se encontraran azorados con el Verbo hecho carne. Y así multitud de paganos, respetuosos de la razón, abiertos a Dios, se habían sumado a la fila de los cristianos, mientras otros simplemente los ignoraban y los judíos se obcecaban en su error.

Es lo que siempre ha sostenido la Iglesia. La verdadera ciencia -representada en Mateo por los magos-, en la medida que no se deja encandilar por sus conclusiones ni se abroquela en si misma sin indagar, más allá de las causalidades físicas, el sentido último de las realidades que investiga, su intención primera, su motivo de ser, no solo puede sino debe, abrirse a la búsqueda de una intervención trascendente superior. Y, si es capaz de indagar científicamente también en la historia y sopesar las pretendidas manifestaciones de Dios entre los hombres, no puede sino constatar racionalmente que lo único que tiene visos de seriedad y verosimilitud como palabra divina es el milagro viviente de la sabiduría contenida en las escrituras hebreas, plenificadas por Cristo, y en la realidad magnífica y epifánica de su Iglesia. La razón, la ciencia, si no es frenada por el pecado o la protervia de los hombres, lleva como de la mano, a la manera de la estrella de los magos, al encuentro con el Señor en su santa Iglesia.

Precisamente Epifanía quiere decir manifestación, y la fiesta de reyes es así llamada especialmente porque Mateo describe en este pasaje la triple manifestación de Dios a los hombres: en la naturaleza estudiada por la ciencia, representada por la estrella investigada por los astrónomos de oriente; en la Escritura del pueblo judío, plasmación de una cultura excepcional capaz de hablar casi naturalmente de las relaciones de Dios con el hombre y en la persona de Cristo , palabra definitiva, epifanía plena de Dios, revelada en la figura del niño de Belén.

Que nos obliguemos los cristianos, sobre todos los poseedores de una cierta cultura o que cursan estudios superiores, a descubrir las huellas de Dios presentes en todo lo humano y a establecer un auténtico diálogo de la fe con todos los saberes, mostrando que las verdades cristianas solo pueden construirse sobre la verdad natural y nunca niegan a ésta sino que la asimilan y llevan a plenitud. Todo lo que es verdadero -ya sea en el campo de la física, de la biología, de la psicología, o de cualquier saber que fuere-, es cristiano. Todas las verdades parciales de las ciencias deben integrarse en la verdad católica. Que, al mismo tiempo, sepamos ser escrutadores de la Escritura , para asimilar la cultura con la cual es posible hablar adecuadamente de Dios y entender el mensaje de Cristo. Y que, finalmente, nos encontremos con Él en el rostro visible de la Iglesia , de sus sacramentos, de su presencia amable, vivida en oración y afecto, para poder así, contagiados, ser nosotros mismos -cada uno-, epifanía de Jesús para nuestros hermanos.

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