2002. Ciclo a
EPIFANIA DEL SEÑOR
(GEP 06-01-02)
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 2, 1-12
Cuando nació Jesús, en Belén de Judea, bajo el reinado de Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén y preguntaron: «¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo» Al enterarse, el rey Herodes quedó desconcertado y con él toda Jerusalén. Entonces reunió a todos los sumos sacerdotes y a los escribas del pueblo, para preguntarles en qué lugar debía nacer el Mesías. «En Belén de Judea, le respondieron, porque así está escrito por el Profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, ciertamente no eres la menor entre las principales ciudades de Judá, porque de ti surgirá un jefe que será el Pastor de mi pueblo, Israel» Herodes mandó llamar secretamente a los magos y después de averiguar con precisión la fecha en que había aparecido la estrella, los envió a Belén, diciéndoles: «Vayan e infórmense cuidadosamente acerca del niño, y cuando lo hayan encontrado, avísenme para que yo también vaya a rendirle homenaje» Después de oír al rey, ellos partieron. La estrella que habían visto en Oriente los precedía, hasta que se detuvo en el lugar donde estaba el niño. Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría, y al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra. Y como recibieron en sueños la advertencia de no regresar al palacio de Herodes, volvieron a su tierra por otro camino.
SERMÓN
¡Ojalá pudiéramos, los mayores, revivir el espíritu de niños con el cual esperábamos trepidantes a los Reyes, casi sin poder dormir -o despertándonos antes que de costumbre pero inmóviles en la cama por miedo a que los Magos nos vieran y, tímidos como eran, se escaparan llevándose sus regalos-. No podíamos levantarnos hasta que no se despertaran nuestros papás y nos hicieran ir despacito, todavía en piyama, al living, cerca del pesebre o en la chimenea, donde habíamos dejado nuestros zapatos, agua y pasto para los camellos, junto con la cartita sugerida hábilmente por nuestros padres en la cual describíamos nuestro deseo...
¡Qué decepción cuando por nuestra cuenta -o porque algún grandullón nos lo dijo- descubrimos que no había reyes, ni ratones que dejaran su obsequio a cambio de nuestros dientes de leche, ni, más tarde, papás noeles generosos! Que todo era fruto del trabajo de papá, de la laboriosidad de los nuestros y que, en este mundo, las cosas había que conseguirlas con trabajo, con estudio, con esfuerzos, con sacrificios... (Aquí en la Argentina muchos nunca lo descubrieron: ¡Malhaya el gran demagogo que enseñó a la gente que todo podían y debían esperarlo del Estado, de lo que había que sacar a los ricos para repartirlo entre los pobres! ¡Malahaya los que engañaron a las mayorías con la propaganda de la aparente generosidad de Fundaciones y organizaciones políticas y sindicales que prometían y -cuando había- daban subsidios, pensiones, puestos sin trabajo, viviendas, cajas de PAN... utilizando, por supuesto, para eso, el dinero de los demás y guardándose en el camino gran parte para ellos... Cuando la plata no pudo ser ya compulsivamente robada por medio de leyes e impuestos confiscatorios porque no la había, irresponsablemente se pidió y se pidió prestado afuera, hasta que no quisieron darnos más ... Y llegó el corralito, manotazo rapaz, desesperado y final...
El gran Rey Mago del Estado, recién ahora muchos se dan cuenta -contrariamente a Melchor, Gaspar y Baltasar que, cuando los descubrimos, ya grandecitos, desaparecieron en la nostalgia y nos dejaron recuerdos buenos-, el gran Rey Mago del Estado, se ha transformado, desdichadamente, para los argentinos, en un horrible ogro. Papá Noel se mutó en Drácula. Los simpáticos ratones de nuestros dientes de leche, en ratas.
Claro que nuestro evangelio de hoy está bastante lejos de nuestras leyendas infantiles. Dista mucho de ser un cuento de hadas, ni solo está protagonizado por estos extraños personajes llamados magos, sino por las realidades políticas y religiosas de su época: Herodes, las masas de Jerusalén, los escribas y abogados, los sumos sacerdotes, el sanedrín o senado ... Y ninguno de ellos parece quedar muy bien.
Los reyes magos. Magos si; reyes no. De reyes no habla el evangelio. Y de magos no en nuestro sentido actual de aquel que, con su varita mágica, es capaz, como el genio de Aladino, de atraernos todos los bienes, solucionarnos todos los problemas. Digamos más bien al contrario: fue la ingenua estupidez de los magos la que levantó la perdiz e hizo que Herodes supiera del nacimiento de su posible rival y así causara la muerte de los inocentes y el exilio de Jesús, María y José a Egipto.
Mago es una palabra de origen iranio, ma-ji, de etimología incierta y que los griegos transliteraron magoi que, en épocas remotas, designaba a sacerdotes o hechiceros iranios servidores de diversas religiones. En la famosa inscripción de Bisitún del siglo VI AC, expuesta en el Louvre, se conserva la noticia de una fulminantes victoria de Darío el Grande sobre los maji que se habían rebelado contra él. En época persa se designaba con ese nombre a los sacerdotes de Zoroastro.
Pero ya en el siglo primero antes de Cristo el nombre de magusai , en sirio, se daba a los sabios que en Babilonia practicaban la astrología.
Hay que pensar que, en aquellas épocas, el conocimiento de los astros, aún en su versión astrológica, constituía para la gente no una superstición sin fundamento científico -como hoy lo sabemos-, sino casi el 'non plus ultra' de la sabiduría, incluso de la ciencia, de lo que podía alcanzar el saber humano en el orden de los últimos secretos de la naturaleza. El paso de la astrología a la astronomía, de la alquimia a la química, de la sabiduría leída en viejos textos a la descubierta en la experimentación, se dará recién en épocas modernas, después de Galileo. Por eso es probable que, cuando Mateo introduce a los magos en su relato de la infancia, quiera mostrarnos como, no solamente la fe, la lectura de la Escritura es capaz de llevar al hombre a Cristo, sino también -y de modo especialmente luminoso- la ciencia, el saber humano. De hecho, paradójicamente, los conocedores de la Escritura, los iluminados por la palabra de los profetas, los hombres supuestamente de fe, en nuestro relato, rechazan a Cristo, intentarán matarlo. Son, en cambio, los magos, los científicos, los dedicados a las ciencias humanas quienes lo encuentran -si bien, finalmente, con la ayuda de la Escritura leída por sus profesionales-, y alcanzan a Jesús y se prosternan ante él.
Así como el centurión que se convierte y pide a Jesús la curación de su servidor y aquel otro que lo hace ante su muerte en cruz representan la disciplina y el temple romano, occidente, que se convierte a Cristo -mundo que, en la época de Mateo, se va agregando en masa a la iglesia- así estos magos que vienen del este, representan la sabiduría y la ciencia que, poco a poco, en la labor de los grandes pensadores, irá fermentando en la Iglesia y transformando al conocimiento de Cristo en saber científico, en permanente diálogo con la razón, con la ciencia, no pura estulta credulidad.
La situación histórica que nos dibuja Mateo -a pesar de la leyenda con la cual nosotros hemos adornado los hechos, poniéndoles nombre y número a nuestros magos y haciéndolos reyes- es totalmente verosímil. De embajadas de persas a Roma nos cuenta Suetonio , llamándolos 'magos'. De dones de mirra, incienso y oro con los cuales se homenajeaba a los reyes -para que perfumaran sus palacios y llenaran sus arcas- nos hablan Tácito y Flavio Josefo . Al terror que inspiraban la aparición de cometas y fenómenos celestes, hacen referencia multitud de relatos de la época. El más divertido, a la distancia, el de Nerón . Como se pensaba que la aparición de un cometa era el anuncio fatal de la muerte de un rey o gran personaje y el ascenso de otro, ante la aparición sobre Italia durante varias noches de uno de ellos extraordinariamente luminoso, Nerón, para que no se cumpliera en él el presagio y desviar hacia otros el mal augurio ordenó matar a unos cuantos senadores. Así el vaticinio se había cumplido; pero no en él. El temor, pues, de Herodes tiene perfecto fundamento histórico.
Si nuestra estrella de Belén, más allá de su simbolismo, fue una supernova , un cometa o una conjunción de planetas, es algo que se discute. Kepler , el gran astrónomo alemán descubridor de las órbitas elípticas planetarias, abogó al principio por una supernova, una tremenda explosión estelar. Sabemos que, en algunos casos, estas deflagraciones llegan a ser cientos de millones de veces más luminosas que nuestro sol, por más que a nosotros nos lleguen de lejísimos, hasta el punto, en casos, de ser visibles a pleno día. Lamentablemente en las viejas crónicas no se presentan registros de una nova semejante alrededor de la época del nacimiento de Cristo.
Podría haber sido un cometa. El Halley , por ejemplo -que se acerca a la tierra cada 77 años- en su aparición de los años 10 antes de Cristo. El Padre Lagrange , biblista dominico de enorme fama, cuenta que, estando en Jerusalén en el año 1911, el Halley apareció en el este y fue visible durante unos cuantos días; se hizo invisible un tiempo y volvió a aparecer al oeste días después, marcando un arco sorprendente. Espectáculo maravilloso para él, hombre de fe, porque lo metió -relata emocionado- casi en la misma escenografía de los magos. Pero el año 10 antes de Cristo es una fecha demasiado temprana para identificarlo sin más con la estrella de Mateo.
Por eso Kepler se inclinaba por la conjunción de los planetas Saturno , Júpiter y Marte que se daba -según sus cálculos- cada 805 años y que, seguramente, se había dado en el año 7 antes de Cristo, en tres fases: mayo, junio y septiembre, cada vez que Marte, en su órbita veloz, unía su resplandor a los de Saturno y Júpiter, los más lentos de nuestros planetas, que, durante todo ese lapso, se veían juntos pero que, cuando unían sus luces a las de Marte, parecía que surgía y se apagaba durante un tiempo un nuevo esplendoroso astro.
Sea lo que fuere de estas coincidencias y sus asociaciones astrológicas -sobre las cuales se ha escrito al infinito-, Mateo parece recordar el hecho para unirlo a reminiscencias bíblicas. La profecía de Balaam: " de Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel "; o la columna de fuego que, en el Éxodo, guía al pueblo hacia la tierra prometida; o la profecía de Isaías de nuestra primera lectura: "¡ Levántate, Jerusalén, resplandece, porque llega tu luz y la gloria del Señor brilla sobre ti ! Más toda la simbólica de la luz que nos trae el Nuevo Testamento, como, por ejemplo, el cántico de Simeón: Cristo " luz para iluminar a los gentiles y gloria de su pueblo Israel ."
"Epifanía" se llama a nuestra fiesta de hoy: del griego epifáneia , manifestación. Dios que se manifiesta a los magos representando a los paganos, primero mediante la estrella, luego por la Escritura que les explican los judíos, finalmente en el mismísimo sol que se acuna en los brazos de la Virgen.
Dios que se manifiesta umbrátilmente en la naturaleza -interpretaba San Basilio y, luego, San Agustín- , en la armonía y belleza del mundo, de los astros, de los amaneceres, de los arcos iris, de las mariposas, de las aves... Dios que se revela, más explícitamente aún, en la luz de la Escritura, en la historia de Israel. Dios que se hace manifestación plena, epifanía de Iglesia y de fe, en Cristo Jesús. Hasta el día venturoso en que, frente a él, en epifanía gloriosa, refulgencia infinita, se nos manifieste cara a cara, en el cielo, en nuestra condición totalmente transformada de hijos de Dios.
Los magos representan, pues, la ciencia, el saber humano, la razón que indaga y que, si quiere realmente saber, finalmente ha de encontrarse con la luminosidad de la fe. El esfuerzo sincero del hombre de hallar la explicación de las cosas, de los fenómenos, de los secretos de la materia, de la vida y del cosmos que, últimamente, conduce, a cualquier mente abierta, a la convicción de la existencia de Dios, al encuentro con Jesús. La verdadera ciencia -microscopios, telescopios, observaciones, cálculos, ordenadores- desemboca necesariamente en la fe. Es la ignorancia, no el saber, no la ciencia auténtica, lo que nos aleja de Dios; en todo caso el saber que no va acompañado de humildad y, por eso, no es verdadero saber. El sabio genuino, el investigador serio, siempre es humilde frente a la maravilla de las realidades que estudia, de las matemáticas y la armonía que rigen el acontecer de la energía y la materia, de los átomos y de los genes y de las estrellas. Claro que el verdadero científico no es el que lee Muy interesante o los manuales del colegio secundario o el que cree saber porque lo ha leído en Selecciones o visto en el Discóvery Channel . El sabio estricto sabe muy bien que el conocer exige esfuerzo, estudio, tesón, tiempo... Y que las cosas son bastante más complicadas y misteriosas que lo que nos simplifican los charlatanes. Solo el que habiendo visto la estrella se pone en camino y busca y busca -no el que se prende a sus seguridades efímeras, a verdades de segunda mano- puede llegar a la Iglesia y a la Escritura, y allí, a pesar de todas las fallas de los hombres de Iglesia, hallar la verdadera luz, el mensaje de Cristo.
Y ya se sabe: desde ese encuentro gozoso, donde depositará exultante a los pies de Jesús todo su oro, su incienso y su mirra, tendrá que evitar, no estará a gusto, con los sanedrines, políticos, escribas, Herodes, falsos profetas, periodistas y señores de este mundo. Habrá de volver, como los magos, a lo suyo, a su tierra, "por otro camino".
Habremos, pues, perdido a los reyes magos de la leyenda. Allá quedaron en nuestra niñez, en la infancia definitivamente vejada de la Argentina. En adultez cristiana recuperemos la verdadera fe, apuntemos al verdadero norte: en trabajo, en esfuerzo, en combate, mirando las estrellas de luz que Dios constantemente nos envía en el duro encuentro con la realidad, con el consuelo de su presencia y su palabra, en la esperanza de cielo.