1972. Ciclo a
EPIFANIA DEL SEÑOR
(GEP 06-01-72)
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 2, 1-12
Cuando nació Jesús, en Belén de Judea, bajo el reinado de Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén y preguntaron: «¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo» Al enterarse, el rey Herodes quedó desconcertado y con él toda Jerusalén. Entonces reunió a todos los sumos sacerdotes y a los escribas del pueblo, para preguntarles en qué lugar debía nacer el Mesías. «En Belén de Judea, le respondieron, porque así está escrito por el Profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, ciertamente no eres la menor entre las principales ciudades de Judá, porque de ti surgirá un jefe que será el Pastor de mi pueblo, Israel» Herodes mandó llamar secretamente a los magos y después de averiguar con precisión la fecha en que había aparecido la estrella, los envió a Belén, diciéndoles: «Vayan e infórmense cuidadosamente acerca del niño, y cuando lo hayan encontrado, avísenme para que yo también vaya a rendirle homenaje» Después de oír al rey, ellos partieron. La estrella que habían visto en Oriente los precedía, hasta que se detuvo en el lugar donde estaba el niño. Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría, y al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra. Y como recibieron en sueños la advertencia de no regresar al palacio de Herodes, volvieron a su tierra por otro camino.
SERMÓN
Si visitan ustedes una biblioteca de cierta importancia, por ejemplo la de teología en el Seminario de Villa Devoto, donde se preparan los futuros sacerdotes bonaerenses, verán que cuenta no solo con ejemplares en idiomas modernos, sino con una enorme cantidad de libros escritos en latín, en griego, en hebreo y hasta en sirio. Libros llenos de sabiduría, de belleza intelectual y literaria, de pensamientos nobles y profundos, de reflexión y sapiencia. Un tesoro de inteligencia acumulado a través de siglos por hombres dedicados a meditar las cosas del espíritu, indagar sobre la realidad del hombre y de Dios, gustar las maravillas de la Revelación.
Lamentablemente ese tesoro, poco a poco, se va alejando cada vez más del alcance de los que entran a dicha biblioteca. No porque se muevan los estantes y los anaqueles, sino porque nos va faltando la llave, la combinación de éste: el conocimiento del latín –o del hebreo, del griego o del sirio- que cada vez menos son los que los entienden.
Cuando ningún seminarista sepa ya latín, todos esos volúmenes se convertirán en papel inútil, llenos de garabatos incomprensibles. Abriremos sus páginas y solo veremos trazos de tinta negra, pero no seremos capaces de descubrir su sentido. El tesoro, aunque los libros estén allí, se habrá perdido.
Recuerdo que, no hace mucho, visitando a un seminarista, noté, de lejos, que tenía la cama rota y, para sostenerla, utilizaba unos extraños ladrillos. Cuando me acerqué, vi que lo que parecían ladrillos eran cuatro tomos de una antigua y estupenda edición latina de la Suma teológica de Santo Tomás de Aquino .
¡Claro, un libro escrito en latín incomprensible -en chino-, qué mejor servicio puede prestar que el de ladrillo, o leña, o papel higiénico!
o mismo sucede con el idioma hablado: una hermosa poesía de Hölderlin o Goethe , para quien no sepa alemán, es una serie de ruidos desagradables. Una cosa es el sonido que golpea nuestro tímpano y percibe nuestro oído, otra el sentido, el significado que capta nuestra inteligencia. Una cosa es el dibujo de la letra que perciben nuestros ojos, otra el significado que en esos dibujos descubre nuestra mente. Si no conocemos la clave, el idioma, el signo y el sonido quedan en ruido y garabato.
En estos días he recibido tres o cuatro tarjetas navideñas impresas, de amigos sacerdotes que conocí en Polonia. Los conservo por el gesto de aprecio que suponen, pero, para mí, son misivas mudas, porque de polaco no entiendo una palabra.
Cierto que, al fin y al cabo, no saber polaco, o latín, o griego o sirio, no interesa demasiado para las cosas comunes de la vida. Con tal que sepa hablar y leer argentino y me entienda con los que me rodean y pueda leer los diarios de mi país, es suficiente. Sin embargo, hay un libro y un lenguaje importantísimo que pareciera que el hombre moderno cada vez es menos capaz de entender.
Un libro enorme de letras mudas que ya no le dicen nada –porque ignora como leerlas-: el libro de la naturaleza y de las cosas, escrito por Dios para nosotros.
Dios nos ha redactado la estupenda carta de la creación y nadie parece apto para leer su mensaje. Nos habla constantemente en las pequeñas cosas que nos pasan y las circunstancias que nos rodean y los menudos acontecimientos de nuestras vidas, una misiva tras otra, y somos ciegos para leer en ellas lo que nuestro Dios quiere decirnos.
El hombre contemporáneo ya no ve más detrás de la naturaleza creada la presencia del Creador, es incapaz de amar a Dios en la belleza de una flor, adorarlo en la majestuosa imponencia de una montaña, agradecerle en la brisa que refresca el ardor del verano, abrazarlo a través del silencio plateado de una noche llena de estrellas.
Tampoco sabe descubrir el idioma de su presencia en nuestras vidas a través de los sucesos, a veces dolorosos con los cuales nos enfrentamos. Si aumentan los precios, todos sabemos que es culpa de la inflación, del caos administrativo, de la carencia de una política económica. A nadie se le ocurre pensar que pueda ser también un modo que, a lo mejor, tiene el Señor, de decirnos que vivamos más la austeridad evangélica, controlemos nuestras excesivas comodidades y ambicionemos las cosas celestiales.
Si nos aqueja la enfermedad, bien sabemos atribuirla a diversas clases de bacilos y bacterias, o a la incompetencia del médico. A nadie se le ocurre leer en ella un llamado de Dios a la reflexión, al uso probo de la vida, quizá a la Cruz.
Nos va mal en el examen y sabemos por qué: tuvimos mala suerte, el profesor nos tiró a matar. No se nos ocurre escuchar en el fracaso un pedido de Dios hacia la humildad o hacia un mejor aprovechamiento de nuestros talentos.
En el lugar de los reyes magos hubiéramos enfocado la estrella con nuestros telescopios, medido su densidad, calculado su trayectoria y distancia y anotado todo cuidadosamente en un papel. Ellos, además, leyeron su significado más profundo, la siguieron y encontraron a Jesús.
Nos quedamos con la realidad bruta del libro: su peso, su tamaño. Nos sirve de ladrillo o leña o papel; podemos mirar con lupa las letras, la tipografía, la cola usada para encuadernarlo; pero ya no tenemos capacidad para leer su mensaje, su sentido. Y así la realidad de nuestras vidas se torna banal, mediocre, superficial, chata, carente de misterio y profundidad.
Porque toda la creación, todo lo que sucede es un gran mensaje de Dios a los hombres. Un Dios que quiere hablarnos, hacerse nuestro amigo, comunicarse, como se comunica el novio a la novia en una carta, la madre al hijo en un gesto de cariño, el autor a su público en una novela o en un ensayo. El mundo, las cosas, los acontecimientos, son palabra de Dios, de un Padre bueno que nos ama pero que ya no sabemos entender.
Pero porque tempranamente el hombre, extraviado, se hizo ignorante y perdió el lenguaje de la naturaleza, se hizo ciego para el libro de Dios y sordo para sus llamados, Dios buscó la manera de que su presencia no pasara inadvertida. Y, entonces, no le bastó escribir el libro del universo y de la tierra, ni enviarnos cartas o misivas mediante sus profetas: se presentó Él mismo, personalmente. No mensajero, sino visita. No telegrama, sino presencia. No a través de sus obras sino El mismo. No por medio de palabras, sino mediante de un niño en los brazos de una virgen.
Eso quiere decir la palabra ‘epifanía': ‘manifestación'. Dios que se manifiesta visiblemente en Jesús y nos habla, nos enseña, el lenguaje perdido de las cosas, nos traduce los libros y misivas incomprendidos por nuestra ignorancia, nos descifra el sentido misterioso del mensaje del viejo testamento, nos propone en su Imagen, en su Hijo, el sublime destino y significado de nuestra existencia de hombres y cristianos.