Sermones de la santísima virgen maría

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

LA ASUNCIÓN DE SANTA MARÍA VIRGEN  
(GEP 15/08/71)

 

Lc. 1,39-56  

        Entre los siglos II y III de nuestra cristiana era, aparece, en Alejandría, un estupendo teólogo, Orígenes , hijo del mártir Leónidas y profundo conocedor de la filosofía griega. Fue uno de los primeros pensadores cristianos que trataron de traducir la revelación de Cristo a categorías científicas, utilizando un lenguaje técnico y preciso. No siempre le fue bien, pues si la teología le debe muchos hallazgos y estupendas explicaciones también incurrió en diversos y graves errores que debieron ser condenados oportunamente –después de su muerte- por la Iglesia, en el concilio Constantinopolitano II, en el 553, bajo el Papa Vigilio .

Su extravío más conocido fue el de mutilarse a si mismo, interpretando demasiado al pie de la letra el consejo del Señor de hacerse voluntariamente eunucos por el Reino de los cielos. Pero no fue ese su error más peligroso ya que en ello no tuvo demasiados imitadores. Los hubo otros y graves en el terreno más importante de la doctrina.

Uno de ellos era su teoría de que los hombres no eran sino ángeles castigados por alguna culpa anterior a esta terrena vida a vivir atados y sumergidos en un cuerpo mortal. Espíritu puro que, a causa de su delito, debía vivir arrastrando la miseria de la materia, hasta que, mediante la ascesis y la muerte, pudiera, liberándose de ese lastre, volver nuevamente al mundo de lo espiritual.

En el fondo Orígenes no hacía sino transponer al cristianismo doctrinas platónicas. También para Platón vivir en el cuerpo era una maldición para el espíritu. Jugando con el sonido de las palabras griegas decía: “ to soma, to sema ”, “el cuerpo, la tumba”: el cuerpo es la tumba del alma. El hombre –afirmaba Platón- para ser verdaderamente hombre debe despreciar y superar al cuerpo, elevándose a la sutil y pura atmósfera de lo inmaterial. “El alma –sostenía- gravada y atraída hacia abajo por el cuerpo debe elevarse hacia arriba, con las alas del espíritu, allí donde habita el linaje de los dioses. Ahí, fuera del contacto con lo material, alcanzará su plenitud y su verdadera hombría.”

Algo parecido pero más radical enseñaba Manes , muerto en el 276, el fundador persa del maniqueísmo. Existen dos dioses –sostenía- el Dios del bien y el dios del mal. El del bien ha creado el espíritu y la luz. El dios del mal, la materia y las tinieblas. Como Manes era heredero de herejías gnósticas cristianas identificaba al dios del mal, con el Demonio. El hombre es pues –según él- una mezcla de bien y de mal, de luz y tinieblas, de espíritu y materia que se combaten entre sí. A la manera como el diablo combate constantemente a Dios.

Y crean que estas doctrinas no son solo curiosidades históricas. Una y otra vez han intentado infectar al cristianismo. Son hijas de ellas las concepciones de los cátaros, los albigenses, los jansenistas, los protestantes -sobre todo en su rama puritana-, los racionalistas. El mismo San Agustín , antes de convertirse al cristianismo había sido maniqueo.

Y aún hoy hallamos muchos cristianos que, sin saberlo, están influidos por restos de ideas maniqueas y platónicas. Excesivo desprecio de lo corporal. Miedo enfermizo a lo sexual. Falta de espontaneidad en las manifestaciones del sentimiento. La vergüenza, por ejemplo, de llorar en público, de ser sentimental, el temor a las manifestaciones externas de ternura, cierta sequedad y formalismo en las relaciones de familia.

Es verdad que actualmente es más frecuente el exceso contrario. El imperio del sentimiento sobre la razón y lo espiritual. Sin embargo, es bueno que sepamos que ningún extremo es católico y que el cristianismo ha sabido siempre mantenerse en admirable equilibrio, alejándose de toda exageración.

Nada pues más distante de la doctrina de la Iglesia que el horror al cuerpo y a la materia. Nada menos cristiano que el amor platónico y que el maniqueísmo.

El hombre no es su alma –afirman vigorosamente San Agustín y Santo Tomás - es la unidad plena y substancial de espíritu y materia, de alma y de cuerpo.

El cuerpo –y por ende el mundo y el universo material- lejos de ser malos, son la única posibilidad que tiene el alma de vivir con plenitud. Sin sus ojos para ver, sus oídos para escuchar, su boca para hablar, el alma permanecería ciega, sorda y muda; en la ignorancia de las tinieblas y en el desierto de la soledad. Sin sus brazos para ayudar al prójimo, sin sus piernas para caminar y arrodillarse, sin sus manos para acariciar y su boca para sonreír, el alma, estéril, no podría amar, ni merecer, ni orar.

No somos ángeles, somos hombre – a mucha honra- el cuerpo es nuestro compañero inseparable, constitutivo imprescindible de nuestro ser humano. Como sule decirse: “No ‘tenemos' cuerpo, ‘somos' cuerpo”.

Más aún, si todo el universo material -las estrellas y los planetas, las galaxias y las nebulosas, las montañas y los mares, los animales y las plantas- son buenos –porque todo lo creado por Dios es bueno- el cuerpo humano es, de todo ello, la obra material más perfecta que haya salido de sus manos creadoras. Es el culmen y el ápice del universo corpóreo. En el cuerpo humano se resumen, sublimadas, todas las potencialidades del cosmos. Por eso decían los antiguos que, si todo el universo era el ‘macrocosmos', el hombre es el ‘microcosmos' que lo resume.

De allí el profundo respeto de la Iglesia por el cuerpo; de allí las exigencias cristianas de su correcto uso; de allí los sacramentos –que no son más que lo espiritual que se transmite a través de lo corporal-; de allí la dignidad sagrada del matrimonio y sus exigencia morales; de allí el culto a las imágenes, la valoración del arte sagrado.

De allí, sobre todo, el misterio estupendo de la Encarnación. Dios que no considera indigno asumir al hombre. El Verbo que no teme ser engendrado en el seno de una madre virgen.

Pero quizá el dogma que más de luz sobre la naturaleza corporal del hombres es el de la ‘resurrección de los muertos'. Cristo no ha prometido la eternidad al alma, si no al hombre. Y, por eso, aún en el cielo, decía alguna teología con cierto dejo dualista, las almas de los muertos esperan ansiosas la resurrección. La vida definitiva no será angélica ni espiritual, sino plenamente humana: alma y cuerpo, mundo y estrellas, valles y ríos.

Y esa vida, esa resurrección ya ha sido iniciada en nuestra cabeza. Cristo ha resucitado y vive para siempre en su cuerpo triunfante. Un día, los que le hemos seguido en esta tierra, nos uniremos, cuerpo y alma, definitivamente con Él.

Y ya hay alguien, ser humano como nosotros, que comparte esa vida. Porque en esta tierra supo compartir su cruz y su muerte plenamente desde el sí de la Anunciación. María. Como intenta explicar la proclamación piana del dogma de la Asunción, Ella, sin pecado, no podía sufrir el desgarrón de la separación de su alma y de su cuerpo.

Fue ascendida al Cielo y, desde allí, no en el susurrar apagado del espíritu ni en la insensibilidad fría de las entelequias, sino en la radiante sonrisa de sus labios de carne y en el latido cálido de su corazón de madre, a la vez que vela por nosotros, es la más estupenda promesa de nuestra futura, plena y humana felicidad.

“Bendita tu entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre”.

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