Sermones de la santísima virgen maría

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1973
LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
Lc 1, 26-38

Hay actos que son cardinales en la vida de los hombres. Y otros que apenas tienen importancia. ¿Quién lo duda? De los primeros es de los cuales nos acordamos cuanto tenemos que resumir el hilo de nuestra propia vida; no de los segundos. Ya nos hemos olvidado de la corbata que elegimos para ponernos un día cualquiera de hace dos o tres años o de la cara del empleado que nos atendió hace tres meses en aquella tienda de paso o en una oficina. Nos hemos olvidado de nuestros movimientos del día 22 o 23 de Agosto –¡qué se yo! - al menos que haya sido una jornada especialmente memorable.
Pero sabemos cuál es la profesión –no la corbata- que hemos elegido; nos acordaremos siempre del médico que nos atendió en aquella difícil ocasión; del día en que conocimos a nuestra novia; de aquel accidente.

Lo mismo en la historia: nadie recuerda, en la vida de César, las calendas de Febrero, pero si los idus de Marzo. Ni de todas las veces que cruzó el Tíber, pero si de esa vez que cruzó el Rubicón. Se conservan y exponen las actas de la declaración de la independencia, pero no los recibos de lavandería de los congresistas. Festejamos el 9 de Julio y no sabemos demasiado lo que pasó el 7.

Por supuesto ¿quién duda que estos acontecimientos marcaron fuertemente la dirección de la historia y de nuestras propias vidas? Instantes densos, bifurcaciones de camino, momentos decisivos. Trises en los cuales necesitamos todas nuestras fuerzas y lucidez para no equivocarnos, puesto que jugamos en ellos a lo mejor toda la vida: ‘cruzo o no cruzo el Rubicón’, ‘elijo esta carrera o aquella’, ‘acepto esa propuesta o no’, ‘compro o no compro’, ‘vendo o no vendo’, ‘me caso o no me caso’, ‘entro al seminario o no’. Y una u otra respuesta cambian mi vida.
Y ¡cuántas decisiones apresuradas, elecciones equivocadas, caminos errados! Después nos damos cuenta: ‘¡si yo hubiera sabido!’ ‘¡Si no hubiera estado tan ciego!’ ‘¡Tan apasionado!’ ‘¡Cómo no me di cuenta!’
¡Cómo lamentamos no haber tenido la libertad perfecta de elegir previendo palmariamente lo que había de suceder, sin la oscuridad de nuestras pasiones irracionales, sin coacciones de ninguna especie!
Y más cuando, de nuestras decisiones, no solo depende nuestra propia vida sino la de aquellos que están a nuestro cargo. ¡Qué angustias pasa un padre de familia frente a una elección importante en la marcha de sus cosas cuando debe pensar no solo en si mismo sino también en su mujer, en sus hijos! ¡Qué responsabilidad la de un dirigente de empresa cuando debe decidir y en ello va el futuro de sus dependientes! O la de un general en la batalla: un solo error y toda la táctica se viene abajo y un montón de soldados muertos y heridos. ¡Ah las angustias de un superior, un gobernante, un presidente en circunstancias cruciales cuando debe escoger una u otra vía! Sí ¡cuánto quisiera para él lucidez, ¡cuánto pedimos nosotros que no esté equivocado, cegado por las pasiones, mal aconsejado!
Y cuánto más graves y decisivas las decisiones más quisiéramos gozar de perfecta libertad y clarividencia.

Hubo una decisión, empero, que fue crucial para toda la humanidad. De esa elección dependía todo el futuro de los hombres: el temporal y el terno. De ese ‘sí’ o de ese ‘no’ pendía nada menos el que Dios se hiciera hombre y muriera por nosotros o nos abandonara a nuestro extravío en la miseria del destierro.
Porque, vean, Dios no fuerza a los hombres. Les ha concedido como don natural supremo el libre albedrío, lo ha hecho dueño de su destino, le ha dado la dignidad de construir, con su propio esfuerzo, su nombre definitivo. Y, por eso, tampoco podía imponer la encarnación, la redención. Era necesario que lo sobrenatural ingresara en lo natural mediante el acto natural más señero surgido de las fuerzas del cosmos: la libertad. Y en nuestro caso de un acto de libertad personal y único para el cual se desplegaron desde el inicio de la creación todas las fuerzas de la naturaleza.
Y así como tantas guerras, tantos cambios sociales, tantas cosas buenas y malas para todos, han dependido de la voluntad de un solo hombre. –piénsese en la marcha de la historia sin la decisión de un Alejandro Magno, un Lutero, un Enrique VIII, un Saavedra, un Lenin, un Castro, un Lanusse, ¡qué distinto hubiera sito todo! -, así también Dios ha querido dejar librado a la decisión de un solo ser humano la aceptación o no del gran don de la Encarnación.
Pero no podía abandonar esa elección en manos de cualquiera: de un timorato, o de un apasionado, o de un ignorante. Esa elección decisiva debía ser realizada por alguien que fuera totalmente lúcido, debía ser efectuada por alguien desprovisto de la más mínima inclinación torcida que turbara la libertad de su opción, alguien sin miedo, sin la más leve traza de egoísmo, sin vanagloria, sin soberbia, sin envidias ni celos, sin baratos sentimentalismos, sin ambiciones terrenas. Todas cosas que añublan nuestras mentes y nuestro querer y nos hacen elegir tantas veces mal.
No: no podía Dios permitir que la resolución más transcendente de la historia estuviera en manos de cualquiera y, por eso, para bien de todos, su Providencia buscó y creó un tipo perfecto de ser humano, la criatura más extraordinaria que haya salido de sus manos: María de Nazaret. Y a ella confió el papel más protagónico que jamás ser humano haya desempeñado ni desempeñará en este mundo. De su ‘sí’ o de su ‘no’ hizo depender su bajada a este mundo y nuestra subida al cielo. Y de ese su ‘si’ provienen sin excepción todas las gracias que se conceden a todos los hombres ¡y a todos los ángeles! Por ese ‘si’ pasa la mediación de todas las gracias de la Virgen María.


William Adolphe Bouguereau, La Madonna de los lirios, 1899

Y eso es la Inmaculada Concepción que hoy festejamos: la generación de esa criatura plena y perfectamente libre –ni la más mínima huella en ella de esclavitud de pecado- de cuya opción iba a depender el destino eterno de todos los hombres y el mismo fin de la creación.
Inmaculada Concepción que la libró de toda oscuridad de la mente, de toda obcecación de oscuras tendencias, de todo temor o traba al ejercicio de su libertad. Ella era clarividente respecto de lo que le iba a pasar, la cruz terrible que debería llevar en la carne de su hijo, las horas de angustia del calvario. Su soledad y su lucidez anticipó el Gólgota y la hizo vivir crucificada treinta años. Pero para eso Dios había preparado su alma inmune de pecado, sin egoísmos, sin pavores ni pasiones. Y ella, doncella frágil, niña débil, alma y carne sensibles como ninguna, dijo ‘sí’ –pudiendo haber dicho ‘no’. No estaba obligada a hacerlo.
Y por eso la Inmaculada Concepción no es un privilegio de María al cual debamos mirar con sola admiración y quizá envidia -¡quien va a envidiar que su rey o presidente o jefe de empresa sea inteligente, decidido, hábil, prudente! ¿qué más queremos? - No: no fue solo un privilegio sino una dolorosa y tremenda responsabilidad, sobrenaturales talentos crucificantes que le fueron dados para nuestro bien, para nuestra felicidad, para nuestra salvación-
Y por eso hoy, María, Señora Inmaculada, madre nuestra, madre de Dios, en esta tu fiesta te decimos, gracias ¡mil veces gracias!, por haber dicho que sí.

[También pediremos a María por este pequeño, Sergio, que hoy, como tantos otros en muchas parroquias de Buenos Aires y del mundo, recibirá por primera vez el Cuerpo de Jesús bajo los velos eucarísticos. Que este misterio al cual hoy se acerca con ingenuidad de niño y con la fe apenas iluminada por las verdades elementales del catecismo, vaya siendo, progresivamente, cada vez mejor entendido y vivido. Y, bajo los cuidados maternales de María, después de una vida verdaderamente cristiana, alimentada y acrecida por el viático de Jesús, se abra un día, en la eternidad, a la plena inteligencia de la Visión.]

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