Sermones de la santísima virgen maría

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

SOLEMNIDAD DE MADRE ADMIRABLE 
Lc 1,26-38   (GEP 20/10/01)

Sermón

Que la Iglesia ha sido siempre una gran madre y ha sabido llevar adelante la vida de sus hijos con sabiduría y prudencia, lejos de ser la desagradable madrastra moralista tal cual muchos la imaginan, lo muestran sus dos mil años de historia, llena, sí, de testimonios de santidad incomparable, de figuras ascéticas, de conductas heroicas, de martirios sublimes... pero también de pobres pecadores, de cristianos humanos ¡ay! demasiado humanos, de arrepentimientos y perdones, de extravíos y reencuentros... Sería mucho más extenso hacer una historia de los pecados de los cristianos –quizá algo monótonos y repetidos- y de los cristianos pecadores, que de los verdaderamente justos, pero eso no obsta a la santidad de la Iglesia que, gracias a los méritos de Cristo, de la santísima Virgen y de los santos, abunda en gracias suficientes también para curar y soportar nuestros pecados, los de los que ponemos nuestra esperanza de salvación no en nuestros pobres méritos, sino en la soberana y materna misericordia de Dios.

Por eso hoy quisiera empezar por una historia de pecado y a la vez de ternura de Dios y de nuestra madre la Iglesia, que puede acercarnos a esta nuestra doble fiesta de Madre Admirable y del día de la madre.

Que la cercanía de Dios siempre crea bondad y santidad, nadie lo duda; pero también es muy cierto que, en la teología tradicional, el concepto de bondad es cercanísimo al de belleza. El “ vio Dios que era bueno ”, muletilla que repite el Génesis tras cada una de sus obras creadoras -‘ tob ' en hebreo- puede traducirse perfectamente como y ‘ vio Dios que era bello '. La palabra ‘tob' significando en ese idioma sagrado ambas realidades. ‘Santo', ‘bueno' y ‘bello' son conceptos que se solicitan mutuamente. En Dios, como todos sus atributos, belleza y bondad se identifican.

Lo cual no hace extraño que allí donde observamos verdadera belleza, no podremos dejar de descubrir, tarde o temprano, la semilla de la bondad. Y, más aún, de una manera u otra, la presencia de Dios. Esa belleza inmarcesible de las madres buenas que incluso va creciendo con la edad: “cuando más pasan los años, cuanto más arrugada empequeñece, más bella la veo” “... più bella la vedo ”, decía de su madre Giovanni Pascoli (1855-1912). No es extraño, pues, que el mundo del verdadero arte sea un ámbito en donde siempre florezca la bondad y, finalmente, el encuentro con Dios.

Y no es extraño tampoco que el lenguaje del resentimiento, de la envidia, de la ira, de la calumnia, siempre tenga ese algo de violento, de satánico, que, aún pretendiendo ser arte, lo transforma en feo. Piénsese en la prosa repelente de Émile Zola o en los dibujos y carteles de propaganda de las izquierdas... Siempre me asombró la capacidad del comunismo, tanto en la arquitectura como en su arte comprometido, de excretar sordidez.

Fra Filippo Lippi nació en el 1406 en Florencia y, habiendo quedado huérfano desde muy pequeño, fue acogido por los monjes carmelitas de Santa Maria del Carmine. A los quince años hizo, pues, lo que le pareció natural: pronunció sus votos como carmelita. En ese tiempo trabajaba, en la capilla del convento, el pintor Masaccio . Viendo el interés del juvenil religioso le transmitió su arte. Filippo inmediatamente mostró

admirables aptitudes de artista. Muchas más de las que tenía para ser monje. En 1432 no pudo más y dejó el convento dedicándose a viajar y visitar diversas escuelas de pintura. Volvió a Florencia en el 37 dedicándose a la pintura, protegido por la familia Médici. Es allí donde pinta su célebre “ La coronación de la Virgen ”, que influida por Fra Angélico, marcó un hito en la pintura florentina por su claridad de composición y la unidad temática conferida a los distintos paneles. Mientras tanto, no carmelita, aunque todavía sacerdote y, a su manera, piadoso, su vida se hizo cada vez más agitada. Sus aventuras culminaron en 1456 cuando hizo huir del convento de Santa Margarita de Prato a una joven novicia, Lucrezia Buti , que había entrado en el claustro más o menos como él, pequeña y abandonada huérfana.

La historia terminó bien, porque por fin Filippo había encontrado a la mujer de su vida y el bueno del Papa Pío II , que de bondad, belleza y pecados sabía bastante, terminó por dispensarles de los votos para que pudieran casarse como Dios manda. Fra Filippo Lippi seguirá pintando escenas religiosas toda su vida. Sus “ Anunciación” , “ Los siete Santos” , “ Adoración de los magos” , son bien famosos. Pero nunca sus santos y sus vírgenes son estirados, severos: siempre tienen cara de felices, de contentos. Hay en ellos como un brillo –la palabra ‘gracia' tiene como raíz semántica precisamente eso: ‘brillo', ‘alegría' - que surge de su interior. Traducción a los pinceles de ese mismo brillo que Filippo Lippi había descubierto en la capacidad de perdón de su madre la Iglesia, en la maternidad de Dios encarnada en la de la Santísima Virgen, a la cual dentro y fuera del convento guardó siempre profunda devoción.

Los regordetes y simpáticos niños Jesús moviéndose en el regazo de María siempre llevan el mismo rostro: el de su hijo Filippino . También Lippi hijo fue pintor como su padre. Cuando éste, decorando el coro de la catedral de Spoleto con escenas sobre la vida de la Virgen, muere en octubre del 69, Filippino queda huérfano. Pero ya la experiencia de sus padres en los conventos había sido suficiente: fue recogido y educado por el generoso Botticelli , discípulo de Lippi padre. También la obra de Filippino muestra la tendencia a la felicidad de Lippi –basta mencionar su Tobías y el ángel -, aunque ensombrecida por el sentido de fragilidad humana de Botticelli.

  Pero Fra Filippo Lippi fue contemporáneo de otro extraordinario pintor, en el cual también el camino de la gracia y la cercanía con Dios llevaron a la belleza, al arte: Guidolino di Pietro , conocido como Fra Giovanni di Fiésole , nombre que adoptó al tomar el hábito de santo Domingo, pero definitivamente bautizado por la posteridad como fra Angélico o el Beato Angélico , apodo que se le da pese a que la iglesia nunca le concedió oficialmente el título.

Poco sabemos de sus datos biográficos y si entró de grande o de chico en el convento. Todos lo consideraron siempre un excelente religioso, todo lo contrario del pícaro de Filippo Lippi. Quizá sea por ello, como todas las vidas serenas y ordenadas, que su biografía no haya despertado el interés de los biógrafos y noticieros de la época.

Enseñado a pintar por el monje camaldulense Lorenzo Monaco la obra de Angélico también brilla de alegría, pero quizá de una alegría más serena y, hasta yo diría, más honda, más candorosa. En el ‘ Juicio final' , obra con la cual culmina su labor en el convento de San Marco de Florencia, los santos y los salvados reflejan un contento y felicidad incontenibles. Pero Fra Angélico se toma en serio la posibilidad del hombre de frustrar su vida en la condenación, si no se arrepiente a tiempo de sus pecados y vanamente se confía a una misericordia divina que de por si es incapaz de violentar la libertad del hombre impenitente. Más vale no detenerse demasiado en las caras frías y espantosas -que también sabe dibujar su pincel- de los condenados.

De todos modos el beato Angélico, en ese museo que son las celdas de su convento florentino, se hubiera sorprendido de las colas de visitantes actuales que se turnan para ingresar en él y ver su obra. El no pintaba por encargo ni por dinero como al fin y al cabo lo hacía Filippo Lippi y lo hacen los artistas que, aún con vocación, pretenden, con todo derecho, vivir de su arte. Fra Angélico pintaba solamente para Dios y su santísima Madre, a quienes amaba tiernamente, y para inundar de ese amor, plasmado en luces y colores plenos de paz y de dulzura, a sus hermanos dominicos. Se nota. Frente a los cuadros de Lippi se suscitan sentimientos estéticos, de elogio, de fascinación... Frente a los de Angélico, actitudes de paz, de serena devoción, de contagiosa belleza, que es lo mismo que decir de contagiosa divina bondad...

Algo parecido sucede con nuestro cuadro de Madre Admirable. Fresco, como todos Vds. saben, elaborado en Roma, Trinità dei Monti, por una novicia vandeana de la congregación del Sagrado Corazón, Pauline Perdreau . También ella, como Fra Angélico, con talentos naturales, apenas iniciada en la pintura por un maestro casi desconocido, no tuvo el propósito expreso de hacer arte. Solo quiso reflejar su amor a María –y a su propia madre: por eso la Virgen está vestida con las ropas rústicas de las mujeres de su aldea natal- y ayudar a sus hermanas monjas a hacerla presente en la misma actitud de oración y labor con que ellas mismas se reunían, en ese lugar del claustro donde está la pintura, durante los tiempos de recreo.

Los críticos de arte podrán determinar o no los valores técnicos de la obra, su juego de luces, su perspectiva... Nosotros -aún en la reproducción al óleo que tenemos en la entrada, realizada también por una religiosa- solo podemos hablar del sentimiento devoto que nos produce cada vez que entramos en nuestro templo de Madre Admirable. Su actitud digna y al mismo tiempo sonriente, acogedora, con su costurero abierto, su libro, el huso de hilar... símbolos de femenina labor... Nos impacta y atrapa ese ámbito de luz que la circunda, el templo de Jerusalén, que al mismo tiempo que nos habla de divina Presencia, se eclipsa frente al verdadero templo de Dios que es Ella misma.

Pero sobre todo el cuadro nos admira porque, de pronto, vemos que no estamos frente a él como los visitantes de un museo, como los adoradores de una imagen... De repente nos damos cuenta de que nosotros mismos nos integramos a la escena. Desde sus ojos semiabiertos, a primera vista soñadores, asoma como una mirada que se encuentra con la nuestra; desde sus labios una sonrisa de materna comprensión; desde su regazo un calor que nos llama a la confianza, al descanso... No es la María de las grandes peregrinaciones, de las multitudes, de los pañuelos al viento, de las curaciones prodigiosas, de los ex votos... Es la madre amable y admirable que nos atrae suavemente a su intimidad, a su enseñanza, a su serenidad, a su consuelo...

Fra Angélico, monje humilde y cumplidor, se hubiera sentido bien a sus anchas con ella... Fra Filippo Lippi también, aunque de otra manera... El uno hubiera encontrado aliento y escuela de paz. El otro, perdón y ánimo. En la misma sonrisa, en los mismos ojos, en idéntico regazo... Y sabemos que ambos artistas, que tanta belleza legaron al mundo, se encontraron, aunque por diversos caminos, con Ella, la artista perfecta, la que supo dar al mundo el maravilloso ícono de Dios, la imagen de la misma belleza, su hijo Jesús.

Toda madre ha de poseer algo de ese arte. Tener hijos es mucho más que engendrarlos de la biología, en la espontánea ingeniería genética de la natural fertilidad. Ha de ser verdadera obra de arte, que es lo mismo que decir obra de amor, aprendida en el juego sincero y sano de los verdaderos amores de familia, vivificada por la palabra de Jesús, por la gracia y por su sublime modo de amor.

No hay otra escuela de madres que esa. No vale la pena leer libros, tratados de maternidad, psicología del bebe, del niño y del adolescente... Si hay una semilla preciosa que en el ser humano no necesita el cultivo de doctores y psicopedagogos es la del impuso maternal que, como marca de nacimiento, lleva adentro suyo el corazón de toda mujer. Basta que no lo deformemos con ideologías, con porquerías televisivas, con innecesarios controles de natalidad, con inflación de la pareja, con extenuantes y a veces corruptores trabajos fuera del hogar... para que, regada en gracia y evangelio, florezca en los pinceles, atriles y paletas llenas de colores del arte supremo de la maternidad.

Madre Admirable, como a Fra Filippo Lippi y Filippino, como a Fra Angélico, como a Paulina Perdreau, guíe nuestras manos torpes, ordene nuestros pensamientos complicados, mitigue nuestras angustias, háganos olvidar nuestros pecados, serene nuestros ánimos, nos llene de brillo y de colores, para que, a su imagen, sepamos ser artistas, todos, de verdadera belleza, de auténtica bondad, de humana y cristiana santidad.

Menú