Sermones de la santísima virgen maría

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

SOLEMNIDAD DE MADRE ADMIRABLE 
Lc 1,26-38   (GEP 1996)

Sermón

'Admirable', significa 'digno o digna de admiración'. Y admiración es un sustantivo que deriva de una raíz griega que quiere decir: "brillo que atrae", "resplandor que llama la atención". Se admira el que se pregunta con asombro sobre algo. Y generalmente nos asombra, nos llama la atención lo extraordinario, lo sorprendente, lo excepcional. De hecho la palabra milagro, miráculum, en latín, viene del mismo verbo, 'admirar'. El milagro es precisamente y casi por antonomasia 'lo extraordinario que llama la atención'. En realidad eso es lo único que pretende hacer el milagro: no arreglar mágicamente nada, sino llamar la atención del hombre para que levante su vista hacia Dios.

Pero si el hombre supiera mirar, no necesitaría del milagro ni de las cosas extraordinarias para admirarse, ¡en tantas cosas ordinarias tendríamos que vivir el asombro, la admiración !: el orden del mundo, la aparición de una rosa, el germinar de una semilla, la sonrisa de un niño, el despertarse a la mañana y estar vivos... Y, aún en lo conseguido por el hombre: el que en un disquito de doce centímetros de diámetro se contenga una sinfonía de Mozart o Mahler ; el que moviendo una perilla se inunde de luz mi habitación ; el que abriendo una canilla salga agua... Si despertaran nuestros tatarabuelos y vieran esto ¡que sorprendidos estarían ! Y sin embargo nosotros, acostumbrados, perdemos la frescura y el agradecimiento, a todo nos habituamos, todo nos parece normal, ordinario, obligado, gris... Como el cuidador del museo del Louvre, que rutinariamente pasa todas las madrugadas la aspirador por las largas galerías llenas de obras de arte, y ya ni las mira...

Ha de irrumpir lo novedoso, lo extraordinario, lo inhabitual, para llamar nuestra desgastada atención... O, peor, la pérdida de lo que tenemos para que, entonces si, brille con su ausencia... Corte de luz, corte de agua, la sonrisa del niño que desaparece, el ser amado -que rutinaria, cansinamente trataba y apenas buscaba ni hablaba- y que de pronto un día ya no está más...

El hombre verdaderamente vivaz e inteligente es como el poeta o el pintor que sabe mirar la realidad perpetuamente con asombro, sacando de ella sus bellezas siempre presentes y que nuestros ojos miopes, familiarizados, ya no saben mirar... El marido que todos los días descubre de nuevo la belleza de su mujer, aunque ella ya tenga sesenta, setenta años; la madre que no deja de mirar con asombro el bebe que tiene a su lado y ha llevado nueve meses dentro de si, aunque ya sea un grandulón ; el que se levanta a la mañana y lo primero que hace es, admirado del don del nuevo día y del desafío de la vida, alabar en oración a Dios...

Madre Admirable... ¡Qué elocuente que llamemos madre Admirable precisamente a María, de cuya vida apenas sabemos nada y que lo más probable es que nada extraordinario, nada llamativo, nada brillante, visto de afuera, haya sucedido para ninguno de los que la rodeaban...

La piedad cristiana ha querido alabar en ella a la mujer más bella del mundo ¿pero qué sabemos de eso cuando, a pesar de que alguna leyenda ha hablado del retrato que le pintó San Lucas, no tenemos ni idea de su aspecto? -Quizá ello ha sido providencial, porque así ha podido ser figurada blanca por los europeos, morena por los africanos, de ojos almendrados por los orientales, india por los americanos...- ¿Quien dudará de qué Dios habrá elegido para su hijo la madre más hermosa?, pero ¡vaya a saber cuál será su criterio de belleza femenina, o el de los judíos de su época! No seguramente el de mis universo, ni el de las pasarelas...

En todo caso María es sorprendente y admirable no tanto en la exterioridad de sus acciones ni de su porte, sino en el abismo de belleza que descubre en su interior la mirada de la fe... Esa interioridad de mujer que, cuando desplegada en amor materno, hace de cualquier madre, para su hijo, la mujer más bella del mundo, pero que en María se potenció a lo supremo, ya que ella debía no solo engendrar como hombre a Dios, sino que debía transformarse en madre espiritual de todos los cristianos.

Y eso no lo hizo desde las primeras planas de los diarios, ni desde un sillón de primera ministra, ni desde la pantalla de la televisión, ni desde el asiento de un instituto de belleza, ni desde la dirección de una gran empresa o un diario, sino desde el común denominador de una mujer de su época y de su clase, en el cumplimiento usual de sus deberes cotidianos... Hasta la Iglesia -hombres ciegos que la formamos- la ha ido descubriendo poco a poco y, desde el primitivo evangelio de Marcos, que apenas la menciona, alcanza dimensión teológica recién en los evangelios de Lucas y de Juan; y aún los grandes dogmas marianos han sido proclamados en los últimos ciento cincuenta años. ¡Tanto hemos tardado en asombrarnos, en admirarnos, de nuestra admirable Madre! Porque toda la grandeza de María -como la de todo verdadero ser humano- no está en la brillantez de sus actuaciones exteriores, ni de sus posesiones, ni de su ratting, ni de su look, ni de sus puestos, sino en la envergadura y densidad de su mundo interior, en la grandeza de su alma....

María es la prueba más palpable de que la perfección humana -que depende de lo de adentro- puede ser hallada en cualquier circunstancia, en cualquier condición social o económica, en cualquier cultura....

Porque alabar a la santísima Virgen en sus tareas domésticas y yendo a buscar el agua a la fuente de su aldea y barrer su patio con una escoba de ramas no significa de ningún modo canonizar una determinada manera de vivir la femineidad tal cual lo imponían los esquemas de su época.

Es sabido la condición inferior de la mujer respecto al varón en la sociedad judía de su tiempo; también su falta de instrucción, excepto la encaminada a realizar las tareas del hogar, y su conocimiento parcial de las Escrituras... Es verdad que las condiciones de la mujer en Nazaret, en Galilea, una región lejos de la influencia de la ortodoxia judía, podían estar modificadas por la mayor libertad que se daba a la mujer en las provincias manejadas más directamente por los romanos, y más sabiendo del cosmopolitismo que existía en la cercanísima ciudad de Séforis , a cuatro kilómetros de Nazaret, capital de la Galilea romana, donde se asegura que José trabajó y probablemente murió durante el levantamiento de Judas el Galileo.

Aún así, en la antigüedad, las condiciones de la mujer en general, hasta el advenimiento del cristianismo, eran, respecto a las del varón, de una desigualdad flagrante. Buscar en las imposiciones sociológicas que debió vivir María como judía de su tiempo un ideal inmutable para la mujer sería una anacronismo insoportable. María es ejemplar de lo femenino no en aquello que como mujer le impusieron las costumbres de su entorno, sino en aquello que tiene de permanentemente humano y sobrenatural: en su entrega total y confiada -cualquier cosa que hacía- a la voluntad de Dios, "que se cumpla en mi lo que dices"; en su pobreza y a la vez generosidad, simbolizadas en su estado virgen, como apuntando a un amor divino y humano que en casos extremos es capaz también de prescindir de lo biológico y de toda afirmación de sí ; y, especialmente, en su condición de madre. Que, eso si, nadie lo podrá discutir, es privilegio exclusivo de la mujer. Puede que cualquier papel reservado por las culturas a los varones sea capaz de asumirlo la mujer; y también al revés... lo que es indiscutiblemente propio e intransferible de la mujer es su papel de madre.

Que es probable lleguen tiempos en que no solo la fecundación sino la gestación pueda darse 'in vitro', en incubadoras artificiales, puede ser -y Dios sabe lo que esto supondrá en el avance de la técnica sobre lo humano- pero ello jamás quitará que la mujer como mujer está fisiológica y psicológicamente formada principalmente para ser madre... Aún las mujeres que por muchas razones -algunas buenas, otras malas- no han podido o han renunciado a ser madres en el físico sentido de este título, solo pueden realizar auténticamente su femineidad en cuanto vuelcan su carisma materno en todo lo que hacen. Contrariamente a lo que muchos piensan la femineidad se define mucho más fuertemente respecto a los hijos en lo materno, que respecto al varón en lo conyugal. Perversa artimaña del machismo: mediante alguna escuela psicológica o sexológica, degradar a la mujer a hacer de mera pareja, y, mediante modistos de dudoso sexo y pornógrafos degenerados, hacerla objeto de consumo del varón. No : antes que nada madre, aunque no tenga hijos... -y hasta aún algo madre de su marido-.

Porque la condición de madre es mucho más una cuestión de sensibilidad y espíritu, que de útero y matriz, y hay mujeres sin hijos de su vientre, que son más madres que algunas que lo son por el solo hecho de haberlos dado a luz.

La maternidad no es el accidente biológico que me deja embarazada, sino la recepción querida y el abrigo del don de la vida. El padre da como el que arroja afuera; la mujer da, siempre allegando, recibiendo, abrazando adentro suyo, en su seno, en su corazón. El padre alienta, empuja, apunta el norte y da el ejemplo; la madre modela, protege, da cobijo, ternura, refugio y calor. El padre es exigencia, mandato, orden; la madre es alimento, perdón, consuelo, comprensión. El padre es el defensor que sale a batallar brioso en los instantes de peligro ¡y de gloria !; la madre la fortaleza sólida y constante que, si a veces afloja en las cosas pequeñas, siempre es roca firme cuando las cosas realmente van mal. Es en el amor de la madre, de la mujer, como crece en ternura, en cariño, en delicadeza, tanto la torpeza a veces violenta del hijo varón que debe transformarse en libertad viril, como la histeria de la hija fémina que habrá de transformarse en señora y en dama.

María es la señora, la madre, la dama por excelencia, porque ella modeló en cariño y en amparo el alma humana de Jesús y, antes de engendrarlo en su cuerpo lo recibió consciente, en la plena conciencia de la iluminación del ángel, en su mente y en su corazón. Su maternidad responsable no consistió en ningún cálculo, sino en decir sí, 'que se cumpla en mi lo que dices', sin medir las consecuencias, al pedido de albergarse adentro suyo que le hacía el propio Hijo de Dios.

Si en la fuerza de Jesús frente a quienes lo perseguían, en su soportar el cansancio del camino y el agobio del trabajo, en el empuje de su palabra de profeta y de maestro, y en su ira contra los fariseos y los comerciantes del templo podemos reconocer los rasgos viriles que en su carácter imprimió José; en su compasión frente a miserables y pecadores, en su mirar la belleza de las flores y el vuelo de los pájaros, en su recoger con su bendición la mirada inocente de los niños y sobre todo en su final aceptación de la cruz, podemos reconocer los rasgos de su madre.

Madre Admirable, le decimos a María en las letanías lauretanas, porque ella es el paradigma de todas las madres, porque, siendo nosotros hijos en su Hijo, se ha hecho madre de nosotros como renacidos a la nueva humanidad. Ella llevó en su corazón la solicitud de todas las madres. Ella no tuvo parto sin dolor: en el dolor crucificado de su Hijo, ella de pie junto a la cruz, sufrió los dolores del nacimiento de todos los hijos; hijos de nuestras madres si, pero también porque hijos de Dios, hijos de María.

Madre Admirable, Tú que, en nuestra devoción, eres figurada antes de ser madre, sentada, trabajando y estudiando en el templo, preparándote para ser madre, hoy en tu día, Patrona de nuestra parroquia, te decimos que te necesitamos como madre... ¡Tiempos difíciles para ser cristianos ! Hacemos lo que podemos ; no necesitamos retos, necesitamos comprensión, consuelo, cariño de madre, admirarnos siempre de que, a pesar de nuestra pobreza, de nuestros pecados, quieres lo mismo seguir siendo nuestra madre...

Madre Admirable, danos todas esas cosas lindas que aprendiste de Dios y que fueron la fuerza que te mantuvo de pie junto a la cruz; danos transformar también todas nuestras obligaciones y tareas, humildes o importantes que sean, en signos de amor a Dios; da a las madres el poder ser verdaderamente madres a tu admirable imagen; danos a tus hijos e hijas, Madre Admirable, el parecernos cada vez más a Jesús, nuestro hermano mayor.

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