Sermones de la santísima virgen maría

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1972. Ciclo C

1° Enero 1972
(GEP, 01-01-72)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas     2, 16-21
Los pastores fueron rápidamente y encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este niño, y todos los que los escuchaban quedaron admirados de lo que decían los pastores. Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón. Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían recibido. Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al niño y se le puso el nombre de Jesús, nombre que le había sido dado por el Ángel antes de su concepción.

SERMÓN

La tierra, ese minúsculo grano de arena sideral perdido en la agobiante inmensidad del cosmos, acaba hoy de dar una vuelta más alrededor de su pequeño astro madre, el sol. Viaje idéntico de 365 días que viene repitiendo tenazmente desde quién sabe cuántos millones y millones de años y que, ahora, vuelve a recomenzar, quién sabe hasta cuándo.

Pequeña creatura el hombre, si lo medimos en centímetros o lo pesamos en gramos y lo cotejamos con el alucinante espacio de los astrónomos y los años luz y el tonelaje de las supernovas y estrellas gigantes. Pequeño y deleznable cuerpo el suyo; insignificante cantidad de materia organizada incapaz de mantenerse en vida más de cien años en un universo que cuenta su tiempo en millones de siglos.

Pero el hombre no es ‘pequeño', porque su grandeza no se mide solo en centímetros y minutos y años, en él hay algo que trasciende y supera el tiempo y el espacio, y el volar del reloj y el almanaque: su inteligencia, su capacidad de amor, su personalidad, su espíritu, su razón. El ser humano no es solamente lo que pesa la balanza de la farmacia, ni el tiempo que separa su acta de nacimiento del acta de defunción, ni lo que descubre en sus entrañas el bisturí del médico, ni lo que capta de él la máquina fotográfica. Es mucho más que ello, interior que no se mide y no se pesa, que piensa y ama, reflexiona y comprende, pregunta y responde. El hombre no es solo materia que fluye, es también espíritu, alma que permanece y, por eso, a pesar de que su cuerpo sea como una aguja perdida en el pajar de las estrellas y planetas y su tiempo como un instante efímero en el interminable sucederse astral, es señor del universo, rey de la creación, destinatario exclusivo de las riquezas del cosmos.

Si, en tanto cuerpo, el hombre está sujeto a un pequeño lugar, invisible a más de diez kilómetros de distancia, porque pensante y amante, es capaz de dominar todo el universo, entenderlo, ubicarse en él y comprenderlo –“el alma es de alguna manera todas las cosas”, decía Aristóteles-. Si, en cuanto cuerpo, el ser humano se encuentra dominado por el vaivén de sus pasiones y la inconsistencia veleta de sus afectos, en tanto espíritu, es capaz de comprometerse para siempre y amar indisolublemente. Si el hombre, como ser corporal, está sujeto al vaivén de la materia, al riesgo de la prisión o de la enfermedad, a la maceta que cae del balcón; en cuanto espíritu, será libre aun entre barrotes o en su cama de enfermo y pasible de inmortalidad aun en la corrupción de su ser corpóreo.

El hombre, ven, es una curiosa síntesis, unidad, de materia y espíritu, sentidos e inteligencia, pasión y amor, tiempo y perennidad. Por su cuerpo es materia, sentidos, pasión, tiempo. Por su alma, espíritu, inteligencia, amor, deseo de eternidad.

Arrancando hoy la último hoja del almanaque, a la hora en que salten los tapones de las botellas, toquen las sirenas y los vasos hagan' chin-chin', habremos marcado simplemente el momento del fin de otra etapa de la historia de la materia y de los cuerpos. Nos habremos hecho un año más viejos o más adultos; las fotografías se habrán vuelto un poco más amarillas; las plantas de nuestro balcón o nuestro jardín habrán florecido una vez más; habremos terminado de pagar las cuotas de nuestro departamento o comenzado a pagar las de nuestro auto; estaremos ya a punto de ingresar en el jardín de infantes o de recibirnos en la facultad o de jubilarnos del trabajo; habrá nacido algún hijo, sobrino o nieto y muerto algún pariente. Y todos, jóvenes o viejos, bebes o adultos, estaremos un poquito más cerca de la muerte.

Por ser cuerpo –cuerpo material, animal- el hombre es prisionero del tiempo; por eso nace, se desarrolla, alcanza la plenitud, caduca y muere. El cuerpo encierra inexorablemente la vida humana en el breve lapso de sus capacidades orgánicas. Si el hombre fuera solo cuerpo estaría aherrojado en el tiempo entre su nacimiento y su muerte, viviendo el instante fugaz del presente con un pasado que apenas sostiene su memoria y un futuro incierto que aprehende su esperanza.

Y por eso el tiempo implacable parece burlarse del hombre y de la historia, transforma en polvo las ambiciones más grandiosas, reduce a polvorientos libros de historia las acciones más heroicas, deja atrás indiferente los momentos que creíamos más supremos, sepulta en el olvido el orgullo de las civilizaciones.

Pero el hombre no es solo cuerpo. El cuerpo no es nada más que la condición de su existir espiritual. El tiempo no es nada más que el esbozo de su apetito de eternidad. El cuerpo y el tiempo, con su posibilidad de cambio y su repartición de instantes, no es nada más que la ocasión que Dios ha dado al hombre para crearse libremente para la sempiternidad.

En nuestras manos pone Dios el tiempo como un campo que hay que arar y sembrar. El tiempo es el pentagrama donde debemos escribir la sinfonía de nuestras vidas para el concierto que daremos en la eternidad. El lapso largo o breve que nuestro cuerpo se mantenga vivo es la ocasión irretornable e irrepetible para construir a aquel yo que habrá de vivir, ya irreformable, para siempre. Cada segundo que transcurre va a depositarse en nuestra cuenta, como un ladrillo o un agujero, en el proyecto de nuestro ser definitivo.

En una novela de Graham Green , un sacerdote a punto de morir se confiesa con un amigo y se lamenta temiendo por su eternidad. El cura amigo le contesta instándole a confiar en la misericordia y el amor de Dios. El moribundo calla, pero dice finalmente: “ No dudo de la misericordia de Dios y creo que me admitirá en el cielo y perdonará mis pecados. Pero ¿quién llenará todos los minutos vacíos de mi vida, los instantes perdidos, los talentos desaprovechados? ¿Te das cuenta: girar alrededor de Dios por toda la eternidad con el peso de mi vacuidad y el sello perpetuo de la mediocridad en mi frente?”

Termina nuestro año 71; oportunidad que ya hemos usado o desperdiciado, pero que no tendremos nunca más. Examinemos unos instantes sus frutos: no solamente cuánto dinero hemos ganado, ni cuántos puntos de promedio acumulado, ni éxitos alcanzados, ni aplausos o aprobaciones obtenidas. No si hemos estado sanos o enfermos, ni si hemos tenido buena o mala suerte. Preguntémonos más bien cuántas semillas de eternidad hemos plantado, cuánto amor dado a nuestros semejantes, cuántos minutos de encuentro con Dios, cuántas horas de convivencia verdaderamente humana con nuestra mujer, con nuestros hijos, cuanto sufrimiento ofrendado al Señor, cuánta santidad.

Porque si solo logramos recordar, mirando atrás, sueldos, cine, televisión, exámenes, trabajo, bailes, rezongos, es probable que hayamos perdido nuestro tiempo.

Jesús y María nos ayuden a aprovechar bien la nueva oportunidad del año que hoy comienza.

Menú