Sermones de la santísima virgen maría

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1992. Ciclo C

SOLEMNIDAD DE santa María Madre de Dios
(GEP, 01-01-92)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas     2, 16-21
Los pastores fueron rápidamente y encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este niño, y todos los que los escuchaban quedaron admirados de lo que decían los pastores. Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón. Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían recibido. Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al niño y se le puso el nombre de Jesús, nombre que le había sido dado por el Ángel antes de su concepción.

SERMÓN

           Una de las tantas consecuencias de la reciente guerra del golfo ha sido la virtual desaparición de una de las más antiguas cristianda­des del globo: la de los cristianos caldeos. Habiendo subsistido en medio de la barbarie musulmana por más de 1300 años, ultimamente fué perseguida por Saddam Hussein, que cerró la prestigiosa universidad católica caldea de Al-Hikma y la famosa Escuela de altos estudios de Bagdad, antendida por jesuitas, y que eran los dos únicos lugares de todo Irak donde se podían hacer en serio estudios terciarios. También había tenido a mal traer a la comunidad la guerra endémica del Kurdis­tan, donde residía la mayor parte de los católicos caldeos y la san­grienta guerra con Irán. El golpe de gracia lo dieron los bombardeos aliados que curiosamente tuvieron la mala puntería suficiente como para destruir el ochenta por ciento de los milenarios templos cristia­nos del Irak, dejando en cambio intactas a las mezquitas.

     En realidad no se trataba de una comunidad especialmente nume­rosa: unos pocos cientos de miles de cristianos de alto nivel cultural dispersos entre 13 millones de habitantes musulmanes más de la mitad de ellos analfabetos. Disponían, antes de la guerra de 18 obispos de confesión católica, liderados por el Patriarca de Babilonia de los Caldeos, Rafael I Bidawid, con residencia en Bagdad.

     En realidad, estrictamente, el patriarcado caldeo se formó en el siglo XVI, cuando varios obispos de la iglesia nestoriana aceptaron los decretos del concilio de Efeso y reconocieron la autoridad papal. Pero conservaron todos los ritos y tradiciones admisibles de su anti­gua prosapia nestoriana. En realidad estos cristianos eran los últimos representantes de los verdaderos dueños de esas tierras, arrebatas bestialmente a la cristiandad persa en el año 641 por la devastadora invasión del Islam.

     El cristianismo se había instalado muy tempranamente, desde fines del siglo I, en esa región de la antigua Mesopotamia y había logrado fundar hacia el siglo cuarto sólidas comunidades. Pero es allí cuando un desdichado episodio aleja por largo tiempo a dichos cristianos de la comunión plena con Roma y es en el tiempo en que, perseguido el nestorianismo en el imperio romano, se refugia en Persia y es acogido benévolamente por Bársumas, obispo de Nisibi. Allí prosperaron, crea­ron una iglesia independiente, separándose de Antioquía y estableciendo su sede en Seleucia-Ctesifonte, en donde su patriarca recibió el título de katholicós, que aún conservan sus sucesores. Llegaron in­cluso a la India donde se hallaban los cristanos de Santo Tomás, de los cuales aún en nuestros días subsisten unos 500.000, gracias a Dios unidos a Roma.

     Pero ¿qué era el nestorianismo? Se trata de una de las grandes herejías de los primeros siglos del cristianismo. Su gran propagador fué un tal Nestorio, monje antioqueno de gran piedad y notable elo­cuencia que, por estas cualidades, había sido finalmente elevado como patriarca a la sede de Constantinopla, la nueva capital del Imperio Romano.

     Eran épocas en donde todavía la Iglesia no tenía claros muchos de sus dogmas, por lo cual cosas que hoy nos parecen totalmente inadmisibles en aquellos tiempos todavía se discutían. Pues bien, Nestorio, tratando de defender la perfecta humanidad de Cristo y su plena her­mandad con los hombres, combatía a aquellos que a su juicio lo trans­formaban en un ser totalmente alejado de nosotros insistiendo tanto en su divinidad que desdibujaban su pleno ser de hombre. Algo de eso, por ejemplo, había hecho no hacía mucho tiempo un tal Apolinar, que afirmaba que Jesús no tenía alma humana sino que el Verbo hacía las veces de ésta; cosa que, por supuesto, había sido condenada por la Iglesia. U otros que afirmaban que, en realidad, de las dos naturalezas de Jesús, la humana y la divina, se había formado por mixión o por absor­ción una sola naturaleza, lo cual más tarde se transformó en la here­jía monofisita (de mono que en griego quiere decir una y fisis que quiere decir naturaleza).

     Pues bien, contrariamente a ello, Nestorio quería defender -cosa en lo que hacía muy bien- la calidad plenamente humana de Jesús. Pero en lo que no hizo bien fué en cómo la defendió.

     Afirmaba que, antes que nada, Cristo es perfectamente hombre, como cualquiera de nosotros y, en cuanto a lo divino, había que decir solamente que en él residía el Verbo, la segunda persona de la Trinidad; que habitaba en él como en un templo. Cristo hombre y el Verbo serían entonces de hecho dos sujetos y en todo caso formarían una uni­dad no de tipo metafísico sino de tipo moral, algo así como el Rey y su Embajador.

     En realidad, mientras estas doctrinas eran discutidas a nivel académico no despertaron demasiadas reacciones. Pero la cuestión esta­lló cuando en una Iglesia de Constantinopla, en un sermón, a un pres­bítero, discípulo de Nestorio, se le ocurrió decir que por lo tanto la Santísima Virgen María no era la verdadera madre de Dios, no era la zeotokos -la "Dei genetrix", la "Deipara"- sino solo madre del hombre Jesús, del hombre Cristo.

     Y eso sí que los fieles no podían tolerarlo, aún sin entender de­masiado de que se trataba, porque precisamente el adjetivo zeotokos era uno de los títulos marianos más queridos desde hacía dos siglos a la piedad popular. Si Nestorio se hubiera metido solo con Jesús a lo mejor lo hubieran dejado pasar, pero tocar a la Madre de Dios eso era algo que el pueblo cristiano no pudo de ningún modo soportar. De tal manera que en tumulto se dirigieron al patriarcado para exigir al Arzobispo que corrigiera al predicador. Cuando Nestorio con evasivas in­tentó defenderlo, tuvieron que venir las tropas imperiales a dispersar al pueblo enfurecido.

     Nestorio escribió al papa en el 429 enviandole todos sus escritos y homilías para que él las juzgara y el papa, en un sínodo en Roma, las encontró heréticas. Al mismo tiempo, el patriarca de Alejandría, Cirilo, luego declarado santo, enterado de estas doctrinas las atacó vigorosamente. El asunto es que, como para la gente no solo se trataba de un problema cristológico es decir de teología sobre Cristo sino que se trataba de la santísima Virgen, los bochinches, movimientos popula­res y luchas callejeras amenazaban la tranquilidad y estabilidad pública.

     Tanto que, finalmente, el emperador Teodosio II insistió para que se convocara un concilio, que fué el tercer concilio ecuménico y se reunió en Éfeso en el año 431, presidido por Cirilo de Alejandría.

     El lugar no podía se más apto porque, según la tradición, era allí en esa ciudad del Asia Menor, cerca de Mileto y Halicarnaso, donde había pasado sus últimos años y muerto la Santísima Virgen Ma­ría, en compañía de Juan. Todavía hoy puede visitarse allí el supuesto lugar de su dormición, debajo de una modesta iglesia bizantina apenas salvada de la depredación turca.

     El concilio terminó aprobando en su primera sesión un escrito de San Cirilo que, entre otras cosas decía: "Porque no es que primero naciera de la santa Virgen un hombre corriente y después descendiera so­bre él el Verbo. Lo que decimos es que unido desde el seno materno (a la naturaleza humana), se sometió a un nacimiento carnal, como quiera que hacía suyo el nacimiento de su propia carne..." "Por eso no duda­ron los santos Padres en llamar madre de Dios (theotókon) a la santa Virgen, no porque la naturaleza del Verbo o su divinidad tomaran de la santa Virgen el principio de su ser, sino porque de ella se formó aquel sagrado cuerpo animado de un alma racional y al que se unió per­sonalmente el Logos que se dice engendrado según la carne"

     Como algunos partidarios de Nestorio, de buena fé, pensaron que estas fórmulas podía propiciar el monofisismo, es decir la confusión de las naturalezas humana y divina de Jesús, años después llegaron a aceptar una fórmula que también aprobó Cirilo y que decía así: "Confesamos, por consiguiente, a nuestro Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, perfecto Dios y perfecto hombre con alma racional y cuerpo, nacido del Padre, según la divinidad, antes de todos los siglos y de María la Virgen, según la humanidad, en los últimos tiempos, por noso­tros y por nuestra salvación; consubstancial al Padre por razón de su divinidad y consustancial a nosotros por razón de la humanidad. Porque se hizo la unión de dos naturalezas. Por esto confesamos un solo Cristo, un solo Hijo, un solo Señor. Por esta noción de la unión sin confusión confesamos a la santa Virgen por madre de Dios (theotokon), porque Dios-Verbo se encarnó y se hizo hombre y unió a si mismo desde el instante de su concepción el templo que había tomado de ella"

     El asunto es que, una vez conocidas las resoluciones del Concilio de Efeso, llamado desde entonces el "Concilio de María", la sentencia fué recibida por el pueblo con un entusiasmo delirante. Cuentan las crónicas que fué una de las alagarabías más extraordinarias y alegres que se hayan dado nunca en los anales del imperio. La gente de Efeso acudió radiante de júbilo a la iglesia de Santa María y acompañó a los Padres del concilio a la salida de ella, aclamándolos por toda la ciudad. (Más o menos como las masas de gente que se reunen hoy cuando termina alguna conferencia episcopal. En fin, eran otros tiempos. Y otros obispos.)  Las fiestas se sucedieron en todas las iglesias de la cristiandad. El Papa mandó construir por entonces en honor a María Ma­dre de Dios, en Roma, la basílica de Santa María Mayor, uno de los mo­numentos más extraordinarios y bellos del mundo, con sus mosaicos del siglo V exaltando la grandeza de María. De allí viene la fiesta de hoy, antiquísima en Oriente, pero adoptada hace poco por Roma: la so­lemnidad de Santa María, Madre de Dios.

     Como dijimos, los pocos nestorianos que quedaban se fueron a Per­sia y allí fundaron las iglesias a las cuales nos referimos antes, la mayoría de las cuales, repito, en el siglo XVI volvieron a unirse a Roma aceptando a Éfeso.

     En fin, lo que se jugaba, como Vds. se habrán dado cuenta, no era una mera cuestión de piedad mariana, era la realidad de nuestra reden­ción, es decir de nuestra salvación o divinización. Si María no era madre de Dios, si Jesús no era Dios, sino que solo estaba unido moralmente, como un templo, al Verbo, lo divino estrictamente no tocaba lo humano, y si lo divino no se unía realmente a lo humano en Cristo, mu­cho menos se uniría a nosotros que lo hacemos precisamente mediante Cristo. Navidad y la redención y el bautismo quedarían en mera ficción: el hombre no sería transformado, metamorfoseado, lo divino le sería siempre ajeno, quedaría encerrado en el limite de lo creado, de lo finito, de lo temporal.

     Ese tiempo justamente del cual nos hacemos especialmente concien­tes cuando cambiamos la fecha del calendario, cuando los números nos dicen que otro año ha pasado y no volverá más. Ese tiempo que, por su­puesto, es capaz de hacernos crecer y progresar, pero que en última instancia, librado a si mismo termina siempre por devorarnos y acabar con nosotros.

     Si desde ese tiempo no hay nada capaz de tender un puente hacia lo eterno, nada podrá salvarlo; inexorablemente se convertirá en almanaque viejo, en agenda que no sirve más, en fotos ajadas de álbumes que nadie finalmente revisará.

     Solo si en Jesús realmente se unen la tierra y el cielo, el hom­bre y Dios, el tiempo y la eternidad, solo así nos podremos salvar y vencer la temporalidad.

     Solo si María es verdaderamente madre de Dios y nos valemos de su protección, podremos hacer de este año que comienza no solo tiempo que gastar, sino, santificándolo, semilla de vida y de eternidad.

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