Sermones de NAVIDAD

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

Nochebuena (noche)
Navidad (aurora)
Navidad (día)
2º Domingo después de Navidad
Sermones del Prólogo al Evangelio de San Juan

1993. Ciclo a

2º DOMINGO DESPUÉS DE NAVIDAD
PrÓlogo al evangelio de San Juan
(GEP, 3-1-93)

Lectura del santo Evangelio según san Juan 1, 1-18
Al principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio del Verbo y sin él no se hizo nada de todo lo que existe. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibie­ron. Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. El no era la luz, sino el testigo de la luz. El Verbo era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. El estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él, al declarar: «Éste es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo.» De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre.

SERMÓN

Cuando hoy hablamos de "sabios" tendemos a pensar en todos aquellos que, dispersos por los laboratorios del mundo, investigan la naturaleza, intentan explicarla y nos ayudan, por medio de descubrimientos y aplicaciones técnicas, a ponerla a nuestro servicio. Pensamos inmediatamente en gente como Einstein, como von Braun, como Pasteur o Sabin, como Hawking o Leloir. Gente merecedora de los diversos premios Nobel de la ciencia; los grandes entre los científicos.

Pero hay otra acepción de la palabra, que también es utilizada entre nosotros, cuando nos referimos, por ejemplo, a una persona prudente, capaz de dar un buen consejo, de enfrentar los problemas con serenidad, de ayudar a resolver los conflictos humanos. Así hablamos de una madre sabia, un sacerdote sabio, un abuelo sabio: la sabiduría del viejo Vizcacha. Esa sabiduría que más se aprende por viejo que por diablo.

Si uno tuviera que remontarse en el tiempo para ver cual era el concepto de sabiduría que existía entre los pueblos de la antigüedad, se daría cuenta de que estos dos significados de alguna manera se repartían respectivamente entre los griegos y los hebreos. Entre los griegos, la sabiduría era atribuida más bien al que tenía el conocimiento científico, técnico. Eran sabios Aristóteles, Hipócrates, Euclides, Arquímedes, todos grandes investigadores del universo, del cuerpo humano, de la geometría y de la matemática. En cambio, entre los hebreos, era considerado sabio más bien el prudente, el hombre de consejo, el capaz de gobernar bien su propia vida, llevar adelante su familia, sus amistades, la educación de sus hijos, el trato con su mujer. Porque, para ellos, en última instancia, era la inteligencia aplicada a construir la vida, la que tenía realmente importancia, y todo lo demás era secundario.

¿Y a qué conduce saber construir bien la propia vida y la de aquellos que nos rodean y a quiénes amamos? A la felicidad. Por eso, para el hebreo, la sabiduría era antes que nada el gran arte de alcanzar la felicidad. Para el griego, el objeto de la sabiduría era el saber; para el hebreo, era el saber vivir, felices -se entiende-.

De hecho, en la clasificación de los libros de la Sagrada Escritura , además del Pentateuco, o de los libros históricos, o de los proféticos, encontramos también los libros llamados sapienciales o de género sapiencial, e. d. los que se dedican a tratar de enseñar sabiduría. Entre los más conocidos tenemos el libro de Job, el de los Proverbios, el Eclesiastés, el llamado específicamente libro de la Sabiduría , todos ellos formando parte de nuestra Biblia y, también, el libro del Eclesiástico, del cual hemos leído un fragmento en la primera lectura. Se le llamó Eclesiástico porque se leía mucho en los primeros siglos del cristianismo en la Iglesia para instruir a los catecúmenos. Pero fue escrito en el segundo siglo antes de Cristo en Palestina por un tal Ben Sirá, por eso Vds. van a ver que muchas veces, en vez de llamarlo Eclesiástico, se le denomina el Sirácida.

Pues bien, en todas estas obras sapienciales Vds. verán que, poco a poco, la Sabiduría va tomando como una personalidad propia. Se la representa como un alguien que convive junto a Dios y que preside la creación del universo. Recuerden el famoso pasaje del libro de los Proverbios donde el autor pone en labios de la Sabiduría estas palabras: "El Señor me creó como primicias de sus caminos... Yo fui formada desde la eternidad....Cuando Dios afianzaba el cielo yo estaba allí ".

Y es convencimiento de todos los autores sapienciales que es mediante la sabiduría como Dios crea al Universo y al hombre. Pero no a la manera, digamos, griega, como si Dios, supremo Arquitecto, con su ciencia de arquitecto fundara la realidad. No: para Israel la creación no es una cuestión de pura ciencia o poder; la creación está presidida por la sabiduría. No porque salga técnicamente bien, sino porque está encaminada, en el sentido hebreo de la sabiduría, a la felicidad. El que la sabiduría presida la creación del universo para los judíos quería decir que Dios hacía las cosas sabiamente, conduciendo todo a la felicidad del hombre. Es esa concepción optimista del mundo y de la vida que no pueden tener los ateos: todo está gobernado por un Dios supremamente sabio para nuestro bien. Nada es fruto de la casualidad, del acaso, de fuerzas puramente físicas.

Pero más: los hebreos, agradecidos y orgullosamente, consideraban que esa sabiduría se había manifestado especialmente a Israel. Lo hemos escuchado precisamente en la primera lectura: El Creador dice a la sabiduría: "Levanta tu carpa en Jacob y fija tu herencia en Israel"..."me he establecido en Sión....en Jerusalén se ejerce mi autoridad", "eché mis raíces en el pueblo glorioso... resido en la congregación de los santos".

Y ¿cuál era para los hebreos la manera que tenía la sabiduría de Dios de residir entre ellos? : mediante la ley de Moisés, mediante la Torah , mediante los diez mandamientos.

Eso era lo que los judíos tenían por el gran don, regalo, que les había hecho Dios: la Ley , el camino sabio mediante el cual el hombre y la sociedad podían llegar a la felicidad. Los mandamientos eran antes que nada eso: sabiduría, camino de dicha humana... Y, por supuesto, lo siguen siendo. Y el pecado, el apartarse del camino inteligente de Dios, es, en cambio, y lo será siempre, estupidez, estulticia, bobería, camino a la desdicha...

Esta temática de la sabiduría que lleva a la felicidad, a la vida, es tomada por los teólogos del nuevo Testamento para explicar quién es Cristo. Y es lo que hace, en parte, hoy San Juan en el Prólogo a su Evangelio.

Cristo es el Verbo, la palabra sabia, la verdadera sabiduría que convive con el Padre antes de todos los tiempos, "Al principio". Y es por medio de esta Palabra, de este Verbo, de este Logos, de esta Sabiduría eterna, como todas las cosas fueron hechas y "sin él no se hizo nada de todo lo que existe". Y, otra vez, no como una sabiduría puramente de arquitecto, de técnico; Juan se encarga bien de decirlo: "en él, en la palabra, en la Sabiduría , estaba la Vida y la vida era la luz de los hombres".

Y es esa palabra, esa sabiduría, esa Vida, esa luz, la que se hace carne y habita en nosotros; al modo como antes de Cristo habitaba la ley de Moisés en Jerusalén.

Pero ahora Cristo ya no es solo un código que hay que leer y aprender para ser felices en este mundo. Cristo es mucho más: es la sabiduría capaz de llevar al hombre a la felicidad que el mismo Dios vive en la eterna dicha de su convivencia trinitaria. Y la sabiduría que lleva a esa felicidad no ha quedado impresa solo en artículos y cánones de una legislación o una moral, sino en el ejemplo vivo, en las palabras y las acciones de uno de nuestros hermanos: Jesús de Nazareth, hoy ya en la meta, vivo y reinante a la derecha del Padre, y capaz de otorgarnos, cuantas veces a él acudamos, esa nueva vida y luz que provienen de su estar desde siempre junto a Dios.

De allí que este prólogo de Juan solicite mucho más que un mero aceptar las enseñanzas de la Iglesia , o de la moral, o del mismo Jesús. Para acceder a esa felicidad, a esa vida verdadera de los hijos de Dios, es necesario ponernos en contacto personal con él: " recibirlo, creer en su nombre " -dice Juan- en imitación y oración, en sacramentos y compromiso, en amistad y semejanza.

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