Sermones de NAVIDAD

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

Nochebuena (noche)
Navidad (aurora)
Navidad (día)
2º Domingo después de Navidad
Sermones del Prólogo al Evangelio de San Juan

1974. Ciclo A

NAVIDAD
(GEP, 25-12-74)

Principio del santo Evangelio según san Juan 1, 1-18
Al principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
Al principio estaba junto a Dios.
Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra
y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe.
En ella estaba la vida,
y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en las tinieblas,
y las tinieblas no la percibieron.
Apareció un hombre enviado por Dios,
que se llamaba Juan.
Vino como testigo,
para dar testimonio de la luz,
para que todos creyeran por medio de él.
El no era la luz,
sino el testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera
que, al venir a este mundo,
ilumina a todo hombre.
Ella estaba en el mundo,
y el mundo fue hecho por medio de ella,
y el mundo no la conoció.
Vino a los suyos,
y los suyos no la recibieron.
Pero a todos los que la recibieron,
a los que creen en su Nombre,
les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios.
Ellos no nacieron de la sangre,
ni por obra de la carne,
ni de la voluntad del hombre,
sino que fueron engendrados por Dios.
Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros.
Y nosotros hemos visto su gloria,
la gloria que recibe del Padre como Hijo único,
lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él, al declarar: «Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo» De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre. Os anuncio una gran alegría, que es para todo el mundo: ¡Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, Cristo el Señor!

SERMÓN

Quien, en Roma, partiendo de la Piazza del Popolo, baje caminando hacia el Campo de Marte por la via di Ripetta, desemboca de pronto en una amplia plaza acostada junto al Tiber. Es un lugar no demasiado visitado por el turismo oficial, pues muestra muchas construcciones y recuerdos de la época fascista. Pero, prescindiendo de esos edificios de la década del treinta, lo que nos interesa en dicha plaza son dos vestigios vetustos y venerables de la antigua Roma, ambos recientemente restaurados por Mussolini.
A la izquierda, el imponente mausoleo del emperador Augusto –hoy cerrado al público‑. A la derecha, el pabellón que protege esa joya del arte romana que es el Ara Pacis Augustae –el altar de la paz, de la paz de Augusto, de la paz romana‑.
Los admirables bajorrelieves que lo circundan representan, con fidedigno verismo, a la familia imperial, encabezada por el Pontífice Máximo, ofreciendo un sacrificio ‑una hecatombe de toros y becerros‑ en acción de gracias a los dioses por la conquista de la paz.

En efecto, dicho altar de la paz fue inaugurado solemnemente, en medio de grandes fiestas, en Enero del año 9 antes de la era cristiana. Las guerras civiles ya eran un recuerdo en la mente de los romanos. Mucho tiempo hacía que había cesado el fragor y chispear del acero y los ayes de los heridos. Más de veinte años habían pasado desde las muertes de Cesar, de Bruto su asesino, de Casio, Cicerón, Marco Antonio y Cleopatra.

Cayo Julio César Octaviano, ‘imperator’, ‘princeps’, tribuno perpetuo de la plebe y Pontífice Máximo, reinaba pacífica e indiscutidamente en toda la enorme extensión del imperio con el título de Augusto. Sus hijastros Druso y Tiberio habían sometido todas las regiones bárbaras entre los Alpes y el Danubio. El general Agripa había liquidado la resistencia de dálmatas y panonios. Más de 190.000 hombres, entre caballería e infantería, divididos en 30 legiones, garantizaban sólidamente la paz y el dominio imperial desde España a la Mesopotamia, de Egipto a las Islas Británicas, de África proconsular a Alemania, unidas por una fabulosa red de carreteras y puertos.

La fibra y el temple romano ya habían asimilado –en este momento cuando se inaugura el Ara Pacis‑ la herencia intelectual y artística de la Grecia conquistada, y fueron creando el estilo de vida que, bautizado luego por el cristianismo, daría lugar a la bimilenaria tradición gloriosa de este Occidente cristiano que hoy se resquebraja traicionado por sus hijos.

Pero, en ese entonces, el imperio parecía indestructible. La tranquilidad reinaba en toda su extensión. Las riquezas y la cultura afluían ininterrumpidamente a su orgullosa capital, Roma, ‘caput mundi’, cabeza del mundo. Todo estaba preparado para que, por las venas y arterias del orbe, se propagara como un rayo la savia de los apóstoles.

Es en estas circunstancias históricas –la ‘plenitud de los tiempos’ que dice San Pablo‑ cuando Dios, desde la eternidad, elige hacerse hombre y habitar entre nosotros.
El Dios omnipotente, Creador todopoderoso de cielos y tierras, Señor inmenso de los espacios estelares y las galaxias, Gobernador de lo infinitesimal de protones y electrones, Artista supremo de la tempestad y el terremoto horrísonos, y del zumbar del minúsculo mosquito y del murmurio impalpable de la brisa y de la flor, más Anciano que la luz de la estrella lejana que tarda billones de años en arribar a nuestra tierra, más Joven que la llegada de la primera astronave a Antares y a las fronteras de Andrómeda, Aquel que, a la vez que maneja prehistoria, historia y ‘metahistoria’, está atento al más recóndito y pequeño de nuestros pensamientos, Dios, por amor a mí, decide hacerse hombre.

¿Acaso lo hará en Roma, entre el oro y los blancos mármoles del Palatino? ¿Tomará forma de Augusto o príncipe? ¿Avanzará al frente de legiones victoriosas entre pífanos y timbales, despojos y trofeos? ¿Habitará el Capitolio en el templo de Júpiter Tonante? ¿Se ceñirá acaso la frente con los triunfales laureles o la púrpura de los nobles?
¿Qué es esto tan mezquino y misérrimo de un establo y de las manos callosas y carpinteras? ¿Qué oigo de una madre modesta y aldeana?
¡Belén! ¡Último rincón del imperio! ¡Territorio palestino sucio y miserable donde mandan en castigo a generales y gobernadores caídos en desgracia! ¡Judíos! ¡El más despreciado y despreciable de los pueblos del orbe!
¿Y qué es ese llanto de niño que busca hambriento el pecho de la madre?
¿Dios? ¿El Dios omnipotente y eterno? ¿A quién con ese cuento?

Y, sin embargo, ”Tu Belén tierra de Judá –dijo el profeta‑ ciertamente no eres la menor de las ciudades, porque de ti surgirá el jefe, pastor de mi pueblo.

Sí, señores, Dios berrea en la tierna garganta de un crio recién nacido, en los brazos de una madre pobre, en la ciudad más indigente de la región más pobre y miserable del imperio. A pocas millas del palacio fastoso del rey Herodes; a 2500 kilómetros del Coliseo y de los foros romanos.

Y, a partir de esa aparente bajeza y miseria humana, Él, que se burla del poderoso y del sabio, del rico y del fuerte, realizará la obra increíble de la redención. Transformará al mundo y creará un imperio que ningún siglo o invasión o revolución podrán nunca destruir. Sobre las ruinas de los romanos, sobre las ruinas de los yanquis y de los rusos, sobre las ruinas del universo.

Por eso no nos engañen las apariencias: detrás del niño que sonríe y duerme –o quizá llora‑ palpita la fuerza todopoderosa y tremenda del Creador.
Si nuestros ojos ven una madre con un chico recién nacido –y porque es pobre y humilde ninguna timidez humana nos impide acercarnos a ellos‑ nuestra fe debe percibir en ellos el potente palpitar del Verbo, Persona de la Trinidad Santísima, que ha tomado nuestra naturaleza, sostenido en los brazos de la admirable Reina del Universo y Madre del Redentor.


Antoine Pesne, Natividad, Hermitage, San Petersburgo

Lejos, sí, de los palacios imperiales y de la majestad solemne y estirada de los reyes y la altivez de las reuniones de etiqueta, pero no por eso menos respetable, menos noble, sagrado y majestuoso.
No: nos haga olvidar la humanidad sencilla y tierna del pesebre, la mamá y el bebe, lo portentoso de la Solemnidad que hoy celebramos. No nos impidan la sidra, los regalos y el pan dulce, caer de rodillas delante del Niño, y adorar en El, admirados y estupefactos, a la segunda Sacratísima Persona de la santa y Augusta Trinidad que ha venido a nosotros.
Feliz Navidad.

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