Sermones de NAVIDAD

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

Nochebuena (noche)
Navidad (aurora)
Navidad (día)
2º Domingo después de Navidad
Sermones del Prólogo al Evangelio de San Juan

1978. Ciclo A

NAVIDAD
(GEP, 25-12-78)

Principio del santo Evangelio según san Juan 1, 1-18
Al principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
Al principio estaba junto a Dios.
Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra
y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe.
En ella estaba la vida,
y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en las tinieblas,
y las tinieblas no la percibieron.
Apareció un hombre enviado por Dios,
que se llamaba Juan.
Vino como testigo,
para dar testimonio de la luz,
para que todos creyeran por medio de él.
El no era la luz,
sino el testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera
que, al venir a este mundo,
ilumina a todo hombre.
Ella estaba en el mundo,
y el mundo fue hecho por medio de ella,
y el mundo no la conoció.
Vino a los suyos,
y los suyos no la recibieron.
Pero a todos los que la recibieron,
a los que creen en su Nombre,
les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios.
Ellos no nacieron de la sangre,
ni por obra de la carne,
ni de la voluntad del hombre,
sino que fueron engendrados por Dios.
Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros.
Y nosotros hemos visto su gloria,
la gloria que recibe del Padre como Hijo único,
lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él, al declarar: «Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo» De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre. Os anuncio una gran alegría, que es para todo el mundo: ¡Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, Cristo el Señor!

SERMÓN

La ternura de la fiesta navideña, el hábito de festejarla desde nuestra niñez, lo humano de las reuniones familiares, por lo tan acostumbradas y hasta obligadas, pueden hacernos perder la noción de lo increíble, lo inaudito, de lo que en su verdad más honda conmemoramos.

Inaudito, sí. ‘No oído'. Porque nunca en la historia se ha escuchado algo semejante a esto: ‘Dios –el verdadero- se hace hombre'. “¡ Blasfema !” decían los judíos. Y aún sus discípulos encontraban sus palabras demasiado duras y por tanto inaceptables.

La Encarnación es un verdadero escándalo para la inteligencia. Sabiendo Quién y Qué es Dios –desde la perspectiva única del Antiguo Testamento- nunca creeríamos posible la Encarnación si no la supiéramos de hecho realizada.

No se encuentra nada parecido en toda la historia de las religiones. Porque aún cuando se narren episodios de seres divinos sobre la tierra -y aún asumiendo formas humanas o teromorfas- nunca encontramos aquello que ofrece el cristianismo. Una metafísica que, a la vez que purifica radicalmente la noción de la trascendencia divina haciéndola inaccesible a la inteligencia humana y escavando un abismo insondable de distancia entre Él y la creatura, al mismo tiempo afirma que, en Jesús, Dios mismo se instala en medio de nosotros, se ocupa de nosotros, asume nuestra propia vida.

Para cualquiera que la medite e intente vislumbrar algo de comprensión de esta afirmación cristiana, la Encarnación violenta nuestra capacidad de entender, fuerza las concepciones espontáneas de nuestra inteligencia.

Ignorando el hecho, más bien tenderíamos a demostrar que es imposible. Lo infinito haciéndose finito, lo eterno tiempo, el Creador creatura. Dios haciéndose hombre.

Pero más aún. No es solo cuestión de asombro objetivo frente a acontecimiento portentoso, como el que sentiríamos ante un raro descubrimiento científico que desafiara a la razón. Porque se da el caso que la Encarnación es un evento que cambia radicalmente el sentido de la historia y mi propia vida.

No solamente se ha realizado en Cristo la asombrosa conjunción de la naturaleza humana y la divina. Es que, precisamente, esa conjunción permite dar una dirección insospechada, deslumbrante y admirable, a mi propia humana existencia. Porque como dice San León Magno : ‘ Dios se ha hecho hombre para que el hombre pudiera hacerse Dios”.

No para que los negocios aumenten sus ingresos en estas fechas, no para tener una fiesta de familia, no para comer turrones y sidra, ni siquiera para propiciar humanas reconciliaciones: Dios se ha hecho hombre para que yo pudiera hacerme Dios.

La Encarnación es el peldaño, el puente necesario, para que, más allá de mi humana vida, yo pueda alcanzar la felicidad inaccesible, maravillosa, trascendente, de la divinidad.

¡Ah! Nuestros pesebres de yeso, de cerámica, de papel y de cartón! ¡Tan lindos, tan de colores, tan limpios, tan asépticos! –como luego las cruces adornadas y modernas que colgamos en lo alto de nuestras paredes o en nuestros pechos-. El candor y la alegría de la Navidad, del Dios que se hizo ‘carne', del que vino a estar entre nosotros por divina y gratuita iniciativa, no puede hacernos olvidar la aleatoria respuesta de los hombres que son capaces de estropear, al menos temporalmente, la perfección y alegría del obrar divino.

No había lugar para ellos en el albergue”. Las puertas de los hombres se cerraron en las narices del hijo de Dios.

Quien conozca Palestina sabrá de las pequeñas cuevas cavadas en las laderas de los montes donde los hombres guardaban su ganado. Aún hoy algunas se utilizan. Resguardadas por un tosco portón ofrecen algún abrigo contra el viento, pero, sobre todo, sirven para que los animales no se dispersen durante la noche y para guardar el forraje. Allí no viven las bestias por gusto. Durante el día pacen afuera, en el campo limpio, el pasto seco. Allí adentro todo es humedad, olor a sudores animales, amoníaco, pasto digerido. Nada de papel mache verde, harina o talco, polvos plateados.

Y José decidió entrar allí no tanto por el abrigo que les negaba el albergue, sino por buscar un lugar íntimo donde María dar a luz.

José habrá elegido el lugar más limpio, acumulado algo de paja, extendido su manto, una pequeña lámpara de aceite humoso. Pero, alrededor, siempre, la vulgar sordidez característica de un establo palestino. Allí es donde nació Jesús.


Charles-Emile Jacque 1813 -1894

Morirá en un lugar parecido, mucho más sórdido y oscuro, porque tampoco en Jerusalén habrá lugar para El y los hombres le darán la espalda. Y aún cuando vuelva a nacer, triunfal y resucitado, lo hará a partir de una tumba lóbrega y fría.

Si, en una cuadra, en un patíbulo, en un osario.

Allí donde le recibieron los hombres el cielo se abrió sobre las tinieblas de la tierra. Allí Dios se hizo semejante a los hombres, se hizo nuestro prójimo, nuestro amigo, nuestro hermano.

Esa es la alegría de la Navidad, porque Dios se ha hecho hombre, ha vivido como hombre, para que el hombre pudiera vivir un día como Dios. Pero alegría doble, porque se ha hecho hombre, no en las condiciones humanas óptimas: en medio de la riqueza, del confort, de la técnica, del éxito, del poder, de la fuerza, de la belleza, de los círculos intelectuales, sino desde lo de más abajo, desde un establo, desde la pobreza, desde la tosca adoración de los pastores, desde el frio, desde el fracaso, la soledad, el dolor, la enfermedad, la muerte, la cruz.

Como diciéndome, “También vos, pecador, ignorante, estólido, también vos, podés hacerte como Dios.”

No. “No había lugar para ellos en el albergue”. Tampoco tendrá lugar en Jerusalén. Lo rechazan los hombres. Sin embargo, lo mismo, Dios encuentra un lugar donde nacer, un lugar donde venir a nosotros.

También en vos, en mi, Jesús quiere nacer. No el niñito de yeso de los villancicos que todos aceptamos tan fácilmente, sino el Dios verdadero que quizá ni tu ni yo aún hayamos descubierto y que tiene bien otras exigencias que el pesebre de cartón y el arbolito. Dios que, seguramente, te pedirá cambios y revoluciones en tu vida.

También en mi y en vos, quiere nacer. Y el pesebre de su nacimiento me está diciendo que, a pesar mío y de mis rechazos, él habrá de encontrar en mi un lugar, un rincón donde entrar sin pedirlo, sin correr el riesgo de que le cierre las puertas en las narices, sin tener que estar afuera golpeando. Un lugar donde, secretamente quizá, ya ha bajado y espera pacientemente que le reconozcamos de una vez y nos alegremos con su presencia.

Podrás no recibirlo en los aposentos de tu soberbia satisfecha, de tus prósperos negocios, de tus comodidades cotidianas, ni en lo que tienes de bueno, de inteligente, de bello, de alto, de sano, de fuerte. Podrás no recibirlo en tus alegrías, en tus éxitos, en tus altas notas, incluso en tus grandes virtudes, en tus acciones honestas. No importa. No se ofenderá. Se irá despacito, con José y María, encontrará lugar en otro lado, el más feo quizá de tu alma, el más triste, el más oscuro.

Irá al pesebre, allí, en ese rincón, te esperará. En tu pecado, en tus miserias, en tus tristezas, en tus dolores, en tu soledad.

Allí, cuando lo necesites, le encontrarás.

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