Sermones de NAVIDAD

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

Nochebuena (noche)
Navidad (aurora)
Navidad (día)
2º Domingo después de Navidad
Sermones del Prólogo al Evangelio de San Juan

1984. Ciclo C

NAVIDAD
(GEP, 25-12-84)

Principio del santo Evangelio según san Juan 1, 1-18
Al principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
Al principio estaba junto a Dios.
Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra
y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe.
En ella estaba la vida,
y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en las tinieblas,
y las tinieblas no la percibieron.
Apareció un hombre enviado por Dios,
que se llamaba Juan.
Vino como testigo,
para dar testimonio de la luz,
para que todos creyeran por medio de él.
El no era la luz,
sino el testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera
que, al venir a este mundo,
ilumina a todo hombre.
Ella estaba en el mundo,
y el mundo fue hecho por medio de ella,
y el mundo no la conoció.
Vino a los suyos,
y los suyos no la recibieron.
Pero a todos los que la recibieron,
a los que creen en su Nombre,
les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios.
Ellos no nacieron de la sangre,
ni por obra de la carne,
ni de la voluntad del hombre,
sino que fueron engendrados por Dios.
Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros.
Y nosotros hemos visto su gloria,
la gloria que recibe del Padre como Hijo único,
lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él, al declarar: «Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo» De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre. Os anuncio una gran alegría, que es para todo el mundo: ¡Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, Cristo el Señor!

SERMÓN

“Y la Palabra se hizo carne”

  Ella, centelleante siempre en fuego inextinguible en las abisales profundidades del existir divino, fue, es y será, sempiternamente poema, epopeya, himno a la belleza eterna, en la multiplicada rima de los amores trinitarios, en las consonancias sáficas, trocaicas, yámbicas de la sabiduría suprema, omnisciencia a la vez que omnibelleza, ella fue, es y será balada permanente, madrigal, cántiga y romance, polícroma cantata traduciendo a música, plasmando en verso, expresado saber del inefable vivir de lo divino, imperecedera plenitud restallante en luces, y hecha ‘cantar de los cantares' en la alegría perenne del misterio de Dios.

Pero, alegría, luz, poema, saber que, desde el pletórico existir trinitario, quiso regalarse más allá de su ser. Quiso encontrar nuevos lectores de los versos embriagantes, nuevos extasiados de belleza, arrobados de vida, embelesados de felicidad…

Y por eso empezó poco a poco a escribir su poema de vida en el allende de su ser. Poco a poco, para que se fuera aprendiendo su lenguaje en primeras sílabas, en versos sencillos, en estrofas cortas.

Y dijo Dios: hágase la luz… Y la palabra de Dios escribió entonces los renglones del tiempo y el espacio y recitó el alfabeto de los átomos. Y dijo Dios. Y la palabra fue cantando poco a poco su poema y exponiendo su tratado; y fue balbuceo de moléculas estallando y creando la distancia; y fue saber de física y de química enhebrando danzante la materia y fue astronomía, creando el polvo brillante de los mundos; ¡y fue canción de cuna en el embarazo del mar cuando fundó la vida en el palpitar armonioso de la célula!

Y desde el podio divino, la palabra dirigió la sinfonía de la evolución, escribió los bucólicos versos del código genético de las plantas, se hizo geórgica en el festín vital de los animales, y fue eufonía de pétalos y de tallos, de alas y de plumas, de néctares y de rocíos, y fue épica de luchas y gestas de supervivencia, y se hizo homérica en la lenta conquista del cerebro y del pensamiento…

¡El pensamiento! Porque, por fin, todo lo que era poema desde adentro, saber encerrado en la materia, diagramas de trayectorias y de fuerzas, pautas instintivas, danza y canto ante los palcos vacíos, por fin tuvo espectador y lector, y la palabra dijo: “hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”.

Y, entonces, todo pareció adquirir nuevo sentido, porque el poema por fin tuvo un lector, la platea se llenó con el ser humano. El llegó finalmente como dueño del libro, como poseedor del mundo escrito para él por la palabra.

Por fin había quien pudiera comenzar a gozar de los reflejos de la música infinita plasmada en el pentagrama del universo. Por fin había quien pudiera descifrar el saber divino plasmado en mineral y en bosque, en biología y en cerebro y acompañar a la palabra en la ejecución de la sinfonía.

Pero la palabra había dejado, a propósito, su partitura inconclusa, ella sonaba hermosa e imponente en las mil armonías del cosmos, pero, en realidad, solo como eco apagado de la orquestación sublime del concierto trinitario. Era poema, sí, pero que tantas veces se transformaba en drama y en tragedia. Era saber enciclopédico, también, pero como si faltaran tomos.

Porque en medio de la música del mundo y la armonía de las estrellas y de los átomos y del sapiente tejido del universo se asomaban las disonancias horrorosas del mal y de la muerte. El lector del mundo, el hombre, construía una historia en la que las sombras oscurecían tantas veces los rasgos luminosos y en donde, omnipresente, la muerte terminaba con cada uno de ellos.

En cada dolor, en cada lágrima, en cada frustración, en cada mal, en cada muerte –y siempre todo terminaba con la muerte– era como si se interrumpiera el verso, o como si sonara horrible una asonancia, o como si la égloga se transformara en elegía, la lírica en endecha, la épica en parodia y sátira, la sabiduría en cruel absurdo…

Hoy, Navidad, por fin todo se explica, porque la misma palabra que pareció dar tanto de sí misma en la obra maestra que parecía ser el hombre, su mundo y sus civilizaciones, hoy se transmite toda en un nuevo y definitivo hombre, el primero, ahora sí, de una raza imperecedera destinada a terminar el poema y completar la sinfonía. “Y la Palabra se hizo Hombre”. Ya no ‘dijo' y ‘escribió' hacia fuera al universo y al ser humano; ella misma, belleza y armonía suprema del Padre, se hizo Hombre para continuar los versos sueltos, las notas suspendidas en el aire y llevarlas todas a la infinita belleza original.

Ella se hizo visible, palpable, legible, vital en el hombre Jesús. Ella hace rimar el dolor y la muerte en el niño de Belén. Ella continúa el renglón interrumpido y completa los tomos que faltan. Ella se hace suprema explicación del universo y de la existencia de cada uno de nosotros.

Porque, en Jesús, nos muestra que, a través de la vida humana y en la versificación defectuosa de la historia de cada uno y desde la estridencia del silencio de la muerte final, estamos todos llamados a completar nuestra música en el éxtasis sublime de la vida de Dios.

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