Sermones de NAVIDAD

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

Nochebuena (noche)
Navidad (aurora)
Navidad (día)
2º Domingo después de Navidad
Sermones del Prólogo al Evangelio de San Juan

1989. Ciclo C

NAVIDAD
(GEP, 25-12-89)

Principio del santo Evangelio según san Juan 1, 1-18
Al principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
Al principio estaba junto a Dios.
Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra
y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe.
En ella estaba la vida,
y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en las tinieblas,
y las tinieblas no la percibieron.
Apareció un hombre enviado por Dios,
que se llamaba Juan.
Vino como testigo,
para dar testimonio de la luz,
para que todos creyeran por medio de él.
El no era la luz,
sino el testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera
que, al venir a este mundo,
ilumina a todo hombre.
Ella estaba en el mundo,
y el mundo fue hecho por medio de ella,
y el mundo no la conoció.
Vino a los suyos,
y los suyos no la recibieron.
Pero a todos los que la recibieron,
a los que creen en su Nombre,
les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios.
Ellos no nacieron de la sangre,
ni por obra de la carne,
ni de la voluntad del hombre,
sino que fueron engendrados por Dios.
Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros.
Y nosotros hemos visto su gloria,
la gloria que recibe del Padre como Hijo único,
lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él, al declarar: «Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo» De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre. Os anuncio una gran alegría, que es para todo el mundo: ¡Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, Cristo el Señor!

SERMÓN

Misa de la Tarde. En el Carmelo

“¡Nos ha nacido un salvador!” grita alborozada la liturgia de este día de Navidad. Y el evangelio de nuestra Misa de hoy nos ha presentado solemnemente, en el sublime prólogo del evangelio de Juan, el sentido profundo de esta fiesta que hemos festejado anoche en la alegría de la familia reunida y de la sonrisa de los presentes, o en la nostalgia del hogar quebrado y el rostro memorado de los ausentes.

Pero, aún en la más plena de las alegrías familiares y aplaudiendo el sentido profundamente humano de la reunión, petardo y copas, es difícil elevarse en serio a la percepción del acontecimiento que celebramos.

Un ‘salvador' nos ha nacido, decimos, ‘la Palabra se hizo carne', ‘Dios se hizo hombre'; y ya nos parece haber afirmado suficientemente el significado de la Navidad.

Pero, ¿qué significan realmente estas frasees, estos términos para el hombre de hoy: ¿salvador, Verbo o Palabra, Dios? Para nosotros mismos, los cristianos ¿no son casi palabras desgastadas, vacías de contenido?

Salvador

“Salvador” ¿Salvador de qué? ¿De qué necesita el hombre ser salvado? “Dios” ¿Quién es Dios? ¿Dónde está Dios en este mundo que parece marchar solo y en el cual se cometen tantas injusticias y suceden tantas desgracias y donde, en las peores calamidades públicas y de nuestras vidas, ni aparece, ni parece intervenir? ¿Qué el “Verbo”, la Palabra, en este mundo lleno de palabras, palabras que fluyen a borbotones de los labios de los políticos, de las rotativas de los diarios, de la voz modulada de los locutores, de las pantallas fluorescentes de la televisión? ¿más palabras? ¿Palabras de Dios manoseadas, palabras de los curas, palabras de los obispos?

Y sin embargo ‘salvador' es uno de los más sublimes títulos de Jesús. Pero ¿qué quiere decir ‘salvador' en este contexto religioso? Porque es evidente que, al menos directamente, no nos salva de los peligros y desgracias de esta vida, de los malos gobiernos, de los horribles ministros de economía, de la inflación, de los delincuentes, de los tribunales injustos. Aunque, en esto, también es verdad que, si se siguiera la doctrina de Cristo y de su Iglesia y se cumplieran los mandamientos, las cosas mucho mejorarían. Y es también verdad que seguir sus enseñanzas nos salvaría de muchos errores, de muchas falsas elecciones, de muchas engañosas ilusiones y, si de su ejemplo aprendiéramos a amar en serio, no habría tantas soledades, tantas traiciones, tantas familias destruidas, tantos desequilibrados acostados en los divanes del analista, tanta enfermedad del cuerpo y del corazón.

Pero también es verdad que, en estos ámbitos, sin necesidad de un ‘Salvador', hay muchas ofertas de prosperidad, de salud y de paz: políticos, economistas, médicos, científicos, psicólogos, sociólogos ¿no podrán construir en el futuro una sociedad feliz sin necesidad de Jesús? ¿No serán suficientes ellos para darnos esta clase de salvación, de salud?

La Iglesia dice, empero, que, en realidad, Jesús no viene a salvarnos principalmente de esas cosas. Él, antes que nada, viene a salvarnos ¡del pecado! Pero, otra vez, con esto hoy no decimos nada. ¿Qué es el pecado para el hombre de hoy?

Para los más liberados por las doctrinas actuales que hablan de la propia conciencia desinformada como supremo árbitro del bien y del mal o ni siquiera para aquellos que, en la debacle de las costumbres en la cual nos ha sumido la actual dirigencia todo está permitido, desde la coima y el robo hasta el adulterio y la promiscuidad o para quienes identifican el pecado con, cuanto mucho, un vago y psicológico sentido de culpa, ‘fruto del sadismo revertido en masoquismo por las fuerzas represivas del superego', como dicen los freudianos, la palabra poco o nada dice.

Pero el pecado, tal como es -desgracia metafísica total, ruina de las aspiraciones más hondas del hombre, ruptura con nuestra vocación de altura y dignidad, lejanía espantosa de Dios ¿quién lo siente o piensa hoy?

Porque, vean, el pecado es sobre todo eso: no tanto “actos malos”, pecados o pecaditos, sino el “estado” o “situación” de pecado . Es decir: la imposibilidad de abrirse a Dios, el ocluirse tranquilamente en el involucro del yo, en los límites de este mundo.

Pero, claro, esto ya no suena espantoso al hombre de nuestros días. Antes que nada porque ignora a Dios o quién es Dios. Y, también, porque ocluirse en el yo es la costumbre más abrigadamente arraigada del hombre contemporáneo, que vive permanentemente en el cosmético cuidado de su ego, de su independencia, de su jamás ceder nada a los demás. Si el pecado es cerrarse en el yo con mucho gusto lo vivo. Más aún, el objetivo de toda mi vida quiere ser hoy incensar, independizar, centrar al mundo y a los demás alrededor del ‘ombligo cósmico' de mi yo.

Y de los límites de este mundo ni hablar ¿de qué límites me hablan cuando no solo espacialmente el hombre ya se prepara para salir de su planeta y aún de su estrella, sino que, en la módica superficie de la tierra, parece no haber fronteras para la expansión de cada uno: la técnica, el supermercado de los inventos y los artefactos, las inmobiliarias de las vacaciones y del placer, el surf, los 'superlivianos', las alas delta, las Kawasaki, el sexo sin cargas y sin responsabilidades, los universos virtuales que pueden brindarme los ‘mas media' y los ordenadores. ¿Qué más podemos desear o, si no lo tenemos, ambicionar? ¿Qué atracción puede constituir Dios para el hombre frente a tantas maravillas del mundo y del hombre y de la moderna tecnología? La tierra ofrece bastante como para saciar mis apetitos e importarme un bledo de Dios.

Y no se trata, insisto, cuando se habla de pecado, de pensar en cosas espantosas, ruines, malignas, sucias. Se puede perfectamente ser un buen tipo y aún tener una buena familia y ser un buen marido y un padre correcto y, lo mismo, estar en ‘estado de pecado', porque no abierto al misterio, a Dios, a lo trascendente. Porque ‘conforme' con lo mundano aún legítimo. Porque no aspirando a nada más sino a esta vida.

Y entonces -dirán Uds.- ¿en qué consiste lo terrible de este ‘estado de pecado' si no se trasunta en acciones perversas y odiosas?

Es, simplemente, una cuestión comparativa. Como la desdicha de un muchacho que por talentos y capacidad podría haber llegado a ser un brillante profesional y que por ambiente, falta de educación o estímulo termina vendiendo lapiceras BIC a los automovilistas en una esquina con semáforo. O la desgracia de la Argentina que es la distancia entre lo que podríamos ser y no somos –porque, lo que es, comparados con Etiopía estamos fenómeno-. O el desperdicio objetivo de una computadora hecha para programar viajes espaciales a Plutón y utilizada, por ignorancia, para jugar al Ta-Te-Ti.

Algo así es el estado de pecado: el ser humano, hecho ‘a imagen y semejanza de Dios', capaz de alcanzar la felicidad de Dios y con vocación innata a ello, que se queda en el camino, se conforma con lo que es y lo que tiene, frustra esta fabulosa posibilidad de alcanzar el existir trinitario y gozarlo para siempre. No se abre a la gracia de Dios, se cierra en su inmanencia, en su vida puramente humana donde un día, finalmente, su catabolismo lo lleva a la muerte definitiva, la que le corresponde por su biología. ¡Pudiendo haber alcanzado la eternidad!

Pero Dios tienen sus medios para atraernos a lo eterno que, naturalmente, quizá, no nos interesa, porque es inimaginable y está infinitamente más allá de aquello a lo cual estamos acostumbrados a aspirar. Y es que el hombre llamado a realizarse en Dios, normalmente cerrado en lo puramente humano y en la búsqueda de la satisfacción del yo, finalmente termina por desordenarse como individuo y como sociedad y, tarde o temprano, apareces lo que más fácilmente llamamos pecado o pecados. Ahora sí irrumpen las acciones protervas: el egoísmo, el odio, la envidia, la ira, la intemperancia, con sus secuelas de luchas, enfrentamientos, desilusiones, abandonos, tristeza, ingratitudes y aún muertes y enfermedades, provocadas por el desorden del pecado. Y esto, paradójicamente, de alguna manera es un bien. Porque es allí, no normalmente en la engañosa felicidad, sino en la conciencia de nuestras debilidades y maldades y las de los demás y las penas que eso causa, cuando podemos vislumbrar el límite de lo humano, de lo terreno y ser atraídos quizá por el llamado de Dios.

“¡O culpa feliz!” canta el pregón pascual la noche de la Resurrección. Es difícil hablar de Dios a los que se creen buenos y justos, al los que están conformes. “No he venido a llamar a los que se creen justos sino a los pecadores.”

Sí, de allí la ‘permisión del mal' por parte de Dios, del mal del pecado y de los males físicos. Esa enfermedad, vejez o accidente que, tarde o temprano, a todos nos enfrentan con el límite brutal de lo terreno.

Solo en conciencia de pecado y de límite el hombre puede darse cuenta de su ‘estado metafísico de pecado' y, finalmente, levantar sus ojos a Dios. Este universo ha sido creado tan bellamente por Dios y el ser del hombre es de tanta riqueza que, si no existieran los pecados y los males, difícilmente nos daríamos cuenta, prestaríamos atención, a la voz de Dios, ni pensaríamos en la posibilidad de la eternidad.

Y, entonces, de eso es Jesús nuestro ‘Salvador'. No tanto de nuestros pecados o pecaditos, ni de las desgracias de este mundo sino, antes que nada, del ‘estado de pecado'. Estado que, finalmente, lleva a la muerte y frustra la fabulosa posibilidad de acceder a la verdadera y definitiva felicidad.

‘Salvador' tanto más necesario cuanto menos conciencia de pecado existe hoy y cuanto más satisfecho el hombre se encuentra en esta vida.

Dios

Porque hablar de Dios es, precisamente, hablar de vida, de existencia plena, de vitamínica vitalidad vital, de Aquel que es el origen, la fuente y la plenitud de hoto lo bueno, lo bello, lo gozoso y lo placentero que podamos hallar en este mundo. Del supremo dador de estas riquezas mundanales que nos obnubilan, pero que no son sino ínfima muestra de la opulencia fastuosa y alborozada del Vivir de Dios.

Pero muchos cristianos, como los paganos o los idólatras de otras religiones, piensan cuanto mucho en Dios como en una especie de gran Genio o Poder mágico, capaz de sacarnos de los atolladeros o concedernos favores temporales, si se le reza suficientemente o a cambio de alguna promesa o de algún sacrificio. Se recurre a él para solicitarle favores, pedirle beneficios, milagros, salud, trabajo, novio, PRODE. No interesa Dios como tal, interesa en cuanto es capaz de ayudarnos, de beneficiarnos o de castigarnos, perjudicarnos o favorecernos, para las cosas de este mundo.

Y nadie duda de que Dios sea capaz de hacer milagros –y a veces los haga-, pero, digamos, que, normalmente, su providencia maneja el decurso de los acontecimientos de este mundo mediante leyes de juego establecidas, que son las leyes naturales que estudian los científicos y, también, mediante los actos libres de los hombres. Si tengo dolor de cabeza, mejor tomar una aspirina que pedirle a Dios que me lo quite. Frente a cierto tipo de ‘religiosidades', tiene toda la razón del mundo la crítica positivista o marxista que arguye que Dios ocupa solo los lugares que aún no han sido alcanzados por la ciencia y por la técnica.

Pero es que Dios de ninguna manera quiere presentarse como el mago suplente de nuestras carencias naturales, como el brujo taumaturgo, como el hacedor de milagros. Dios quiere darnos algo muy superior a todos los beneficios de índole terrena a los cuales podamos aspirar y pedirle cuasi supersticiosamente. Porque no solo quiere concedernos ‘cosas'. Quiere darse a Sí mismo, con todas sus riquezas, con toda la ubérrima belleza de su existir perpetuo y maravilloso.

Nos quiere ofrecer su amistad con toda su hacienda; y, nosotros solo queremos meterle la mano en el monedero. Nos quiere llevar a sus palacios imperiales; y, nosotros, le pedimos que nos arregle la arpillera que tapa nuestra ventana.

Palabra

Y por cierto que, para darse utiliza su Verbo, su Palabra. Plena expresión del Padre en el seno de Dios, total reglarse de la Primera Persona de la Trinidad. Y así quiere presentarse al ser humano en Jesús, como el darse divino al hombre en su mismidad, el decirse y mostrarse en plenitud. Jesús no solo habla ‘en nombre de Dios Padre', sino que, en todo su ser y existir, ‘es' la Palabra mediante la cual Dios comienza a regalarse personalmente a los hombres en un dialogo incipiente que culminará en la eternidad. En un llamado capaz de penetrar nuestra cerrazón de pecado.

Porque Navidad no es el fin: es el comienzo. Navidad destroza el límite de lo humano, abre una puerta en el universo atascado en su tiempo y su espacio hacia lo perenne y eterno. Esta gran prisión que es, en última instancia, el universo, signado por la caducidad y el desgaste y que, un día, lo dice la astrofísica, inevitablemente terminará, se apagará; o esta pequeña prisión que es nuestra biología, nuestro ser de carne, capaz de muchos placeres y realizaciones, pero también, ineluctablemente, destinado a la vejez y a la muerte, en Jesús, que conecta lo humano a lo divino, encuentran una puerta de huída a la libertad, a la plenitud vital.

Al hombre le queda ahora la opción de asirse a esta posibilidad de Vida, o de quedarse y perecer en el más acá, permanecer en su ‘estado de pecado'. Y la compuerta salvadora y divina que abrió Jesús sigue abierta en la Iglesia que conserva la Palabra.

Toda esta oferta y posibilidad se nos da no en el marco complicado de acciones sorprendentes, empresas sofisticadas, camino de pocos, sino en el sencillísimo marco de una vida humana común: José, María y Jesús. Sus alegrías y sus penas. Precisamente porque esta posibilidad de Vida divina, de Salvación, Dios la ofrece a todos.

Es en lo más humano de la vida: un hombre, una mujer, hijo, amistad, amor, en donde a todos Dios ofrece la posibilidad de -en la fe vivida en oración, en esperanza capaz de enfrentar males y angustias y en caridad ejercida cotidianamente con los que nos rodean- tomarnos de la mano de Aquel que, Salvador, Dios y Palabra, es capaz de sacarnos de nuestro estado de pecado y destino humano de muerte y proyectarnos a la alegría permanente y plena de Dios.

“¡Aleluya! Nos ha nacido un salvador”

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