Sermones de NAVIDAD

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

Nochebuena (noche)
Navidad (aurora)
Navidad (día)
2º Domingo después de Navidad
Sermones del Prólogo al Evangelio de San Juan

1992. Ciclo c

NAVIDAD
Principio del santo Evangelio según san Juan 1, 1-18
Al principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
Al principio estaba junto a Dios.
Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra
y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe.
En ella estaba la vida,
y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en las tinieblas,
y las tinieblas no la percibieron.
Apareció un hombre enviado por Dios,
que se llamaba Juan.
Vino como testigo,
para dar testimonio de la luz,
para que todos creyeran por medio de él.
El no era la luz,
sino el testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera
que, al venir a este mundo,
ilumina a todo hombre.
Ella estaba en el mundo,
y el mundo fue hecho por medio de ella,
y el mundo no la conoció.
Vino a los suyos,
y los suyos no la recibieron.
Pero a todos los que la recibieron,
a los que creen en su Nombre,
les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios.
Ellos no nacieron de la sangre,
ni por obra de la carne,
ni de la voluntad del hombre,
sino que fueron engendrados por Dios.
Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros.
Y nosotros hemos visto su gloria,
la gloria que recibe del Padre como Hijo único,
lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él, al declarar: «Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo» De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre. Os anuncio una gran alegría, que es para todo el mundo: ¡Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, Cristo el Señor!

SERMÓN

Cuando comemos o bebemos, en nuestro ser de hombres suceden dos cosas: una, a nivel puramente objetivo , fisiológico: a nuestro sistema vital se añaden aquellas substancias - proteínas, lípidos, glúcidos, minerales, vitaminas - necesarias para estructurar, regular y dar la necesaria energía a nuestro organismo. Esta es la motivación concreta, exigida por la naturaleza, del comer y del beber. Pero hay otra cosa, que sucede a nivel ahora subjetivo , psicológico, que es el deseo perceptible de saciar el hambre, de satisfacer el apetito y que, por lo tanto, es movido por el placer sensible que implica el comer y el beber.

Esta disociación de planos es propia del reino animal, cuyos apetitos están normados por instintos psicológicos subjetivos que tratan de salvaguardar la realidad biológica objetiva del individuo y de la especie. La atención psicológica, que apunta a la satisfacción o placer sensible, está al servicio del interés biológico real pero inconsciente de la naturaleza del animal. Este placer es un estado subjetivo, distinto, del bien real al cual el animal está ordenado por naturaleza. Podríamos decir que el bien subjetivo, la delectación, es el signo externo del bien objetivo. La sensación placentera de bienestar es signo de la salud. O, al revés, un displacer, un dolor, es signo de que algo anda objetivamente mal.

En el animal, empero, ambos planos, el objetivo y el subjetivo, suelen funcionar en plena armonía. El ser humano, en cambio, es capaz de discriminar y separar ambos órdenes e, incluso, llegar a buscar satisfacer su gana de placer subjetivo prescindiendo del bien objetivo. Puede tratar, por ejemplo, de alcanzar el estado subjetivo de bienestar mediante el paraíso artificial de la droga, en realidad deteriorando su estado objetivo de salud. O puede buscar el placer del comer, sin importarle la alimentación como tal e, incluso, envenenándose con alcohol o con alimentos inadecuados o excesivos. Puede también procurar el placer venéreo sin importarle para nada la procreación.

Más aún: en realidad, en el ser humano, la cosa se complica más todavía, porque amén del placer subjetivo y del bien objetivo , se unen a estos planos realidades de orden superior: un tercer nivel, el específicamente humano .

En una comida auténticamente humana, por ejemplo, no se da sola-mente el legítimo placer que da el saciar la gana, ni la realidad de nutrirse -lo subjetivo y lo objetivo- sino que, a su vez, la comida tiene necesidad, en el hombre, de significar una realidad propiamente personal, de orden espiritual: comemos juntos, nos sentamos a la mesa con los nuestros, el comedor es lugar de encuentro, de estar con los amigos, de compartir. No es solo un hecho fisiológico, es un hecho humano, y usamos mantel, usamos platos, usamos modales. Y allí es donde el comer alcanza un significado propiamente humano, amical. No te invito a nutrirte, a alimentarte, a vitaminizarte, te invito a comer, a comunicarnos, a departir, a compartir.

Signo de familia unida y sólida la gran mesa del comedor, no un comedero. También lugar de agasajo, lugar de celebración: es distinta la mesa de todos los días que la mesa del domingo, que la mesa de las grandes ocasiones: cambiamos mantel, ponemos los mejores platos y, cuanto más importante lo que queremos significar -un nacimiento, una boda, un cumpleaños, una visita querida-, más nos esmeramos en la comida, en el adorno, en la iluminación. No es solo el placer, no es so-lo el nutrir, es mucho más. Y sin eso el comer alimentará al cuerpo, pero no saciará a la persona. No por nada ha querido Jesucristo que su amor por nosotros y nuestra propia respuesta de amor la diéramos a través del signo de una comida, de un altar que es una mesa, de un templo que, antes que nada, es el lugar de un banquete.

Lo mismo el subjetivo placer sexual, no solo está en orden al propósito natural y objetivo de la procreación. Porque no es solo animal sino humano es, por naturaleza, signo del amor marital de dos se-res racionales, de un hombre y una mujer. Ni solo lugar de placer, ni solo lugar de procreación. En la medida en que estos planos se separan del verdadero amor, el sexo se vuelve sórdido, abusado, inhumano y animal. Los tres planos han de ir juntos, se exigen mutuamente y solo juntos los tres alcanzan el pleno sentido humano de lo sexual. Y por-que el sexo es en el hombre el gran signo del amor, de la entrega permanente y definitiva de hombre y mujer, por eso mismo, en su renuncia, se transforma, en la vida consagrada, en el gran signo del amor a Dios.

No hay cosa más triste y destructiva, pues, para la vida del hombre, que el actualizar esta posibilidad de separar los distintos planos de sus apetitos y deleites, que le da su inteligencia y que no tiene el animal. Vivir el placer sin las realidades que significa, tanto las personales como las biológicas es tremendamente empobrecedor.

Esto sucede también en el ámbito de lo social. El hombre ha de exteriorizar socialmente aquellos acontecimientos o realidades que le son importantes en formas humanas de placer común. Como decíamos, un nacimiento, una boda, un recibirse; pero, no solamente con un banque-te: con baile, con música, con abrazos, con risas. Exteriorización placentera que, aunque tenga valor en si misma, adquiere su importancia, sobre todo, de lo que conmemora. ¿Acaso una fiesta de bodas sería lo mismo sin novios que se casan; o una fiesta de cumpleaños sin alguien que los cumpla? Podemos abrir exactamente la misma cantidad de botellas de vino y servir los mismos exquisitos platos y, sin embargo, la cosa no será lo mismo. Podemos izar en un mástil una bandera y tocar un himno a todo bronce y timbales y hacer venias y posición de firmes, pero si no hay sentido de Patria todo sonará vacío.

En realidad, la Iglesia se ha preocupado frecuentemente de esta disociación, que puede darse entre el signo y el placer que causa y lo significado. Así en las celebraciones litúrgicas, en la Misa: para tratar de simbolizar, representar, hacer sensible de algún modo el misterio exuberante que se realiza en la mesa del altar, siempre los cristianos hemos querido rodearlo de colores, de solemnidad, de música, de bellas palabras, de canciones.

Por ejemplo, la gran música de Occidente -es decir simplemente la gran música- ha nacido de la iglesia, de la liturgia, de la Misa: des-de el canto gregoriano, pasando por Bach, Mozart, Beethoven, Bruckner, Penderecki, los grandes compositores y las grandes composiciones siempre cantaron para Dios. Hace poco hemos tenido el gusto de escuchar otra vez la Misa de Réquiem de Mozart en el ámbito para el cual nació: una Misa verdadera, que celebró nuestro Cardenal en la Catedral.

Magnífica expresión de fe para acompañar el hecho más magnífico aún del Réquiem cantado por Cristo en la cruz y renovado realmente en el altar. Pero, siendo esto así, nosotros, tan sensibles para captar lo externo, y obtusos para lo profundo y verdadero, ¿no corremos el peligro de arrobarnos en la música de Mozart y olvidar que lo realmente importante no es lo que está pasando en el podio del director y la tarima de la orquesta y de los solistas, sino lo que humildemente está haciendo efectivo el celebrante en el altar?

De allí que las normas de la Iglesia sean que, habitualmente, la música y el rito exterior no adquieran tal relieve que distraigan la atención de los presentes de lo substancial; que acompañen, subrayen y festejen, pero no que tomen su lugar. Y esto se puede aplicar no sola-mente al verdadero arte sino también a la excitación estrepitosa y rítmica de ciertas misas con guitarra y bombo, o en aquellas en donde es más importante el celebrante como showman que como ministro de Jesús.

El asunto es que nuestro mundo contemporáneo, extenuado en las cosas del espíritu, exangüe de auténticos valores, en realidad tiene pocas cosas serias que festejar. Y aún así no quiere renunciar al jolgorio del festejo. Por eso lo mismo se hacen banquetes y lo mismo se hace música -si es que a veces merezca llamarse música- y lo mismo se hacen brindis, aunque ya no haya novios que se casan para siempre -sino parejas que se reúnen sin ningún propósito serio por primera o por enésima vez-; aunque ya no haya familia ni amigos, sino solo horror a la soledad y ganas de aturdirse y huir; aunque ya no haya misterios con los cuales comunicarse en la sacramentalidad de la liturgia...

Como el carnaval, otrora auténtica fiesta, porque era preparación y contraste con una Cuaresma entonces vivida en serio y en austeridad. ¿Que fiesta real puede ser hoy en día y qué alegría suscitar el carnaval, en medio del habitual carnaval de nuestras vidas, sino la excitada artificialmente a fuerza de alcohol, ruidos, grosería, sexo y sudor?

Las grandes ocasiones de las fiestas que las significaban se han perdido: patria, familia, verdadero amor, y, antes que nada, fe.

Y es por eso, por falta de sentido profundo, que la fiesta, para satisfacer al gusto estragado del hombre de hoy, tiene que ser cada vez más rumbosa, con más ruido, con más alcohol, con más excitación... Pero el ruido de la cohetería y el de la música y la artificial alegría del alcohol, del puro y sensible placer, no pueden reemplazar la perdida del sentido del festejar. Apagado el ruido artificial de la fiesta solo queda en el hombre dolor de cabeza, papelitos por el suelo, ceniceros repletos de ceniza, insatisfacción, vacío, el disgusto de tener que volver a trabajar.

Anoche, mal que bien, casi todos hemos festejado la Navidad, algunos con una modesta sidra, otros con Barón B; algunos con regalos a lo Macri otros no pudiendo regalar; pero la verdadera fiesta no la habrá medido la cantidad de botellas vacías que bajará hoy o mañana el portero para Manliba, ni los regalos que hoy hemos vuelto a recontar: muchos o pocos, la fiesta habrá sido realmente fiesta si hemos sabido qué festejar.

Por supuesto que, para la mayoría, el estar en familia, quizá el volverse a encontrar: con sus presentes y con sus ausentes, esto es algo siempre digno de festejar.

Pero Navidad es mucho más. Navidad es, claro y sin ambages, el sentido al cual apuntan todas las Fiestas y el significado último de cualquier placer. Navidad es la realidad objetiva sólida, fundante y plenificante hacia la cual, por naturaleza, tienden todos nuestros apetitos y estados subjetivos. El signo que son nuestros deseos, nuestras alegrías, nuestras fiestas, solo adquiere plenitud y firmeza en el significado de la Navidad. Porque esa nutrición hacia la cual apunta el hambre y el placer de la comida, esa vida y amor hacia la cual apunta nuestra sexualidad, esa salud que se exterioriza en bienestar, eso que, parte de la vida -nacimiento, boda, familia, Patria-, con s ciente o inconscientemente todos buscamos en la fiesta, solo puede dársenos colmadamente en la Navidad.

Por eso la Iglesia quiere que los cristianos hoy cerremos el día con la lectura escuchada del Prólogo de San Juan. Esa es la explicación acabada de la alegría de la Navidad. Dios no nos ha dejado solo en la sangre ni en la carne , ni en la voluntad del hombre . Esa vida de hombre, esa ansia de vida de su sangre y de su carne, que es lo que de alguna manera siempre festejamos en todo festejo y ansiamos en todo placer, y que sabemos que terminará tarde o temprano en el festejo al revés que son los funerales y el llanto, esa Vida, la verdadera, se nos da en Jesús: " En el estaba la vida."

Porque esa vida, que desde siempre estaba en el Verbo, " se hizo carne y habitó entre nosotros " " y a los que creen en su nombre nos dio el poder de llegar a ser hijos de Dios ".

Y por el bautismo ya lo somos y por eso somos los únicos de los hombres que podemos en serio festejar y dar sentido al placer y de algún modo, vivir desde ya en la tierra la vida, en fiesta que no tiene fin, del mismo Dios.

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