Sermones de NAVIDAD

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

Nochebuena (noche)
Navidad (aurora)
Navidad (día)
2º Domingo después de Navidad
Sermones del Prólogo al Evangelio de San Juan

1996. Ciclo A

NAVIDAD

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 2, 1-14
En aquella época apareció un decreto del emperador Augusto, ordenando que se realizara un censo en todo el mundo. Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria. Y cada uno iba a inscribirse a su ciudad de origen. José, que pertenecía a la familia de David, salió de Nazaret, ciudad de Galilea, y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David, para inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada. Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre; y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue. En esa región acampaban unos pastores, que vigilaban por turno sus rebaños durante la noche. De pronto, se les apareció el Angel del Señor y la gloria del Señor los envolvió con su luz. Ellos sintieron un gran temor, pero el Angel les dijo: «No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Y esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre.» Y junto con el Angel, apareció de pronto una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo:«¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!»

SERMÓN

Anoche. Noche de las noches donde, en un remoto lugar del mundo, Palestina, hace dos mil años, se produjo algo tan natural y al mismo tiempo maravilloso, como el nacimiento de un niño.

No era una clínica, no, como en nuestros días, pero, lo mismo, todo rodeado del misterio de amor de un hombre por una mujer, la expectación de la nueva vida, el temor del parto y luego la explosión de alegría inmensa por el niño y la niña que nacen. Y la imagen mil veces repetida de la madre que mira por primera vez a su hijo con ojos llenos de ternura y de nueva adultez, y la mirada orgullosa, grave y satisfecha del padre.

Claro que en esa lejana noche de Belén no nacía simplemente un niño: en el acto más común y al mismo tiempo más grande que pueda hacer el hombre y la mujer: concebir, dar a luz, nacer, irrumpía en nuestra vida cotidiana, en nuestra dimensión humana, la fecundidad bullente, fructuosa y opulenta de verdadera vida, del vivir de Dios. Dios mismo se hacía hermano nuestro en la historia, en el tiempo, en nuestro trajinar de todos los días, para, desde aquí, llevarnos de la mano a su propia dimensión, a su superna felicidad.

La leyenda ha querido leer en el evangelio que José y María a punto de dar a luz han sido rechazados por todos los vecinos y por un posadero sin alma. La tradición folklórica mejicana incluso tiene esa lindísima fiesta de las posadas , en donde los mariachis van cantando de puerta en puerta de los vecinos un canto de imploración de hospitalidad, y cuando finalmente de adentro les abren, se les convida con comida y regalos.

Pero realmente el relato no dice exactamente eso y ¡qué imprevisor hubiera debido ser José para cargar en un burrito a su mujer a punto de dar a luz sometiéndola a 150 kilómetros de fatigoso camino para llenar un censo que no tenía fecha fija! ¿Donde quedaría ese hombre prudente y justo del cual habla la Iglesia? ¡Y qué historia contraria a la experiencia el que, en su propio pueblo, nadie le hubiera querido recibir, cuando la hospitalidad era característica precisamente de esos pueblos! Para peor algunos incluso ideologizan estos hechos y quieren mostrar a María y a José como sin techo, que ocuparon ilegalmente una vivienda y terreno que no era de ellos, usurpadores de aquellos días...

Toda la confusión nace de un término griego katályma que también, en la literatura clásica, quiere decir albergue o posada, pero que en el evangelista Lucas solo traduce la palabra hebrea sala, habitación. Es el mismo término que usa Jesús para mandar a sus discípulos que preparen la sala, la katálima, de la última cena.

Lo que sucede es que en aquellos días había que seguir las absurdas costumbres judías de la época. El tabú de la sangre. Esa sangre de la mujer fértil que mes a mes la vuelve impura. Y, peor, en un nacimiento: cuando en Israel una mujer daba a luz, quedaba impura durante 40 u 80 días, según fuera el hijo varón o mujer, por la pérdida de sangre que había sufrido. Y los objetos que ella tocaba, el lecho donde reposaba, o incluso cualquier lugar donde se sentara, impuro quedaba. Y si alguno tocaba a la parturienta o entraba en contacto con algún utensilio rozado por ella, caía automáticamente en impureza. Y eso era bravo: el impuro no podía acudir al templo ni a la sinagoga, ni relacionarse con nadie, hasta tanto terminaran los ritos de purificación, que eran complicados y llevaban su tiempo.

De ahí las precauciones que se tomaban en cada parto para encontrar a la parturienta, y a quien la cuidara, un lugar aparte; que generalmente era un ambiente permanente reservado junto a la casa o simplemente un sitio preparado para cada oportunidad.

Es pues alguna de esas habitaciones, la grande única que había en cada casa o aún la reservada para los partos, la que estaba ocupada a lo mejor por huéspedes o familiares que habrían venido para el censo.

Porque en realidad José, según el evangelio de Mateo, está en su casa natal, la de sus padres, ha nacido allí. ¡Quién sabe porqué ha ido a Nazareth, quizá solo para buscar a su mujer, -será recién a la vuelta de Egipto cuando, por motivos políticos se instalará definitivamente allá-. Pero José como buen huésped, también dueño de casa, ha preferido no incomodar a los demás. Ha pensado que era mejor para María un lugar algo más reservado y alejado del movimiento de tanta gente. Y el sitio más apto, decentísimo, obvio, apto para el parto es el establo. Establo generalmente junto a la casa y, a veces, de sus mismas dimensiones, sin menos comodidades que aquella. En esas épocas los animales grandes como la vaca, el buey o el asno, eran carísimos y se cuidaban y querían casi más que a las personas. Sus viviendas no eran mucho peores que las de los humanos. ¡Cuántos labradores de España y de Italia hasta no hace mucho tiempo han convivido en su casa con sus animales! Y quien sabe que dirán de nosotros dentro de cien, doscientos años, cuando comenten que convivíamos en nuestras casas con perros y gatos.

De tal modo, que más allá del folklore, la realidad es que Jesús nace, como estaba mandado por la ley, en un lugar distinto de la sala principal de su casa, ciertamente en un establo, pero bien decente y en su propiedad. Y rodeado del afecto de todos sus parientes. Cuarenta días después, cumplidos los ritos de purificación volverá a la sala y allí los verán los magos como relata Mateo: "al entrar en la casa, encontraron al niño, con María, su madre ".

Pero, mientras tanto, en la paja limpia del pesebre, las profecías se han cumplido: "El buey conoce a su dueño, y, el burro, el pesebre de su señor; pero Israel no me conoce, mi pueblo no me comprende", se dolía Isaías.

Con esta escena del pesebre Lucas no pretende para nada hablar de la pobreza o el abandono de María y de José sino que proclama que el dicho de Isaías ha sido superado. Ahora, cuando la buena noticia del nacimiento de su Señor se proclama a los pastores, representantes de Israel, ellos van a encontrar el niño en el pesebre y empiezan a alabar a Dios. Sí: el pueblo de Dios ha comenzado a conocer otra vez el pesebre de su Señor. Navidad, el pesebre, es para Lucas el inicio del reencuentro de Dios con los suyos.

También nosotros anoche o a lo mejor hoy festejamos Navidad rodeados de nuestros parientes o, al menos de su recuerdo, pero estamos aquí en Misa, porque sabemos que no ha sido simplemente un festejo familiar -como un cumpleaños o una fiesta de quince- en el nacimiento de anoche algo más que humano ha sucedido: en lo más humano que pueda haber que es un nacimiento en medio del amor de los padres, de la familia, pero que ha servido de medio para que Dios se haya hecho hermano nuestro. Y también nosotros queremos, como los pastores, reconocer en el pesebre a nuestro Señor.

Porque sabemos que ese nacimiento, sucedido ya hace dos mil años, ha injertado para siempre en nuestra historia la vida de Dios, a la cual cada uno puede acceder en la fe y en el amor. Más allá de lo humano, Dios, en el Cristo que ha nacido, nos llama a lo divino, a reconocerlo en él.

Y, desde Navidad sabemos también, que eso divino, esa dimensión cristiana de la vida, ni nos separa de nuestra plena inserción en este mundo y sus actividades, ni nos llama a vivir rarísimas formas de santidad. María, José y el niño nos dicen que esa nueva vida que ha traído para el hombre la Navidad puede y debe vivirse en la sencillez de los gestos de amor y servicio cotidiano, en la amistad de los esposos, en el cariño a los hijos, en el trabajo y el estudio, en la esperanza que atempera las desdichas, en la oración que, en sencillez y fe, nos ha de poner todos los días en contacto con el misterio de Dios instalado desde anoche entre nosotros.

Feliz Navidad.

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