Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2003 - Ciclo A

2º domingo de pascua

(GEP 27/04/03)

Lectura del santo Evangelio según san Juan    20, 19-31
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban el Espíritu Santo Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan» Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús Los otros discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!» El les respondió: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré» Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Luego dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos Acerca tu mano: Métela en mi costado En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe» Tomás respondió: «¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: «Ahora crees, porque me has visto ¡Felices los que creen sin haber visto!» Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre

SERMÓN

Desde la época moderna -y gracias sobre todo a Lutero-, comenzó a extenderse la idea de que existía una separación insalvable entre la razón y la fe que, algunos, extendieron a una especie de oposición entre la ciencia y la revelación.

La ciencia, dirigida por la razón, sería lo único serio, verificable, digno de la inteligencia. La fe pertenecería, en cambio, al campo de lo opinable, incluso de lo sentimental, no tendría que ver demasiado con la actividad del intelecto.

Por otro lado, este sentimiento de fe, atañería a la intimidad de cada sujeto sin ningún objeto confrontante. De tal modo que, prescindiendo o no de la realidad objetiva del asunto de esa fe, ella se bastaría a si misma. Lo legítimo, lo válido, sería solo ella, la creencia, la opción interior del tipo de religiosidad que fuera. La palabra fe, terminó, finalmente, por designar la adhesión a cualquier cosmovisión, idea de Dios, modo de existencia, sentido de la vida. Ser católico, ser protestante, ser budista, ser miembro de la secta Moon, resulta igualmente valioso, con tal de que en eso se ponga "fe". Se habla tanto de la fe de los católicos, como la fe de los aztecas, de los polinesios, de los mormones. Perversamente, en el vocabulario común, se hacen sinónimos la virtud teologal de la fe cristiana con la creencia en cualquier cosa.

Esto se ve enredado por ciertas confusiones que crean algunas ceremonias en las cuales se juntan representantes de las religiones más dispares a 'orar', sin saber muy bien a quién o a qué. Ciertamente que el cristiano ha de tener caridad con aquel que yerra, pero también la ha de tener con el que, en la búsqueda de la verdad, se puede ver confundido por esta actitud de aparente amplitud, pero que mete en la misma bolsa la plenitud de la verdad, con verdades a media o incluso gruesos errores.

Encima, Lutero empasteló más la cosa cuando redujo la fe al sentimiento subjetivo de estar salvado por Cristo y la aceptación incondicional de lo que cada uno leía en la Escritura. Ahora, por qué uno tenía que aceptar lo que le decía la Sagrada Escritura y no cualquier otro libro, qué fundamentos había para reconocerse salvado por Cristo, eso no derivaba de ninguna prueba, de ninguna verificación de la razón, sino de la "pura fe", que él identificaba con la iluminación del Espíritu Santo. Se creía, porque había que creer, sin tener que aducir ninguna razón para ello. La fe ciega. ¡Justo la virtud de la fe, que para el católico, es, en esta tierra, la máxima luz de la inteligencia!

De allí que, para el protestantismo, todo se basa en la pura credulidad identificada con la fe y, agravando la cosa, una 'fe' que no podía buscar el hombre, sino que Dios, el Espíritu, se la daba a quien quería. De allí la deducción lógica: si uno no era convencido por la palabra de la Escritura era porque el Espíritu Santo no le concedía la fe. No había nada que hacer. Por supuesto que, entonces, ninguno era culpable de no tenerla.

Pero esta postura conducía a otro error más: llevaba a identificar la moción del Espíritu Santo con la sensación de confianza subjetiva que, de una u otra manera, se suscitaba en los sentimientos. Si uno 'lo sentía', tenía fe y estaba salvado. Si no lo sentía, estaba frito.

Muchas de estas nociones se infiltraron en grupos de católicos. Todavía hay personas que vienen a decirme: "Padre estoy perdiendo la fe", porque dicen que no sienten nada.

Y en esta línea del 'sentir', otros, como los pentecostales, o algunos grupos entusiastas que, aquí y allá, aparecen de católicos, pretenden renovar la "fe" a golpes de histeria colectiva, de recursos puramente psicológicos, pseudo retiros a modo de lavado de cerebros, y mucha participación y mucha música ruidosa y mucha espontaneidad y mucha, dicen, vida. Piensan que exacerbando la sensibilidad y aún alucinándose, se aproximan más a Dios. Como si Dios no estuviera mucho más allá de todo lo sensible y, estrictamente, no fuera imperceptible por nuestros sentidos, que solo son capaces de experimentar lo exterior y material.

A esto se añade otra embrollo, que es confundir la virtud teologal de la fe, la fe que salva, que nos diviniza, participación de la vida divina que gratuitamente nos ha traído Cristo, con el convencimiento intelectual de que lo que sabemos como católicos es verdad. La fe como gracia, como lo que nos diviniza o 'justifica' -en el sentido de San Pablo-, por supuesto que viene de Dios y nadie puede extraerla de sus propias fuerzas o de la naturaleza. Pero el convencimiento básico que me lleva a aceptar como verdadera la enseñanza de la Iglesia, eso no viene de ninguna gracia estrictamente sobrenatural, sino del uso adecuado de mi inteligencia investigando la realidad. Por cierto que, luego, una vez aceptada la fe y, con ella, la gracia, mi convencimiento se transforma en certeza.

Pero, desde el mismo Lutero, hay otro tema que anda fastidiando en la cabeza de muchos, y es sostener que la verdad no existe, o porque la misma realidad es inexistente -como dicen las filosofías orientales, el budismo, el hinduísmo-, o porque es imposible conocerla. Desde Lutero y Kant los filósofos e ideólogos afirman que no conocemos las cosas, sino solo nuestro pensamiento, nuestras ideas sobre ellas. Cada cual tiene su propio pensamiento, opinión, y todas las opiniones son igualmente válidas, porque nada puede ser conocido en si mismo. Así, la verdad, que es la coincidencia del pensamiento con lo que las cosas son, desaparece. De allí que, cuando las opiniones versan sobre cuestiones que tocan a intereses comunes, habrá que lograr una cierta convivencia y, para ello, valdrá la opinión que reúna la mayor cantidad de votos. No la que se ajuste a las leyes de la realidad, sea esta divina, humana, biológica, política o económica. Así estamos.

Por eso, a veces, es penoso escuchar a algún prelado defender que la Iglesia tiene este o aquel derecho, o merece ser respetada o escuchada, porque es la religión de la mayoría de los argentinos. No porque ha sido fundada por Cristo. No porque custodia la verdad. No porque ha sido querida por Dios. Como si el criterio de la mayoría o la minoría tuviera algún peso en el campo de lo verdaderamente científico y de la verdad, o, incluso, del derecho.

Lo que enseña la Iglesia de Cristo no vale por la cantidad de gente que se ajusta o no a sus enseñanzas, sino simplemente porque es la verdad. Porque Dios realmente existe. Porque Cristo es, de hecho, el Señor del Universo. Porque la Iglesia es la encargada por Jesús de alcanzar a los hombres su palabra y sus sacramentos.

Y esto no es una cuestión de pura fe, de opinión, de 'me parece que', 'creo que', 'me inclino por', 'lo siento así'... sino que es algo pensable, que habla a la inteligencia del hombre y que es capaz de ser probado y entendido por aquello que precisamente es lo que nos hace hombres, más allá de la animalidad y del sentir: la razón, hecha para conocer la realidad.

Y, antes que nada, la realidad del existir de Dios. Si eso fuera una cuestión de opinión, no demostrable, que no se pudiera probar, que dependiera pura y exclusivamente de mis sentimientos subjetivos, todo se derrumba, incluso la certeza de mi propia existencia, o que las cosas tengan sentido, o que haya un propósito en el universo. Si no puedo probar mediante mi inteligencia que Dios objetivamente es, nada de lo que venga después tiene sentido, ser cristiano es absurdo, una opinión sin fundamento. No puedo creer 'a' Dios, si previamente tengo también que creer que existe. Sería una petición de principio. Un círculo ilógico. Tengo que tener la certeza racional, inteligente, de que existe y, luego, de que de alguna manera ha hablado en Israel, en la Iglesia, para luego, sí, razonablemente, creer en lo que me dice.

La existencia de Dios es algo que se alcanza mediante una deducción rigurosa de los datos que me presta la realidad, la ciencia. Así como el físico, de ciertos fenómenos constatables deduce ciertamente la existencia de los protones y los electrones aunque jamás los haya visto ni pueda verlos, así, sin la menor duda para el que piensa con rigor y lógica, a partir de la realidad, se deduce, se demuestra, la existencia de Dios. Yo no creo que Dios exista, yo se que Dios existe, por eso, después, sin ningún absurdo, puedo decir "Creo 'en' Dios Padre Todopoderoso ...". No puedo creer 'en' Dios, sino antes no he asegurado, con mi inteligencia, que Dios es. Esto es importante subrayarlo: el 'Credo' no dice "Creo que Dios Todopoderoso existe..." Sino "Creo, tengo confianza, en el Dios que sé -con mi razón, con mi inteligencia- que existe."

Lo mismo: la existencia del pueblo de Israel, su historia, su pensamiento sobre Dios y el hombre, son verificables con los recursos de la ciencia. Todo eso está escrito en libros fidedignos: la Biblia, custodiada por ese mismo pueblo que sigue existiendo y es objeto de mi conocimiento. Puedo calibrar científicamente esa enseñanza, ver si corresponde o no a la realidad del ser humano, si ha representado o no un progreso del pensar extraordinario en la historia de la humanidad, si todo lo que ha anunciado se ha cumplido o no, si sufre la comparación con cualquiera otra cultura o ideología o aberraciones de la historia de la humanidad. Y no hay obra literaria en el mundo que haya sido estudiada con más interés, con más espíritu crítico y con todos los recursos del saber humano que la Biblia.

También puedo comprobar, contrariamente a otras leyendas y mitos, la existencia de Cristo, su increíble influjo en los que lo rodearon, la certidumbre de éstos sobre su Resurrección. También, bajo la lupa de mi inteligencia, pasan las pretensiones de la Iglesia Católica de ser depositaria de su palabra y de su misión de transmitir la gracia, el espíritu de Dios. Para ello tengo profecías, milagros, pasmosas realizaciones humanas, ejemplos heroicos de santidad, transformación del mundo, constante cotejo de sus afirmaciones con la razón, con la inteligencia, en un cuerpo doctrinal luminosísimo, bellísimo, en donde el pensamiento humano, su inteligencia, ha alcanzado cumbres insospechadas... Tengo finalmente la casi evidencia lúcida y resplandeciente de la coherencia de su enseñanza, de la inteligibilidad de sus dogmas, de la profundidad maravillosa de su teología. Tengo la comparación con otras pretendidas religiones preñadas de errores y contradicciones.

Solo la ignorancia, la ceguera, la pereza mental, la desviación moral, el miedo a tener que convertirse, o la soberbia -a lo mejor el mal ejemplo de los cristianos que o no son coherentes con su fe o no saben explicarla- pueden apartar a un cerebro humano bien dispuesto de encontrarse con la verdad.

Y es cierto que vivimos, lamentablemente, en una época en donde, salvo en el campo de las ciencias duras, pocos hay que se dediquen o tengan ganas de pensar en serio, y menos sobre estas realidades que hacen al sentido de la vida y del ser. Demasiado distraídos estamos con la televisión, con la politiquería, -¡ojalá fuera con la verdadera política!-, con las diversiones, con la supervivencia de todos los días, para ponernos a reflexionar en las cosas de Dios. Demasiado acostumbrados a lo fácil, para ponernos a leer o razonar con rigor. ¡Es una pena!

Pero, ¡por Dios!, no confundamos la Fe católica construida sobre la inteligencia indagando la realidad, ni con la fe fiducial o sentimental protestante, ni con las opiniones subjetivas de los individuos, las voten o no, ni con los sentimientos fanáticos de las sectas, ni con las euforias colectivas, ni con las histerias promovidas por chamanes, brujos o pastores electrónicos, ni con excitaciones inducidas con barullos de bombo y de guitarra. No la comparemos con nada que no esté iluminado por la razón, por el logos, por la palabra.

Con enorme humor, el evangelista Juan, que comienza su evangelio precisamente con la famosa frase "En el principio era el Logos, el Verbo", es decir, la palabra, la inteligencia, la razón... y que, en todo su escrito, intenta darnos razones para que lúcidamente podamos aceptar esa palabra iluminadora de nuestra inteligencia, este Juan, digo, pone la confesión de fe más alta de todos los tiempos o al menos de todos los evangelios, en boca de aquel que quiso dudar, que quiso pensar, que quiso asegurarse, Tomás, el mellizo. Tomás lo pensó toda la semana, pero cuando llegó al domingo siguiente, no simplemente aceptó la evidencia de sus ojos -también hubiera podido pensar que estaba sufriendo una ilusión, un ataque de locura, y recurrir al psicólogo- sino que avanzó con su inteligencia más allá de lo que veía con sus ojos: viendo nada más que al hombre, a Jesús, llegó a la conclusión -eso sin verlo, deduciéndolo-, de que era "su Señor y su Dios".

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