Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1971 - Ciclo C

2º domingo de pascua
Domingo 'in Albis'

Lectura del santo Evangelio según san Juan    20, 19-31
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan» Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!» El les respondió: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré» Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Luego dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe» Tomás respondió: «¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!» Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre.

SERMÓN

Hace algunos años, en ocasión de las primeras llegadas de aparatos espaciales a la Luna, recuerdo haber leído, en un diario de Buenos Aires, una carta de un lector que, con agudos e ingeniosos argumentos, pretendía demostrar que dichas llegadas eran imposibles y, por tanto, mentiras: un gigantesco fraude hecho a nivel internacional, con no sé qué oscuros fines.

Nunca supe si dicha carta había sido escrita o no en serio. De todos modos, nadie podía negarle el derecho a este buen señor a dudar hasta que no le llevaran a él mismo a tocar con sus narices el suelo lunar.

De los que estamos aquí, no creo que haya nadie que ponga en tela de juicio el que, efectivamente, el hombre ha desembarcado en nuestro satélite, y, sin embargo, ninguno ha sido testigo inmediato de un alunizaje. Por más que en esos días hayamos escudriñado todos la superficie selenita, a ojos desnudos, ella continuó mostrándonos su imperturbable rostro de siempre .

A pesar de ello, no dudamos del hecho, porque tenemos la certeza moral de que la organización científico- militar que ha hecho posibles estos viajes -y a la cual tampoco conocemos directamente- es algo serio. Creemos que las fotos y relatos de la prensa son fidedignos; que las imágenes de la televisión no están fabricadas en un estudio; que, en esto, los gobiernos no tienen interés en engañarnos.

Si nos ponemos a pensar, la mayoría de los conocimientos que constituyen nuestro caudaloso o magro bagaje de ciencia, de las cosas que sabemos, está constituido por certezas de este tipo. Cosas que sabemos, no porque las hayamos visto o tocado, sino porque las hemos escuchado de nuestros padres y maestros, o leído en diarios y libros, escuchado en la radio o visto en la televisión.

¿Qué certeza tenemos de la existencia de San Martín o de Alejandro Magno, de la China o de Alaska, del átomo o de los satélites de Júpiter, sino la que proviene de la confianza que nos merece la seriedad de los historiadores, de los geógrafos, de los investigadores? Jamás he visto personalmente a Nixon ni a Lanusse. No obstante, no tengo la más mínima duda de su existencia. Las mentiras de la prensa no llegan a tanto como para engañarnos en esto.

Así pues, casi todo lo que sabemos se debe a la confianza que tenemos en nuestros semejantes. Confianza que no sólo toca el campo de nuestra inteligencia, sino también de nuestra propia vida. ¿Por qué no dudamos en ingerir una serie de píldoras multicolores, que perfectamente podrían ser veneno, cuando nos las recomienda el médico y traen el sello de un laboratorio y el permiso del Ministerio de Salud Pública? ¿Por qué no trepidamos en tomar un camino que, a lo mejor, podría terminar en un precipicio, cuando vemos un cartel o un mapa de Vialidad que nos lo indica como seguro?

Si no confiáramos, dentro de ciertos límites, en el testimonio de nuestro prójimo, no sería posible saber casi nada, ni, absolutamente, vivir en sociedad. Hay una confianza fundamental que es indispensable para permitir toda convivencia .

Sin embargo, es evidente que tampoco podemos prestar fe a cualquiera o a cualquier cosa. No vamos a creer todo lo que dice la vecina, acostumbrada al chisme, ni al diario sensacionalista y tendencioso, ni al cuentero de la oficina, ni al corredor que viene a vendernos sus productos a casa, ni al político y al candidato, ni al cizañero o al adulador. Tenemos nuestros criterios para asentir o no a las cosas que escuchamos o nos dicen. De no creer nada a creerlo todo, hay un ancho espacio. Creemos a nuestros padres, a las personas que nos quieren, a nuestros amigos de confianza, al gobernante que aparece honesto, al sacerdote que vive lo que predica, al libro de un autor serio, al laboratorio de prestigio, al hombre de honor.

Es difícil alcanzar el equilibrio. El mundo moderno es una curiosa mezcla de credulidad e incredulidad. Da fe a los demagogos más exaltados, se niega a oír al razonable y realista; se ilusiona con las utopías más absurdas, da la espalda a la cordura y la prudencia; acepta las calumnias más indignas, duda de la honestidad de los rectos; se emboba frente al charlatán de lengua fácil, rechaza la palabra del sabio. La última pavada del diario o del compañero es más "oráculo" que el consejo de los padres. La pedantería del "sexólogo" con título, o del sociólogo, le es más perentoria que las máximas de prudencia de los viejos. Se regula supersticiosamente por el horóscopo del astrólogo, o la moda de turno, y se burla con desprecio de las viejas y probadas leyes y costumbres.

Pero, todo esto nada sería. No toca sino temporalmente nuestra vida o nuestro camino de seres humanos. Nos podrán hacer más o menos felices o infelices; no mucho más. Pero sí hay algo en lo cual se juega totalmente nuestro destino de hombres: no solamente una discusión ocasional, o el remedio adecuado para una enfermedad, o el partido que asumirá el gobierno, o la marca de licuadora a comprar... sino la posibilidad misma de desarrollarnos plenamente como hombres y, en última instancia, vivir para siempre felices o desgraciados. Este algo es si debemos o no creer en Cristo, si debemos prestar fe o no a lo que nos enseña la Iglesia.

Ha habido testigos de Su Resurrección y, por tanto, de Su divinidad. El planteo, pues, que debemos hacernos es éste: si podemos creerles a ellos y a sus sucesores. ¿Nos basta para creer el testimonio de sus muertes cruentas, en aras de su fe? ¿La admirable propagación del cristianismo por toda la tierra, a partir de esos pobres doce hombres frente al poderío del romano Imperio? ¿La extraordinaria civilización que, a partir de eso, se supo construir? ¿Nos dice algo la sangre de miles de mártires y cruzados, el ejemplo de tantos santos y santas, humildes y ricos, incultos o eruditos, conocidos y desconocidos? ¿El esplendor de un cuerpo doctrinal estupendo, capaz de responder a las últimas preguntas que puede hacerse un ser humano?

¿Nos bastan para creer dos mil años de fabulosas realizaciones, conquistas y milagros? ¿Nos basta el testimonio actual de una Iglesia que, en medio de la persecución más sutil e insidiosa que jamás haya sufrido, en el disloque de las mentes y de las costumbres a raíz de una propaganda falaz y de una educación atea, en el desgarrón de sus tristes divisiones internas, nos da el ejemplo de miles de hombres y mujeres consagrados en misiones? ¿una Iglesia que ha sabido -no hace mucho- oponer el pecho de miles de españoles al avance del marxismo, y que grita su fe desde las cárceles inhumanas de Cuba, y clama a Dios en Hungría y en Polonia, y se desangra en los templos bombardeados de Vietnam o de Camboya?

¿Nos basta para creer el llamado que Dios hace en lo profundo de nuestras almas; en la paz y dulzura que enardece nuestros corazones; en la fortaleza que electriza nuestros miembros?

Sí, basta. Basta mil veces, a aquel " que tenga ojos para ver y oídos para escuchar, y un corazón que entienda " (Cf. Deut 29, 3). Y Dios iluminará con el don de la fe nuestros espíritus para que no sólo creamos, sino que vivamos de acuerdo a nuestra fe, y sepamos defenderla. Para así merecer, finalmente, el elogio del Señor: " Felices los que crean sin haber visto. " (Jn 20, 29)

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