Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1989 - Ciclo C

2º domingo de pascua

Lectura del santo Evangelio según san Juan    20, 19-31
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan» Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!» El les respondió: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré» Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Luego dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe» Tomás respondió: «¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!» Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre.

SERMÓN

Tradicionalmente el segundo domingo de Pascua, -Domingo 'in albis', como se llamaba antes, porque era el último día de la octava en que los bautizados en Pascua llevaban puestas sus 'albas' de 'candidatos', de recién bautizados- se aprovechaba para decir algunas palabras respecto de la fe y, por ello, se lee este famoso pasaje de las dudas de Tomás en el evangelio de Juan.

El asunto es que, a través de los siglos, este tema de la fe ha adquirido significados que, poco a poco, lo han hecho irreconocible. En el lenguaje común "fe" ha terminado por significar cualquier tipo de opinión o confianza convencida basada no en argumentos racionales sino en sentimientos subjetivos. Lo mismo el verbo "creer", que se utiliza, precisamente, cuando no estamos seguros de una cosa "yo creo que" es lo mismo que "yo opino" o "me parece".

Entonces, cuando se dice: "el cristianismo es una cuestión de fe", "creés o no creés" -tal como podés creer en el Buda o en Confucio o en una curandera o en brujas o en fantasmas o en Pugliese (1)- parecería que allí no se juega nada objetivo. Uno cree en 'esto', otro en 'aquello' y ambas son 'creencias' respetables. Cada cual lo suyo, no se impone ninguna idea. Libertad plena de opinar lo que a uno se le antoje sobre cualquier cosa. En realidad y en sentido etimológico: 'in-diferencia'.

Que en lo que respecta al cristianismo, esto comience con Lutero no habrá de extrañar a nadie que sepa cómo todas las desviaciones del pensamiento moderno tienen su origen más o menos cercano en este hereje.

Porque, en el campo de la fe, Lutero confundía la adhesión que se prestaba a la Revelación con una mera confianza, en la línea de los sentimientos y, de ninguna manera, la apuntalaba sobre una sólida estructura de la razón, como lo hacía y lo hace la teología católica. Para Lutero la razón no intervenía en el plano de la fe. Allí la denominaba: "la Gran Prostituta". Ni siquiera en los prolegómenos de la fe, como, por ejemplo, las pruebas racionales de la existencia de Dios.

Todos sus discípulos entendieron, desde entonces, que la fe era cuestión de sentimiento, no de inteligencia. Tanto más que, en el campo filosófico, el protestantismo y su progenie kantiana negaban a la mente humana el poder conocer 'objetivamente' la realidad. Lo único que uno conoce -decían- son los 'propios pensamientos', no 'las cosas en sí'.

De tal manera que, como todos los pensamientos no valen en su referencia objetiva a 'la realidad', sino en cuanto son producidos por los 'sujetos'; dado que todos los sujetos son iguales, todos los pensamientos tienen los mismos derechos, y todos son "verdaderos" -si es que la palabra 'verdad' tiene allí algún sentido-. Cuando se trata de emprender algo en común, pues, para que todo no sea anárquico, habrá de recurrir al voto. La 'verdad' circunstancial será, así, la que elija la mayoría.

Por supuesto que estos dislates surgidos de la cabeza de Lutero y de Kant y de tanto filósofo moderno y contemporáneo, en las cosas inmediatas de la vida las rechaza el sentido común. A nadie se le ocurre, si tiene alguna enfermedad, reunir a sus vecinos para que voten el diagnóstico y la terapia, sino que acuden al que se supone que sabe, al médico. Pero esta filosofía subjetivista disparatada sigue imperando, desdichadamente, en áreas más ideologizadas o de consecuencias menos inmediatas, como la economía o la política o la religión.

Pero no hablemos de política; hablemos de religión. ¿Será verdad que todas las religiones son iguales? ¿que yo creo en el budismo, vos en el protestantismo, aquel en el Islam y se trata solo de una 'cuestión de fe', en la cual no intervine la razón y por lo tanto es imposible convertir y, menos, tratar de afirmar con autoridad a nadie nada?

Digamos: si entendemos como 'fe' nada más que una opinión subjetiva de cada uno, basada en una mera simpatía o sentir o circunstancia cultural, ciertamente eso no es la fe cristiana.

Es posible que ese tipo de fe sea la que tengan muchas ideologías y mitos religiosos antiguos y modernos, pero ciertamente no la fe cristiana. Y, quizá, lo que confunda es poner a todas las religiones en el mismo costal y pensar que, como se hace en las estadísticas de la UNESCO, el cristianismo sea 'una' de las religiones de la humanidad, junto con un montón de otras.

Quizá sería bueno dejar de llamar 'religión' al cristianismo, ya que no se puede dejar de llamar 'religiones' a las que se consideran tales. Pero usar el mismo término para ellas y el cristianismo es equívoco. Porque, por un lado, lo que tenemos es una serie de concepciones del hombre y del universo cuyas fuerzas o partes mitologizadas, son adoradas y propiciadas precientíficamente, supersticiosamente, por sacerdotes brujos y cuyo lugar, poco a poco, será ineluctablemente desplazado por la ciencia y la técnica. Y, por otro, tenemos al gran troncón judeo cristiano que afirma que hombre y universo no son divinos, -ni sus fuerzas interiores o exteriores-; no se explican, pues, a sí mismos, y por lo tanto ni ellos ni sus partes o fuerzas son divinidades, ni demonios, ni genios, ni hadas, ni ángeles, ni espíritus a ser propiciados mágicamente. Son, simplemente, naturaleza y fuerzas naturales, y exigen la existencia de un Ser perfecto del cual todo dependa.

Esto no es cuestión, en sí misma, de fe ni de opinión. Esto 'se demuestra' a nivel de pensamiento racional, del mismo modo que, en el orden matemático, yo puedo constatar que dos más dos son cuatro, o el teorema de Pitágoras.

Mucha gente podrá seguir opinando lo contrario -como muchos siguen votando por Alfonsín- pero lo que pensaba el hombre de Neanderthal sobre la realidad no cambió la realidad de las cosas. Las cosas son lo que son aunque esto no sea siempre transparente sino para los que se acercan a ellas sin prejuicios y con paciencia y con probidad intelectual. Lamentablemente son los menos.

Excluidos, sin más, -por razones científicas y racionales- todos los mitos y pseudoreligiones que no provengan de ese troncón judeo cristiano, el que ese Dios Trascendente haya querido manifestarse en Jesucristo y en su prolongación que es la Iglesia Católica, tampoco es cuestión de fe. Es algo a lo cual podemos perfectamente acceder por la razón. Por supuesto que estudiando. Convicción avalada no por ningún sentimentalismo ni obcecación, sino por hechos contundentes, objetivos, fácticos. Todo ordenado en un enlace lógico sin fisuras y que nos presenta la única concepción capaz de dar una visión luminosa del universo y que explique todas sus incógnitas.

Y solo porque, para su última coherencia, trata de cosas futuras, 'esjatológicas', por su índole misma incognoscibles desde el presente -es lo propio de cualquier obra 'in fieri', en progreso, en formación en el tiempo, como lo es la creación- existe un campo incomprobable pero razonable sobre el cual el cristianismo predica.

Y aún esta aceptación de lo incomprobable la exige la mismísima razón: porque si, por no querernos abrir a este futuro esjatológico y trascendente que nos revela Cristo con su Resurrección, nos cerráramos en el universo del ahora, renunciaríamos a nuestra razón. Porque, en el ahora, la fórmula no cierra: el universo y la vida humana se hacen incomprensibles, absurdos; y esto choca contra el natural deseo de coherencia y de saber exigidos por la inteligencia.

El probar, pues, que la fe católica es la única verdadera; y que es razonable el aceptar, aún afirmar, aquellas cosas que, por ser futuras o trascendentes, está más allá del actual alcance del humano cerebro, esto no es cuestión de fe o de creencia sino de 'ciencia'. Lo mismo que señalar los errores, la contradicción o el absurdo, en que, en mayor o menor medida, -y también con verdades, por supuesto, que por el solo hecho de serlas son nuestras- incurren todas aquellas ideologías o mitos religiosos, o pseudocristianismos separados del troncón de la única Iglesia.

El que mucha gente no haga este estudio, esta inquisición, e, incluso, el que una sola persona no pueda de hecho dominar todos los aspectos filosóficos, documentales, históricos, interpretativos, teológicos, del cristianismo, es normal, aquí como en cualquier otra ciencia. En la comunidad humana es razonable que nos repartamos los campos del saber, y el médico aproveche los conocimientos científicos del ingeniero y este a su vez los del médico. No podemos saber todo y de todo, lo cual no quita que esta confianza mutua sea, en su justa medida, razonable; como sería irracional negarse a utilizarla y querer saberlo todo por si mismo. Igual sucede con el cristianismo.

Pero, entonces, ¿por qué se llama 'fe' a la 'fe católica'? Es que la palabra 'fe' y 'creer', en la Iglesia, no tienen, de ninguna manera, el significado post-luterano y hoy común del término.

Se trata de un 'asentimiento firme' e inconmovible que, en todo caso, se aparta de cualquier asentimiento meramente racional por cuanto, en el cristiano, por este asentimiento pasa la convicción, luminosidad y firmeza por medio de lo cual Dios mismo 'sabe' y 'conoce'. La 'fe' no es sino una participación, más allá de mi mero saber humano, del saber mismo de Dios.

No 'en lugar de', sino 'además de' lo que yo científicamente estoy persuadido por mi razón, pasa, por mi inteligencia, un fluido de luz divina que eleva mi inteligencia y la sublima. Así me levanta a un modo de pensar sobrehumano, divino, sobrenatural.

Puede ser que esa fe supla mi imbecilidad o mi ignorancia subjetivas, pero no es así en la estructura 'objetiva' del acto de fe, que está construido sobre solidísimas razones.

Cuando alguien, pues, dice: "bueno, eso de Cristo o de Marx o de Buda es una cuestión de fe", está diciendo una gran macana. Como afirmaba San Pedro, debemos saber 'dar razón' de nuestra fe. Pero se llama fe, y es sobrenatural, en cuanto allí comienza el proceso de nuestra divinización, y en cuanto acompañada de la esperanza y la caridad. Cuando, amén de ser una convicción intelectual, pasa a ser una entrega personal de toda la vida y la existencia al Cristo viviente y resucitado.

El cristianismo en el plano natural tiene tanto derecho a defender y aún a enseñar obligatoriamente el cristianismo -por ejemplo el padre a los hijos y el gobernante a sus gobernados, como el Ministerio de Salud o la Academia de Medicina, determinadas medidas higiénicas o terapias o concepciones de salud, prohibiendo, al mismo tiempo, el ejercicio ilegal y falso de la medicina. Una autoridad que no se preocupara de la salud de sus dirigidos, sería menos dañina que la que no se ocupara de su salvación.

Pedir a Dios que avive nuestra fe no es, pues, que nos de más seguridad en nuestras convicciones católicas -para eso estudiemos y leamos- sino para que eleve nuestro espíritu en santidad, y para que, no en el cerebro, no en el papel, no en la computadora, sino en la vida y el testimonio sepamos, en toda circunstancia, reconocer a Jesús como nuestro Dios y Señor.

1- Ministro de economía de brevísima duración en el tiempo de la homilía.

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