Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2004 - Ciclo C

3º domingo de pascua
(GEP 25/04/04)

Lectura del santo Evangelio según san Juan  21, 1-19
Jesús se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Sucedió así: estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar» Ellos le respondieron: «Vamos también nosotros» Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada. Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era él. Jesús les dijo: «Muchachos, ¿tenéis algo para comer?» Ellos respondieron: «No» El les dijo: «Tirad la red a la derecha de la barca y encontrarán» Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla. El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: «¡Es el Señor!» Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua. Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los peces, porque estaban sólo a unos cien metros de la orilla. Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas y pan. Jesús les dijo: «Traed algunos de los pescados que acabáis de sacar» Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió. Jesús les dijo: «Vengan a comer» Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres?», porque sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos. Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?» El le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos.» Le volvió a decir por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» El le respondió: «Sí, Señor, sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas» Le preguntó por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras joven tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras» De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: «Sígueme»

SERMÓN

           Este largo, bello y casi feérico pasaje evangélico forma una unidad interesantísima, ya que se revela claramente como un apéndice del Evangelio de Juan. Los exégetas están de acuerdo en que se trata de un colofón añadido al evangelio primitivo, ciertamente auténtico, pero no de la misma mano que el autor de aquel. Es una especie de resumen y complemento que termina -dejándolos, sin embargo, en precario equilibrio- por integrar los dos tipos o estilos fundamentales de Iglesia que habían surgido del movimiento de Cristo el Resucitado. Uno el estilo de iglesia llamada, convencionalmente, por los estudiosos, "petrina" (de 'Petrus'). Al viejo estilo de las sinagogas, con su Consejo de Ancianos - 'presbíteros', en griego-. Iglesia fuertemente estructurada, jerarquizada, vigilada por un inspector, un 'epíscopus', en griego, un obispo, en castellano -que eso quiere decir episcopus, obispo: 'el que vigila'- y guiados por un Consejo supremo, el Sanedrín, con su presidente o 'nasP. (Pedro y los once. El Papa y los obispos, o el Concilio, o el Colegio de Cardenales.) La expresión 'atar y desatar' es, precisamente, de origen judío: designaba el poder del Sanedrín -y, más tarde de los grandes rabinos-, de tomar decisiones preceptivas en el campo de las leyes y la doctrina. Las reuniones dominicales se estructuraron en esas iglesias petrinas según la dinámica de las de la sinagoga, lo cual aún es perceptible en nuestras celebraciones.

        Sin embargo, en la segunda mitad del primer siglo, existía otro tipo de iglesias, el denominado 'Joánico' o 'juánico'. Fue el inspirado y liderado por el "discípulo amado". Con sus grupos distribuidos por Asia Menor, intentaban ser comunidades fraternas, reunidas alrededor no tanto de una autoridad, un funcionario, sino de la figura llena de atracción y de carisma del discípulo amado. No del mando casi jurídico y punitivo que podía tener Pedro -o Pablo- sino del magnetismo de Juan -llamémoslo así al discípulo amado, aunque no es claro que lo sea-. Juan, plenamente identificado y enamorado de Cristo.

        Digamos, pues, que Pedro tenía la autoridad de su puesto, de su lugar, del cargo. Juan, en cambio, la de su personalidad santa, amadora y amada de Jesús, llena de Espíritu. Precisamente ese Espíritu, ese Paráclito, que, en la teología de sus comunidades, cumplía la función de dirección no humana, de magisterio. Al "quien a vosotros escucha a mí me escucha", de las comunidades petrinas, se insiste, en Juan, que el que enseñará toda la verdad y conducirá a la Iglesia será el Espíritu. Y la comunidad juánica quiere vivir de ese Espíritu, estructurar la Iglesia no en jerarquías, sino en pura fraternidad unida por la caridad, por el amor y, en sus reuniones, antes que nada, alimentada por la Eucaristía.

        Pedro y Juan encarnan pues como dos visiones distintas. Visiones, empero, que nuestro pasaje de hoy, quiere declarar complementarias, ambas necesarias. La estructura petrina, la autoridad, las decisiones, las órdenes, las enseñanzas, la obediencia, los ritos, los anatemas, aunque inevitables, no bastan; tienen que integrarse y recibir la savia y la forma del amor, de la figura de Cristo encarnada por los santos, vivir la fraternidad igualitaria de los que se saben inspirados y vivificados por un mismo espíritu, por un espíritu que es, antes que nada, vida divina injertada en lo humano, Verbo, hecho carne de amor en Jesucristo.

        ¿Quién no se da cuenta de que este delicado equilibrio, este enriquecimiento mutuamente necesario ha coexistido en la Iglesia durante toda su historia? Por la un lado la Iglesia jerárquica, el Papa, los obispos, las parroquias, los presbíteros, los teólogos o doctores, los laicos. Todos ellos ocupando un lugar, una función. Prescindiendo de su santidad o no, promulgando o cambiando leyes con legítima autoridad, moviendo la liturgia, administrando válidamente sacramentos sean lo que fueren como personas, ordenando esto o aquello, escribiendo documentos, definiendo doctrina, implicándose por necesaria conveniencia en realidad, mundanas y políticas. Es quizá lo que la gente entiende cuando se afirma "La Iglesia opina tal cosa"; "La Iglesia se opone a esta política, a esta medida económica"...

        Y sin embargo, todos sabemos que la Iglesia es mucho más que eso; que, junto a ese tipo de actividad y, a veces coincidiendo con ella, se encuentra la vida de los santos, los movimientos liderados por figuras surgidas no necesariamente de la jerarquía pero fundadores de espiritualidad, de grupos, de congregaciones, de asociaciones de laicos. Y también los santos anónimos, las familias cristianas, los que participan piadosamente de la Eucaristía, los que rezan y leen, los que trabajan y penan, los que ejercen la caridad, los que ayudan y sufren en los hospitales, los que, por sobre todas las cosas, saben que la Iglesia está constituida por aquellos que han sido llamados por el infinito amor de Dios a ser sus hijos adoptivos, a elevar su vida humana mediante la vitalidad de la gracia, a crecer en fe, esperanza y caridad y, mediante ella, alcanzar un día la gloria. Más aún: los que saben que la definitiva ubicación y jerarquía en el cielo no dependerá de otra cosa sino de la caridad, y del puesto mundano o eclesiástico que se haya tenido en este mundo.

        Por eso, por ejemplo, es ridículo que haya movimientos feministas que aspiran, dentro de la Iglesia, al sacerdocio de las mujeres, cuando lo único y definitivo, más allá de las vanidades humanas que puedan adornar este aquel cargo, es crecer en la caridad, que se alcance o no la santidad -haya sido ella canonizada o no, en esta tierra, por la jerarquía eclesiástica-. La única canonización que ha de interesarnos es la definitivamente Dios nos reconozca en el cielo. La única función o cargo al cual debemos aspirar es el que mejor nos permita hacernos santos, más unidos a Jesús, sirviendo a Dios y a nuestros hermanos en este mundo, unidos a Jesús en oración y Eucaristía y siguiéndolo por su camino.

        Eso es lo que, finalmente, como en un acta de integración de los dos tipos de iglesia, nos muestra el evangelio de hoy, en una escena densa de recuerdos reales pero, también, preñada de simbolismos.

        Allí están los jerarcas en la barca de Pedro, pescando, sin Cristo, de noche -oscuridad-, confiados en sus propias fuerzas y encaminando sus miras a objetivos puramente humanos. Como cuando la jerarquía se reúne a hablar de problemas sociales o de política, o de pura moral o, por miras de diálogo interreligioso o ecuménico, se silencia la figura de Cristo. No hay que hablar, supuestamente, de lo que divide, de la verdad -ya que dijo Jesús era una espada que cortaba-, de la gracia de Cristo, sin la cual nadie puede salvarse y ni siquiera construir una mediana sociedad, de aquello que Jesús dice a los suyos, de la necesidad de estar en su gracia, de huir del pecado, de bautizarse y de vivir, luego, como hijos de Dios. Con ello podemos ofender a los no cristianos. Se hablar a la manera de un político, de un sociólogo, de un economista, hasta de un consejero sentimental, de un maestro de ética, que puede coincidir con el Dalai Lama, con Mahatma Ghandi, con Confucio, con el secretario de las Naciones Unidas, o de la Unesco, o del Club de Leones, o del Rotary... El prelado que así procede, está seguro de ser aplaudido por los periodistas, por la Prensa. Gravemente los políticos aprueban -mientras no toquen sus intereses o sus ideologías-, lo afirmado en sus humanos documentos. Documentos sin fibra que, incluso, tratan de ser respetuosos -¡no vayan a reaccionar demasiado!- con los comportamientos más aberrantes. Y antes que nada, cuidadosos de no promover las penas con las cuales hay que defender a la mayoría de la sociedad contra los delincuentes y, sobre todo, confesando, como si fuera el Credo, su respeto por las instituciones democráticas y las Constituciones -aunque esas instituciones sean patrañas estatistas tipo Castro, y las Constituciones y las leyes ya reconozcan cualquier ofuscación inmoral y anticristiana-.

        Bueno, así, navegando en la noche, en el mar de este mundo, sin Cristo y sin luz, por más que trajinen y hablen y echen sus redes, no pescarán nada. Es la jerarquía, el obispo, el párroco, la comunidad, que permanecen cristianamente estériles, aunque puedan conseguir público, cuando privados de Cristo, cuando realizan actos puramente formales, o convierten su prédica y su acción en mero club, o partido, u organización de ayuda y asistencia social, y su liturgia y sus encuentros en un mero acontecimiento festivo, un compartir quizá alegre, ruidoso, bochinchero, divertido, ¡atractivo!, pero a nivel puramente humano.

        Solo empieza a salir la luz, el alba nace, la madrugada, cuando aparece el Señor, cuando se oye su voz, se hace caso a sus palabras. Un Cristo ciertamente viviente, pero, al mismo tiempo, cercano y lejano, majestuoso. Es Él mismo, pero no se lo reconoce. Su amistad lo acerca a los suyos, pero permanece siendo el Señor: imponente como hombre y como jefe, hijo de David, rey de los Judíos; augusto como Resucitado y Señor del Universo; majestad suma como Dios, Verbo eterno e inmutable del Padre. No: la confianza jamás -en el verdadero discípulo- entrará en colisión con el respeto, con la adoración, con la humildad agradecida.

        Pedro se echa al mar, desnudo, como el pobre hombre que es y, en ese despojo y ese arrojo, adquiere nueva grandeza. Grandeza que no perderá, al contrario, cuando, viejo, extenderá sus brazos y otros lo atarán y lo llevarán a donde no quiera; crucificado, él también, en Roma, en el circo de Nerón o en la desfiguración de su parkinsoniana enfermedad. Allí será más Pedro que nunca, seguidor de su crucificado Señor. No basta su nombramiento -dice nuestro evangelio de hoy-, es necesario imitar al Señor, seguirlo.

        Gracias a Dios, a veces, no tantas, la iglesia jerárquica o coincide con la iglesia del espíritu y de la caridad. ¡Qué bueno sería tener siempre un obispo, un párroco que no solo tuvieran el correspondiente nombramiento y autoridad, sino que, además, fuera santo y su diócesis o su parroquia, no una jurisdicción territorial, sino un hervor de fe en Jesús, de apostolado y de verdadera caridad!.

        Finalmente la gran Iglesia recibirá tanto los evangelios 'petrinos' -Mateo, Marcos, Lucas- como el de Juan.

        Y, por su parte, el redactor de este colofón al evangelio de los discípulos de Jesús en la línea de Juan, reconoce, finalmente, el ministerio de Pedro. Pero lo subordina totalmente al conocimiento, secuela y presencia de Cristo y al primado absoluto de la caridad, del amor. No la filantropía declamada de los políticos, o la visita protocolar, filmada y fotografiada a los que sufren, ni los telegramas de condolencia a las autoridades o a los parientes de las víctimas de catástrofes, atentados y accidentes, ni los grandes y voluntaristas consejos sociales declamados a los demás, sino la apasionada unión de amor a Cristo, confesada por Pedro triplemente, sin soberbia, desde su pequeñez, en conciencia humilde de sus anteriores negaciones y con la promesa firme de apacentar a ovejas que no son suyas, sino de Jesús, con especial cuidado por los más inermes, los más sujetos a los lobos, los pequeños corderos (nombrados en primer lugar), los pobres, los jóvenes, los ignorantes.

        Y, entre la palabra al alba, al salir del sol de Jesús, la única red de la única Iglesia (no las muchas redes tramposas de las muchas religiones), el arrojarse al agua de Pedro y su promesa final y definitiva, una vez confirmado su oficio de cuidad a los hermanitos de Cristo y de él mismo, seguirlo hasta la muerte, -y por ese mismo acto, aceptado por la Iglesia de Juan en el medio, en el centro, ¡la Eucaristía!, el fuego de Jesús, su Espíritu transformándonos en brasas, su pan y su pez -antiquísimo signo de la Eucaristía- alimentándonos para la verdadera vida. Centro del vivir cristiano, si celebrada, rezada, orada, ofrecida y recibida como corresponde, en luminoso reconocimiento de Cristo, sabiendo que es el Señor, a pesar a lo mejor, del celebrante, de la pobre o torpe apariencia de la visible Iglesia, lo mismo, siempre, dadora de fuerzas y de gracia, alimento que conduce a la lucha, quizá a la cruz, y, finalmente, a la vida eterna, a la costa, al puerto resplandeciente y definitivo del cielo.

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