Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1974 - Ciclo C

3º domingo de pascua
28-IV-74

Lectura del santo Evangelio según san Juan  21, 1-19
Jesús se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Sucedió así: estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar» Ellos le respondieron: «Vamos también nosotros» Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada. Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era él. Jesús les dijo: «Muchachos, ¿tenéis algo para comer?» Ellos respondieron: «No» El les dijo: «Tirad la red a la derecha de la barca y encontrarán» Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla. El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: «¡Es el Señor!» Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua. Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los peces, porque estaban sólo a unos cien metros de la orilla. Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas y pan. Jesús les dijo: «Traed algunos de los pescados que acabáis de sacar» Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió. Jesús les dijo: «Vengan a comer» Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres?», porque sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos. Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?» El le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos.» Le volvió a decir por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» El le respondió: «Sí, Señor, sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas» Le preguntó por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras joven tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras» De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: «Sígueme»

SERMÓN

Quizá no todos sepan que, en su origen precristiano, la palabra latina ‘sacramentum’, sacramento, designaba no estrictamente un hecho religioso, sino el compromiso solemne de lealtad que los soldados del antiguo imperio romano juraban a sus respectivos generales. Este juramento creaba entre el legionario y el general un vínculo personal que iba mucho más allá de la mera obediencia al grado jerárquico, o a las leyes, o a la idea de patria. Más que al país o al Imperio el guerrero se sentía ligado a su jefe.
Hasta el último de los infantes hubiera dado su vida por un Mario o un Julio César o un Constantino, aunque éstos –como de hecho lo hicieron‑ les llevaran a combatir a las mismas autoridades constituidas.
Este sistema del ‘sacramentum’, del pacto personal entre generales y soldados, a la larga produjo, en el Imperio, la anarquía, ya que las legiones no obedecían más incondicionalmente al Emperador de Roma, sino a sus generales, pero, durante bastante tiempo funcionó muy bien. En el fondo, no era sino la aplicación a la práctica de un profundo conocimiento del ser humano. Porque, a la mayoría, poco le dicen, poco le entusiasman, las ideas abstractas, las leyes, el enunciado retórico de los principios. No es fácil luchar, morir, por una palabra, pero si por una –o muchas‑ personas amadas o admiradas.
También los espartanos sabían algo de esto cuando, juntando a sus efebos, para iniciarlos a la milicia, en pequeños grupos que convivían durante largos años, creando entre ellos sólidos vínculos de amistad, después, los ponían a combatir juntos. ¡Y qué formidables soldados eran peleando, luego, lado a lado, con y por, los amigos y camaradas!

Es que el hombre no está hecho para amar ideas. Está hecho para amar personas. Miren Vds., por ejemplo, las ideas de la Revolución Francesa que, así en el aire, sumergieron en el caos, la sangre y la anarquía a Francia, sin despertar el interés de las masas sino de los burgueses que, además, se aprovechaban personalmente de ellas. De pronto aparece ese hombre formidable y magnético que fue Napoleón y el país se unió como un puño apretado, levantando un ejército que fue una aplanadora y desborda Europa llevando, ahora sí, las ideas revolucionarias a todo el mundo.

Lo mismo el ‘Afrikakorps’, diezmado y apenas con armas, resiste larga y heroicamente a las fuerzas muy superiores de los ingleses, porque el solo nombre de Rommel electrizaba la sangre de los tudescos.
Y ¿qué hubiera sido de las ideas marxistas sin un Lenin o un Stalin o un Tito, Mao o Fidel? El culto a la personalidad que le reprocharon luego a Stalin, el mito y los grandes retratos de Mao, no son solamente producto de la vanidad de estos jefes, sino el inteligente aprovechamiento de la necesidad caudillista de los pueblos.

Bien lo saben los políticos que, para ser votados, es lo de menos la buena plataforma electoral que presenten, sino la imagen personal del candidato: una sonrisa, una foto alzando y besando a un chico, les vale más votos que una buena idea.

Y miren nuestro país, desde 1810, por una parte los ‘doctorcitos’ porteños tratando de pergeñar constituciones, leyes, ordenanzas; todas perfectas, claras, razonables, sobre el papel. Por el otro el pueblo, buscando, en cambio, caudillos, ideales encarnados, figuras patriarcales, hombres proféticos o carismáticos, desde Lavalle o Quiroga hasta Irigoyen y ejemplos desdichadamente más cercanos.
No juzgamos el hecho, simplemente lo apuntamos como algo inherente a la naturaleza humana. El caudillo no será malo ni bueno por el hecho de ser caudillo. Será bueno si sirve a la verdad, a la patria, al Bien común. Será malo si hace lo contrario.

La cuestión es que los humanos, desde que, cuando chicos, nos reuníamos en barra, siempre necesitamos de un jefe. Y que la más perfecta de las organizaciones, la más inteligente de las reglamentaciones no funcionan, si no hay personalidades a su frente que las hagan funcionar.

Por eso, cuando, en la plenitud de los tiempos, Dios decidió que ya era la hora de intervenir en la historia no lanzó a la tierra un código, ni una constitución, ni un reglamento, sino que bajó al mundo, se puso los pantalones de hombre y los encandiló con su palabra, con su mirada, con su ejemplo.
Los cristianos no vamos solo detrás de una idea, vamos detrás de un hombre, de un Dios que, justamente, para eso se hizo hombre. Y es inútil que queramos ser cristianos, aunque sepamos perfectamente y tratemos de cumplirlos, los mandamientos, los preceptos y todos los deberes de la moral católica si no conocemos y no amamos a nuestro caudillo Cristo. No es el cumplimiento medroso de los mandamientos el que fabrica santos sino el amor a Jesús.
Y el que ama a Cristo, también cumplirá los mandamientos.

Y vean que esta estructura personalística del cristianismo siempre la ha respetado Dios en su santa Iglesia que, cuando ha querido suscitar una renovación, una reforma en serio, no lo ha hecho a través de constituciones ‑conciliares o no‑, o haciendo votar leyes que después nadie cumple, o reuniendo congresos de blabloteo, sino despertando santos, moviendo corazones. Benito, Francisco, Domingo, Ignacio, Juan Bosco.
Y me hago franciscano o jesuita o salesiano no porque haya leído sus reglas sino porque admiro sus figuras y quiero seguir sus huellas.

Y ¡cuántos en nuestra historia personal no debemos confesar que, para nuestra convicción cristiana, más importante que un argumento racional o apologético ha sido el encuentro con aquel católico ejemplar o con ese sacerdote santo!
Por ello, cuando Cristo, cumplida su misión terrenal, dejó este mundo, no nos legó solamente el recuerdo de su palabra, los evangelios, sus consejos, el Código de Derecho Canónico: encargó a doce hombres encarnar su palabra y sus ejemplos y proseguir a través de los siglos su tarea.
No nos encontramos en la Iglesia con papel de historias muertas y normas y ordenanzas, sino con hombres vivos que acaudillan en nombre de Cristo nuestro peregrinar hacia el cielo.
Por eso no le dijó a Simón “¿Amas mi doctrina? ¿Amas mis preceptos?” Sino, “Pedro, hijo de Juan ¿me amas? ¿A mí me amas?”
“Sí, Señor, tu sabes que te amo” Y Jesús entonces le pasó su cayado y su bandera: “Apacienta mis corderos”.

Y ¿no será quizá el toque de esa gracia caudillesca que Dios ha legado a Pedro lo que hace lagrimear de emoción los ojos de los peregrinos cuando, en Roma, la frágil figura blanca se asoma bendiciendo a su ventana?
Por eso el amor al Papa –sea este bueno o mediocre, simpático o antipático, guste o no guste, se equivoque o acierte‑ no es un sentimiento badulaque de viejas beatas, es el signo distintivo del católico que ama a su Cristo, Dios hecho hombre, prolongado en los hombres, sirviendo y acaudillando a los hombres y al cual rinde el ‘sacramentum’ de los antiguos soldados a su Comandante y Señor.

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