Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1976 Y 1988- Ciclo B

3º domingo de pascua
2-V-76

Lectura del santo Evangelio según san Lucas     24, 35-48
Los discípulos contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Todavía estaban hablando de esto, cuando Jesús se apareció en medio de ellos y les dijo: «La paz esté con ustedes» Atónitos y llenos de temor, creían ver un espíritu, pero Jesús les preguntó: «¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas? Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo» Y diciendo esto, les mostró sus manos y sus pies. Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer. Pero Jesús les preguntó: «¿Tienen aquí algo para comer?» Ellos le presentaron un trozo de pescado asado; él lo tomó y lo comió delante de todos. Después les dijo: «Cuando todavía estaba con ustedes, yo les decía: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos» Entonces les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras, y añadió: «Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto»

SERMÓN

Quien haya viajado por Europa u hojeado cualquier libro de historia del arte, no habrá sin duda dejado de impresionarse por la maravilla del arte bizantino que ha dejado sus abundantes huellas tanto en Constantinopla como en Roma, Ravena y Sicilia.
Más en estas últimas regiones que en la primera, bárbaramente destruida por los turcos selyúcidas y la iconoclastia musulmana. Aparte lo propiamente arquitectónico lo que resta de más admirable de sus realizaciones son los mosaicos, puestos al servicio de la catequesis, en paredes, ábsides, frontones y cielorrasos de las basílicas y mausoleos. Uno de los ejemplos más hermosos de este arte musivo lo encontramos en los veinticuatro cuadros de la nave central de la basílica de Santa María Maggiore, en Roma y que, probablemente, se remontan al siglo III o IV. Escenas del viejo y nuevo testamento de abundante cromatismo, donde los episodios son recogidos en un trasfondo natural hecho de paisajes y naturaleza. Dios y el hombre conviviendo en el horizonte de la tierra a través de la encarnación de Cristo.


Mosaico en Santa María la Mayor

Si de Roma pasamos a Ravena, última capital del imperio romano en Occidente, notamos cómo esta convivencia comenzara a sufrir un cierto hiato, una separación. Se conserva aún el fondo de paisaje terreno, pero, para los personajes meramente humanos. Cristo, en cambio, a la manera del ábside de la Basílica de San Vitale, aparece como sobre y fuera de la naturaleza puramente mundana representada por un césped cubierto de distintas flores. Él está sentado en una esfera celeste figurando el universo sobre un fondo dorado recorrido por nubes violáceas atemporales.


Ábside San Vitale, Ravena

Ya en el mausoleo de Galla Placidia, hija de Teodosio I –allí mismo en Ravena‑ incluso las figuras de los santos se mueven en un fondo azul sobrenatural fuera, casi, de contacto con el mundo.


Mausoleo Galla Placidia

Hasta que, finalmente, llegamos al período más clásico del arte bizantino en la basílica de Sant’Apollinare Nuovo, de comienzos del siglo VI, en donde la figura de Cristo, rodeado de ángeles y sentado en una cátedra imperial áurea y gemada se recuesta, augusta y hierática, sobre un fondo dorado fuera del tiempo y del espacio. Solo la tarima que sostiene sus pies se apoya sobre un espacio verde y florido.


Sant’Apollinare Nuovo

El proceso de distanciamiento se acelera progresivamente hasta que llegamos al típico arte bizantino de Palermo – Santa María dell'Ammiraglio, Capella Palatina, Duomo di Monreale‑ en donde el fondo dorado ha perdido ya todo contacto con lo verde y el Cristo espléndido y majestuoso se impone solitario y augusto, casi puro Dios, con su humanidad de tal modo solemnizada y mayestática que pareciera, en su infinita distancia, exigir de nosotros solo humillada adoración, homenaje, nubes de incienso.

Sin más que esto representa un avance de la teología y el triunfo definitivo del catolicismo sobre la herejía arriana. A quien el cristiano reza y adora es al Resucitado Triunfante postpascual, pero esto no puede dejar de lado el hecho de que el camino de ese triunfo ha sido su vivir terreno y su Pasión.
Incluso los crucifijos de este arte nunca nos muestran un Cristo muerto o doliente, un Cristo humano en su recorrido terrenal, sino la figura de un Jesús grave y sagrado, para el cual la Cruz, más que un instrumento de tortura fuera un adorno recubierto de pedrerías.

Tendrá que venir San Francisco de Asís y su amor a la humanidad de Jesús –recuérdese que él fue el introductor del pesebre en la espiritualidad navideña‑ tendrá que venir él –digo‑ con su visión personalísima para que el arte vuelva también a traer a Cristo, desde el empíreo de lo ultraterreno, a la cotidianeidad de la vida humana.
Es la revolución artística del Cimabue y del Giotto, coronada luego con el período gótico, que torna a aproximar a Dios a la tierra, a las preocupaciones humanas, a este mundo que pisamos. Y retorna su atención nuevamente al Cristo hombre, al Cristo hermano nuestro, al Cristo cuyas carnes y nervios como los míos fueron atrozmente taladrados, en el suplicio de la Cruz. El Jesús que duerme en los brazos de María, el Jesús que tiene hambre y sufre el calor y la sed, el Jesús que llora humanas lágrimas frente a la muerte de su amigo Lázaro, participa la alegría de una fiesta de bodas, se enternece con niños y pecadores, mira los amaneceres y contempla la belleza de los lirios del campo. También el que, lleno de bronca, vitupera a hipócritas y fariseos y saca a latigazos a los mercachifles del templo.


Crucifixión del Giotto

Es que, señores, el misterio de la Encarnación y la Resurrección de Dios hecho hombre es demasiado para nuestras pobres mentes humanas. Tentación constante será, para entender mejor ‑a la manera racionalista de Descartes‑ o reducir a Jesús a lo meramente divino, o a lo meramente humano.  Evidentemente el que despojara a Cristo de su divinidad ‑como postularon y postulan muchas herejías e interpretaciones antiguas y modernas‑ es gravísimo: si Cristo gran profeta, gran moralista, excelente hombre o idea, el Cristo guerrillero, el Cristo filósofo, o el Cristo mito ¿qué diferencia entonces con Buda, con Mahoma, con Marx, con el Che Guevara, con el gurú Maharaji? Si Cristo no es Dios no existen ni Redención ni Vida Eterna, más bien cuelgo la sotana y me hago musulmán, cuya religión –incluso en el paraíso lleno de huríes que me promete‑ es mucho más divertida y fácil que el cristianismo; o me hago marxista con la esperanza de que, en el futuro reparto, me toque algo más de lo que tengo; o me hago play boy o hippie; o usando a la institución eclesiástica la transformo en una agencia de mera promoción social.
Y esta tentación de humanizar excesivamente a Cristo –sin llegar aún a la negación explícita de su divinidad pero insinuándola implícitamente‑ es perceptible aún en muchísimas de las desviaciones del catolicismo actual. Cristo mero ejemplo de amor al prójimo, olvido o desvalorización de la oración, cristianismo comprometido y revolucionario en una línea puramente horizontalista, falta de respeto a la presencia de Dios en la Eucaristía, comunión de pie, comunión en la mano, comunión al paso sin acción de gracias ni preparación, supresión de genuflexiones y señales exteriores de respeto. Lo mismo: la chabacanería introducida en la liturgia, la excitación pura de la sensibilidad con guitarras y cancioncitas bobas, la caridad reducida a la filantropía y el sentimentalismo, curitas y monjadillas de blue jeans, minifaldas y modales desenvueltos, la falta de esperanza trascendente, la falta de respeto con que a veces se menciona a Cristo: el barbudo, el viejo, Ché Jesús, Jesucristo superestar y tantos cosas más.
Y esto es de consecuencias no solo religiosas sino también políticas y sociales, porque, de tal manera todo se humaniza –y lo humano no puede permanecer humano sin lo sobrenatural que lo sane‑ que se pierde el sentido de lo sacro y noble incluso en las relaciones entre los hombres. Pérdida de respeto a la autoridad, a la ley, a los padres, al maestro, a las costumbres, a las normas, cosas y funciones que dependen, sin más, en su calidad de obedecibles, de la ósmosis entre lo humano y lo divino.

Pero, dicho esto, también es tentación el extremo contrario: el divinizar de tal manera a Cristo, de alejarlo de nuestro mundo y nuestras preocupaciones. Dios lejano e inasible, flotando en dorado fondo de una eternidad infinitamente distante de nosotros. Dios tremendo, cuanto mucho, cuidadoso censor de nuestras faltas y trasgresiones. Dios solemne, magnífico, grave, pomposo y soberano, cuya fugaz aventura por la tierra en Jesús casi ni siquiera lo ha tocado, retornado triunfante a sus etéreos palacios imperiales.
¿Qué pude haber entre mi –con mis pequeñas, quizá, pero en el fondo graves, porque las sufro, preocupaciones, con mis penas, con mis dolores de viejo, de niño o de adolescente, con mis ilusiones o enfermedades, con mis exámenes y bochazos, mis ascensos y jubilaciones, con mis angustias de patria, con mis alegrías de amores y de juegos‑ que puede haber, digo, de común entre todo eso y el Cristo Pantocrátor, Omnipotente, de trono y fondos dorados?

“No”, “no”, “tocad, no soy un espíritu, no soy un fantasma, mirad mis manos y mis pies”, “dadme pescado para comer”, “tocadme soy yo mismo”, el mismo Jesús que fue acunado en el regazo de María, el mismo que jugó pequeño con los chiquilines de Nazaret, el mismo que caminó, descalzo con Vds. y polvoriento, por los senderos palestinos, el mismo que, con Vds., cantaba y reía en los atardeceres galileos, el mismo que conoce muy bien tus penas y nostalgias, aún las más pequeñas, las más insignificantes, tus alegrías y esperanzas, tus amarguras y soledades, tus tentaciones y debilidades, el miso que penó, sufrió y murió como hombre en horrenda cruz.
Y, aún resucitado, lleva en sus manos y sus pies las huellas de sus humanos pesares; y aún resucitado late en su pecho de carne un corazón de hombre como vos; y aún a la diestra del Padre sus ojos brillan de ternura cuando te ve –y siempre te ve‑, se nublan dé lágrimas cuando sufrís o te vas lejos, ¡y resplandecen espléndidos como luceros cuando le decís que lo amás!

Y aunque está siempre al lado tuyo, allá te espera no para sumergirte anónimo en un cielo dorado de espíritus y ángeles encandilante de mayestática divinidad, sino para abrazarte, con sus brazos de hueso y carne, a vos, también resucitado, tampoco fantasma, tampoco espíritu, sino hombre, como aquel, como yo, como El, Jesús, nuestro Dios y Señor.

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