Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1986 - Ciclo C

3º domingo de pascua

Lectura del santo Evangelio según san Juan  21, 1-19
Jesús se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Sucedió así: estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar» Ellos le respondieron: «Vamos también nosotros» Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada. Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era él. Jesús les dijo: «Muchachos, ¿tenéis algo para comer?» Ellos respondieron: «No» El les dijo: «Tirad la red a la derecha de la barca y encontrarán» Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla. El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: «¡Es el Señor!» Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua. Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los peces, porque estaban sólo a unos cien metros de la orilla. Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas y pan. Jesús les dijo: «Traed algunos de los pescados que acabáis de sacar» Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió. Jesús les dijo: «Vengan a comer» Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres?», porque sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos. Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?» El le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos.» Le volvió a decir por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» El le respondió: «Sí, Señor, sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas» Le preguntó por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero» Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras joven tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras» De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: «Sígueme»

SERMÓN

Esta escena casi feérica y, al mismo tiempo, conmovedora que acabamos de escuchar, pertenece al capítulo 21 del Evangelio de Juan. Capítulo al cual nos referimos el domingo pasado cuando dijimos que era una especie de apéndice, añadido posteriormente al primitivo final de este evangelio que fue el del capítulo 20 que leímos esa tarde con la confesión de Tomás.
Por particularidades que estudian, sobre el texto griego, los exégetas, aparece evidente que nuestro pasaje de hoy no está escrito por la misma mano que escribió el resto del evangelio.
El evangelio de Juan ‑como Vds. han de saber‑ fue compilado, en base a escritos y relatos anteriores, por alguien muy allegado al así llamado “discípulo que Jesús amaba”, identificado desde antiguo con Juan el hijo de Zebedeo.
Pero, en realidad, este “discípulo que Jesús amaba” nunca es designado por su nombre. De allí que muchos escrituristas críticos lo han tratado de asimilar o a Juan o, también, a Lázaro o al Juan Marcos de los Hechos de los apóstoles, pero lo cierto es que éstas son meras hipótesis.
Lo único que puede colegirse con seguridad es que este “discípulo al que Jesús amaba”, sea o no Juan el Zebedeo, era uno de los discípulos de Cristo, había estado muy cerca de Él ‑al menos en la última etapa de su predicación en Jerusalén‑ y sido testigo de la Resurrección y, luego, custodio de la Santísima Virgen. También había fundado importantes comunidades cristianas en Asia menor, donde gozó de un altísimo prestigio durante mucho tiempo, puesto que alcanzó edad muy avanzada, tanto es así que se corría el rumor de que no moriría hasta que el Señor volviera.
El evangelio de Juan nace, precisamente, en el seno de estas comunidades de Asia menor lideradas por ‘el discípulo amado’. Y es probable que en esta época de formación de la primitiva Iglesia, a fines del siglo I, las comunidades fundadas por distintos apóstoles en diferentes lugares tuvieran sus pequeñas diferencias y hasta como una especie de competencia entre ellas. Muchas tenderían, quizá, a una excesiva independencia que, exacerbada, podía correr el riesgo de disolver la unidad de la Iglesia. De hecho, con el tiempo, muchas se separaron de la gran Iglesia y hasta fueron heréticas.
Es el mismo fenómeno que denunciaba Pablo cuando afirma, en una de sus cartas, que unos gritan que son de Pablo, otros que son de Apolo –un apóstol de esa primera generación‑ otros de Pedro. “¡No!” dice Saulo, “todos somos uno, todos somos de Cristo”.

Esa misma tentación de singularidad e independencia parece ser el trasfondo de nuestro capítulo 21, escrito bastante después de la muerte de Pedro y Pablo y poco después de la muerte del “discípulo amado”. Pareciera que estas iglesias de tradición joánica no estuvieran demasiado de acuerdo en su tipo de conducción con las fundadas por Pedro y Pablo, las llamadas comunidades ‘petrinas’.
Las comunidades juaninas o joánicas que, por otra parte, habían sufrido el duro golpe de la muerte natural, de viejo, de su líder, tendían a aislarse y no querer entrar en comunión con el resto de la Iglesia que, en los evangelios sinópticos, defienden claramente el lugar primacial de Pedro.
El evangelio de Juan, si se hubiera cerrado definitivamente en el capítulo veinte, hubiera dejado de Pedro ‑aun poniéndolo siempre en primer lugar‑ una mala imagen. Es en este evangelio en donde está más detalladamente narrada la vergonzosa triple negación frente a una portera, un sirviente y guardias y servidores. No se habla de su arrepentimiento y llanto como, por ejemplo, en Lucas. Es decir que si el evangelio hubiera terminado, como originalmente, el domingo pasado, Pedro hubiera quedado bastante mal, dando pábulo a las consideraciones de las comunidades joánicas sobre la superioridad del “discípulo amado” sobre Simón.
Es para responder a estas inquietudes y tentaciones de la comunidad y juntarse definitivamente con la gran Iglesia, que un redactor anónimo del mismo círculo de ideas e intereses del ‘discípulo amado’ pone las cosas en su lugar, añadiendo a lo ya escrito este episodio que –como muchos otros que, tal cual dice el mismo autor, nunca se escribieron‑ estaba en la tradición oral o escrita de la comunidad y, muy probablemente, proveniente de los mismos labios del ‘discípulo amado’.
Con este episodio, pues, sí que se termina definitivamente nuestro evangelio de Juan. Así lo recibe la Iglesia como canónico e inspirado.


Jacopo Robusti, el Tintoretto, c.1575-80. The National Gallery of Art, Washington

Estas consideraciones son necesarias para entender la intención del conjunto y los detalles del relato que el redactor nos transmite de este episodio histórico a las orillas del lago de Tiberíades.

La iniciativa de Pedro en la pesca. Esa pesca que, a los oídos de los cristianos, ya es mucho más que una mera recolección de pescados. No por nada Cristo los había transformado en ‘pescadores de hombre’. Ellos no sirven para nada cuando proceden según sus iniciativas humanas, pero, cuando pescan en nombre y con el poder de Cristo resucitado, su éxito es seguro. Tanto es así que el número de los recogidos y convertidos supera los más optimistas pronósticos.
A pesar de eso la Iglesia debe seguir siendo una: siendo tantos los peces ‑153, un número probablemente simbólico cuyo significado se ha perdido‑ a pesar de eso la red no se rompe, no se divide.
El “discípulo amado” –paradigma, ejemplo para todos del verdadero discípulo‑ es el primero en reconocer a Jesús en la eficacia de su palabra. Pero –como en la carrera al sepulcro donde Juan llega antes pero es Pedro quien ingresa en primer lugar‑ aquí es también Pedro quien primero se tira al agua.
Nuestro texto dice más. A Cristo se lo encuentra privilegiadamente en la vida en común, en solidaridad, en el amor del cual Él mismo es origen, vida, representada en la comida que él prepara con sus manos y que, en la comunidad, se expresa de manera privilegiada en la mesa eucarística, donde se vive misteriosamente la presencia de Jesús.
El mismo “discípulo amado”, a pesar de su llorada muerte, quedará presente en la vida de la iglesia hasta que Jesús vuelva en la garantía de su testimonio respecto a la veracidad del evangelio y en la imitación que, de su fe, hagan todos los verdaderos discípulos de Jesús.

Estas y muchas cosas más quiere decirnos este denso pasaje que el redactor termina algo ampulosamente con su frase final. Pero quizá lo más conmovedor de todo sea la rememoración que el redactor ‑venciendo su sectarismo joánico y con una gran generosidad, fruto de su fe en la unidad de la Iglesia‑ hace de la rehabilitación o reivindicación de Pedro y que probablemente ha recogido de la predicación misma del discípulo al que Jesús amaba.
“Señores” –les dice a los juaninos- nuestras comunidades serán todo lo antiguas que se quieran, nuestro fundador amadísimo por Jesús como ninguno, nuestra fe, ortodoxia y fidelidad a la doctrina de Cristo mucho mayor que la de otras comunidades o grupos, pero ‑¡dejarse de jorobar!‑ la Iglesia es una. Y Pedro, a pesar de sus defecciones y macanas –y cuando habla de él, el redactor ya se está refiriendo a sus sucesores, porque Simón ya ha muerto‑, Pedro es el jefe, el pastor supremo.
Separarnos de él, por más ortodoxos que nos digamos, por más que, a veces, sustentemos verdades que él no sustenta y defendamos posiciones que él ya no defiende, separarnos de él es romper la red, desgarrar la unidad de la Iglesia, dispersar al rebaño, separarnos de la verdadera comunión con el Señor alrededor de la fogata de la eucaristía.

Pero, para terminar con una consideración más personal: ¡Qué emocionantes estas triple pregunta y respuesta del Señor Jesús y del pobre Simón recordando su triple negación antes de cantar el gallo!
¡Qué distinto habrá resonado en los oídos de Pedro el “Sígueme” que le dice ahora Jesucristo dos veces con el “sígueme” que, por vez primera, había escuchado al comienzo de la predicación de Jesús! Ese sígueme al cual él había respondido lleno de entusiasmo y hasta orgulloso del privilegio de su elección y que, antes de la triple negación, le había llevado a exclamar “Te seguiré a donde quiera que vayas. Daré mi vida por ti.” Exclamación frente a la cual Cristo había movido la cabeza, tristemente escéptico.

No: ya Pedro no es el hombre aturdido por el hallazgo del Mesías, todo fogosidad y fervor, ímpetu de converso, arrebato carismático, pujos de novicia, ardor cursillista, autoestima e ilusiones juveniles, sueños de heroísmos.
Ya Pedro ha experimentado la flaqueza de su ánimo, la realidad brutal y sórdida que reemplaza tantas veces a los sueños heroicos, el extintor de ardores que es la espuma tibia de los hechos cotidianos.
Todavía es capaz de tirarse al agua, como el viejo coronel que, alguna vez, trota con sus jóvenes soldados, pero ya sabe bien qué puede esperar, en ese plano, de sí mismo. Ya sabe que el amor no es la luna de miel del primer encuentro. Ya sabe que, si quiere pescar, tendrá que arrojar las redes donde diga Cristo no donde él quiera. Ya sabe que seguir a su Señor, tarde o temprano, pasa por el fango y el cañoneo del calvario.

Así, pues, hoy, no te hablo a vos muchacho joven, novicia entusiasmada, recién converso. Hoy no me toca dirigirte la palabra.
Hoy te quiero hablar a vos, cristiano viejo, monja madura, ama de casa instalada. Me hablo a mí, discípulo ya mañoso. Todos quizá rendidos porque lo hemos negado tres veces. O resignado ya, porque siempre que lo intentaste lleno de ímpetu volviste a ceder. O conforme a lo mejor con tu mediocridad; o, peor, instalado en tu pecado.
Hoy Cristo vuelve a llamarte. Y vos ya sabés quién sos –cuáles tus debilidades‑ y ya sabés a qué duras empresas te puede llevar. Y vuelve a llamarte en el mismo medio y circunstancias en que ahora estás. Porque no quiere arrástrate a sueños imposibles, ni a cambios irrealizables, ni a acciones impracticables.
Allí, donde estás ahora, en esa familia, en ese trabajo, en este convento, con esos camaradas, en este año, en esta patria nuestra. Aquí, sí, pero ya no confiando en tus ardores y en tus fuerzas, sino exclusivamente en El.
Aquí y ahora. Y te lo dice claro, y te conoce bien, y vos te conocés y sabés, también, que las cosas no van como uno quiere, sino que, finalmente, hay que “extender los brazos y ser llevado donde no se quiere”.

Él, hoy, vuelve a decirte, así como estás ‑cansado, sucio, viejo, desilusionado, desalentado‑: “¡Sígueme!”
Y yo te digo, ¡síguelo! Tírate otra vez al agua. Aún puedes ‑¡recién ahora puedes!‑ ser cristiano.

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