Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1993 - Ciclo A

3º domingo de pascua
GEP, 25-4-93

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 24, 13-35

Aquel día, el primero de la semana, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. El les dijo: «¿Qué comentabais por el camino?» Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno, llamado Cleofás, le respondió: « ¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!». «¿Qué cosa?», les preguntó. Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto, ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado, porque fueron de madrugada al sepulcro y no hallaron el cuerpo de Jesús. Al regresar, dijeron que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él esta vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron». Jesús les dijo: «¡Hombres duros de entendimiento, como os cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?» Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo a donde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba». El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: «No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con, ellos, y estos les dijeron: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!» Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y como lo habían reconocido al partir el pan.
SERMÓN

              Conociendo la edad de la humanidad, que muchos antropólogos remontan hoy a los cuarenta mil años si se trata del 'homo sapiens sapiens', a los 100 mil si se trata del de 'Neanderthal' y aún a los dos o tres millones si hubiera que referirse al 'homo habilis', uno podría preguntarse porqué recién tuvo que nacer Jesucristo, el hijo de Dios, en ese oscuro pueblo que fue Israel y apenas hace dos mil años.

            ¿No podría haber aparecido antes? ¿Porqué ese lapso de tiempo tan enorme entre el surgir de los primeros vestigios de humanidad y ese Jesucristo que había de venir para todos los hombres? ¿Porqué en Israel y no en China o África?

            La pregunta podría hacerse más general todavía si uno preguntara ¿hubiera sido posible que Jesús naciera o, mejor, que el Verbo asumiera un hombre de cualquier cultura, de cualquier época, de cualquier extracción? Y aún una feminista podría preguntarse ¿debía el Verbo haberse hecho varón y no mujer?

            Prescindiendo de la última de las preguntas a la cual ni pienso tratar de contestar para no ganarme la animadversión de nadie, varón o mujer, hay que tener en cuenta que la misma Escritura habla de que el tiempo cuando Cristo se hace hombre es un momento crucial, singular, único; no azaroso, no aleatorio, no casual...

            Más aún: para designar ese momento, San Pablo habla, en tres lugares, de la 'Plenitud de los tiempos'. Jesús llega -dice- en la 'plenitud de los tiempos'. Por supuesto que esa plenitud la logran los tiempos precisamente con la venida de Cristo. Pero, en el trasfondo de la expresión, queda claro que ese momento está planeado, pensado, preparado, para recibir el acontecimiento de Jesús, irreceptible en otro cualquiera.

            Pero, ¿en qué consistirá la adecuación de ese tiempo a la venida de Cristo? ¿qué es lo que hace que Jesús haya venido al mundo precisamente en esas fechas y, más aún, en esos lugares, y no en otros?

            La cuestión puede abordarse a lo mejor, en gracia a la claridad, por el lado negativo. ¿qué hubiera ocurrido si la encarnación hubiera sucedido en el paleolítico? ¿si la unión hipostática se hubiera realizado, por ejemplo, en un miembro del clan del oso cavernario?

            Y bien: simplemente no hubiera pasado nada; el hecho hubiera quedado desapercibido, ignoto. Es posible que ese Cristo, ni siquiera él, en su cerebro humano, hubiera podido darse cuenta de quién realmente era.

            Y ¿porqué? Porque no basta un cerebro humano para poder pensar humanamente, es necesaria su educación. Como no basta una computadora salida de fábrica para poder ser usada, es necesario programarla. Además del hard, de sus circuitos materiales, es necesario meterle el soft.

            Tampoco bastan las neuronas y las dendritas para poder pensar: al hombre le es necesaria la programación de la cultura, de la palabra, de los conceptos...

            Desde que el hombre es hombre, con sus 46 cromosomas presidiendo su fenotipo, el cerebro humano, aún el del hombre de Neanderthal, sería bien capaz de llegar a altas especulaciones matemáticas, pero para ello debe ser previamente programado en la aritmética, en derivadas e integrales, en cálculo infinitesimal... El hombre de Neanderthal, a pesar de las posibilidades de su cerebro, sin embargo, por falta de cultura matemática, estaba perfectamente incapacitado para entender aritméticamente la realidad.

            Números y fórmulas que hoy son relativamente fáciles de buscar en cualquier Facultad de Ciencias exactas, pero que aún hace quinientos años no se encontraban en ningún lado. ¿Qué hubiera sido en el año 1000 del cerebro de Newton o de Laplace o de Einstein o Hawking? Sin la fecundación de la cultura y educación matemática que tuvieron, probablemente hubieran pasado por la vida sin pena ni gloria. ¿Qué hubiera podido hacer el cerebro de Mozart, con una quena en la mano, si hubiera nacido y sido educado en Cuzco en la corte de Túpac Inca Yupanqui? ¿Para que hubiera servido el cerebro de Alain Prost o Riccardo Patrese antes de la invención de la rueda? ¿o los de Fellini y Zeffirelli antes de la cinematografía?

            La cuestión es que, pura y llanamente, para que se desarrollen determinadas personalidades y talentos no basta solo lo que genética, esencialmente, cerebralmente, físicamente, trae una persona al mundo, sino lo que como manera de entender la realidad, de ver las cosas, de interpretar el mundo, le presta la cultura, y fundamentalmente a través del lenguaje.

            Para decirlo sin rodeos: si el Verbo hubiera asumido a un hombre, en vez de en Nazareth, verbigracia en la China, al chino que le hubiera tocado en suerte ser digno de tal honor le hubieran faltado absolutamente las categorías de lenguaje y de cultura necesarias para entenderse a si mismo y mucho menos para hacerse entender de los demás. Para poner un solo ejemplo, quizá el más importante, le hubiera faltado nada más ni nada menos que el concepto de Dios.

            Y en eso los chinos estarían en la misma situación que el resto de las civilizaciones hasta ahora conocidas, excepto precisamente la hebrea: todas confundían a Dios con la naturaleza, con el universo, con todas las fuerzas naturales juntas o separadas -con lo cual además muchos de ellos eran politeístas-.

            Supónganse que entonces alguien hubiera dicho "Jesús es Dios" o "es el hijo de Dios". Nadie se hubiera sorprendido, pero tampoco entendido qué es lo que con eso se quería afirmar, porque para ellos también el emperador era Dios o hijo de Dios o hijo del cielo. Era el orden del universo, del cosmos, encarnado en la política, en la ciudad. Así también era dios el faraón, el rey de Babilonia, el inca, Moctezuma, el emperador romano, Atenas, Mahatma Ghandi y, en el fondo, todos los hombres, 'chispas de lo divino inmersas en la materia'... Solo en Israel la afirmación "Jesús es Dios" podía tener su verdadero sentido.

            No hablemos de la moral o de la ética, en el resto de las civilizaciones, meras normas políticas; para peor muchas de ellas inhumanas o tabúes supersticiosos.

            En fin, que en ninguna cultura antigua, contemporánea o anterior a la judía, Cristo hubiera podido existir, a riesgo de no entenderse o no ser entendido.

            De allí la importancia de ese pequeño y aparente misérrimo pueblo o etnia que fué Israel y que, providencialmente guiado por Dios, a pesar de no ser original en casi ninguna otro aspecto de la cultura, lo fué en su concepto de Dios, del hombre y de la moral.

            Solo en Israel y después de siglos y siglos de reflexión se llegó a la idea de Dios, como el pleno existir trascendente al universo, distinto de éste, y a la de universo como pura naturaleza material dependiente de Dios. Sólo en Israel se arribó a forjar una moral basada en un trato personal, amical, de alianza, entre ese Dios y los hombres. Sólo en Israel se afirmó la idea de la dignidad del hombre, de todo hombre, tanto varón como mujer, y de la igualdad fundamental de todos los hombres entre si, dados su origen y destino comunes. Más aún: sólo en esa cultura judía se llegó al concepto de un mundo en evolución, no acabado, no estático, no volviendo constantemente sobre si mismo, a su principio, en eterno retorno, en eterna desilusión y frustración, sino dirigido hacia una meta, hacia una plenitud, hacia una realización en el futuro; al concepto de un hombre, aquí en la tierra, abierto constantemente a una esperanza, a una plenitud escatológica.

            Y solo con esas pautas culturales y con el lenguaje que durante dos milenios forjó, en sus avatares históricos y filosóficos, el pueblo de Israel, podía entenderse el acontecimiento de Cristo. Es en ese pueblo donde se acuñaron las ideas de Dios, de Mesías, de Hijo de Hombre, de Cordero de Dios, de hijo de Dios, de Cristo, de profeta, con los cuales luego iba a poder entenderse y definirse quién era Jesús. Es en ese pueblo y su producción poética y mística, los salmos, por ejemplo, como se recogen las actitudes que corresponden adecuadamente a las relaciones amicales y a la vez respetuosas del hombre con Dios, y que plenificará Jesús. Es en Israel donde se rectifican los códigos de conducta y políticos de la antigüedad y se los convierte en mandamientos, en principios éticos, en modos de relacionarse amistosamente no solo con los hombres sino con el mismo Dios, y que podrán sublimarse en el sermón de la montaña, en las bienaventuranzas, en el precepto de la caridad.

            Es en esa cultura, en ese mundo de ideas, en esos idiomas arameo y hebreo que vehiculizaban dichos conceptos, como fue programado el cerebro de Jesús; y, lo que entendió de si mismo, desde allí lo comprendió y expresó; y lo que percibieron y penetraron sus discípulos desde ese universo cultural nos lo transmitieron.

            La Biblia, en su Antiguo testamento, viene a ser como el depósito milenario de esa cultura, de esa forma de pensar y ver las cosas desde donde se pensó Jesús y sus primeros discípulos. Colección de libros y pasajes de muy distinta antigüedad y estilos, que nos trasmiten en forma antológica la cultura del pueblo en donde se crió el Señor.

            De allí el interés que su lectura tiene para el católico actual: muchas de sus enseñanzas ya son obsoletas y superadas por el cristianismo, muchas de sus formas literarias -legendarias, míticas, poéticas...- son lejanas y extrañas a nuestra manera actual de pensar, empero nos descubren en su frescura primitiva las fuentes de ideas, imágenes y problemas que configuraron el mundo de Jesús, y nos ayudan a entender el nuevo testamento en su frescura primitiva, en toda la novedad pujante y asombrosa con la cual avanzaba sobre las arcaicas ideas véterotestamentarias. La lectura del viejo testamento nos ayuda, pues, a leer epístolas y evangelios desde su primitivo contexto cultural.

            Es verdad que nosotros podemos entender el cristianismo sin leer la vieja Biblia, porque hemos sido educados en el catecismo cristiano, en donde lo fundamental de la Biblia está y en donde por añadidura se han volcado muchísimas cosas que la Iglesia fue comprendiendo cada vez mejor a través de los siglos y en contacto con la cultura griega y romana con su vocabulario filosófico y científico más precisos. Pero cualquier católico que quiera comprender el nuevo testamento y al Señor en su sabor primigenio, en su calidad de respuesta última a las expectativas y problemas encerrados en el pueblo de Israel, representante de las aspiraciones más profundas del hombre, encontrará mucho fruto en intentar modelar en parte su forma de pensar y su vocabulario en la lectura de la Biblia.

            La Resurrección, como futuro absoluto de la humanidad, como plenificación de todas las promesas y expectativas de los hombres, como superación de lo humano y paso del universo caduco al plano de lo divino, solo puede entenderse plenamente desde las expectativas de Israel, esas que se fueron forjando en el pueblo judío "comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas", como leímos en nuestro evangelio de hoy.

            Es por eso que para entender al Señor Resucitado los dos discípulos que caminan hacia Emaús deben realizar ese esfuerzo. Mientras tanto, aunque caminan con Jesús, son incapaces de verlo y descifrar los acontecimientos.

            Es probable que, nuevamente, el mundo de hoy, a pesar de su lejana herencia judeocristiana ya haya conseguido expulsar otra vez de su vocabulario, de sus horizontes y de su cultura las programaciones necesarias para que nuestros contemporáneos entiendan quien es Jesús. Las verdades que predica la Iglesia -salvo cuando se mete en política o en cuestiones sociales o cuando sirve, al criticarlas, para hacer propaganda a series televisivas de cuarta- nadie las recoge, a nadie les interesa. Una programación perversa o, peor, una desprogramación sistemática, ha expulsado de los intereses culturales de nuestros pobres coetáneos el concepto de Dios, la idea de trascendencia, el valor de la ética como código de honor de los hijos de Dios, como prenda de amistad divina y tantas ideas más que hacen a la dignidad del existir humano...

            Nos movemos en un mundo de silencios, falsedades y programaciones que hacen, al hombre de hoy, tan incapaz de entender verdaderamente a Cristo como si hubiera nacido cazando mamuts con el hombre de Cromagnon.

            Y no debemos engañarnos, de una manera u otra, por mejor formación cristiana que hayamos recibido, también nosotros vivimos en simbiosis con esa contracultura, que se nos instala en nuestras circunvoluciones cerebrales como polvo impalpable mediante golpes de diarios, de revistas, de televisión, de apreturas económicas, de desregulaciones morales, de malos ejemplos y de nuevas costumbres sociales...

            Si queremos seguir viendo a Jesús, si no queremos desconocerlo y considerarlo forastero -¡tu eres el único forastero en Buenos Aires!- tenemos que escuchar su palabra, hemos urgentemente de frecuentar la Escritura y la enseñanza de los santos y pensadores cristianos; y, mientras todavía quede un resto de luz en nuestra mente, -que el día ya se acaba- no le dejemos ir, que no se pierda en el camino, en la oscuridad, "Quédate con nosotros", digámosle, "porque ya es tarde", (aunque aún no demasiado tarde), e intentemos reconocerlo, una y otra vez, todos los domingos, si es posible todos los días, en la Misa, en la enseñanza de su palabra y en el partir el pan.

Menú