Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1971 - Ciclo C

4º domingo de pascua


Lectura del santo Evangelio según san Juan     10, 27-30
Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos. Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre. El Padre y yo somos una sola cosa.

SERMÓN           

(A pesar de la reciente alusión despectiva a los "imberbes" (1)), es hoy un lugar común alabar a la "juventud", por el simple hecho de serlo. Cualquier demagogo de pacotilla, en sus primeras o últimas armas, se cree obligado a dirigirse a la juventud o hablar de ella en términos exaltados y laudatorios. Se multiplican los mensajes a los jóvenes, las loas a los adolescentes, los vivas a las juventud. La "juventulatría" penetra en la sociedad, en la Iglesia, en la familia. Políticos añejos tiñen sus canas, se ponen un clavel en el ojal y juegan a ser simpaticones y adolescentes. Curas y monjas -ya no tan jóvenes- adoptan tardías posturas de muchachones y jovencitas. Padres -y hasta abuelos-, en vano intento por acercarse a sus hijos, creen que el modo es ponérseles a la par y convertirse ridículamente en sus amigotes o en sus cómplices.

Pero la juventud, en el fondo, no se engaña. Aún en el marco de su inexperiencia conserva el sentido del ridículo y sabe distinguir una posición auténtica de una falsa. Explota y acepta sí -aun inconscientemente- esta demagogia de sus mayores ¡es cómoda y cuántas cosas se pueden obtener de ella! Pero, cuando siente necesidad de alguien -y, tarde o temprano, siempre lo necesita- buscará recurrir al viejo que sea realmente viejo, al padre que sea realmente padre, al sacerdote que sea realmente sacerdote.

Es inevitable que se hable de la juventud. Ella se hace notar. En una sociedad corrompida, donde imperan los valores materiales, donde la democracia del número prima sobre la de la calidad y los valores, donde el ruido y el bullicio exteriores eclipsan el callado empuje del espíritu, donde la fuerza brutal del instinto se exalta en desmedro del orden y de la razón, donde el amor se confunde con la pasión, vida con movilidad externa, compromiso con vociferación e ira, hacer con destruir ... es lógico que se promueva y se utilice la inexperiencia de la edad adolescente -capaz por antonomasia de todas estas cosas- y, fomentando astuta y diabólicamente su inmensa capacidad de bien, llevarlos por el camino de la destrucción y del caos, para finalmente frustrarlos en la infelicidad y la nada.

Porque, sería injusto reprochar a la juventud los pecados de los mayores y de sus dirigentes. Amén de que también lo sería pensar que la única juventud que existe es la que hace ruido por las calles o en bailes promiscuos o en manifestaciones. Aún, gracias a Dios, existen jóvenes capaces de sacrificarse en el estudio, en el trabajo, en el dominio de sus pasiones, en la cultura de sus espíritus.

No podemos enrostrar a una edad que, por naturaleza, está en formación, el no estar formada. Pero, sí podemos denostar a los que tendrían que formar o debieran haber formado.

Porque los mayores, en la hipocresía de nuestro andar grave, del mero cuidado de las formas exteriores, estamos, tantas veces, más corrompidos que los jóvenes. Detrás de nuestra seriedad de adultos ocultamos almas mezquinas y pequeñas; detrás de nuestras reposadas costumbres, el hastío de una vida sin norte ni ideales.

Cuando los seres humanos que son nuestros hijos, alcanzan la edad del darse cuenta de las cosas con el empuje y el ansia de cosas grandes que Dios ha depositado en sus corazones, no sabemos ofrecerles otro ideal que aquel del puesto remunerado, del auto último modelo, de la mujer del té y la canasta, del matrimonio burgués, con uno o dos hijos controlados ante píldoras, del programa de TV y de las pantuflas.

No por nada Tupamaros y ERP o Montoneros se reclutan entre jóvenes de familias pudientes y adineradas. No por nada la piedra que rompe parabrisas y vidrieras, la bala que mata policías, jueces y oficiales, suele partir de la mano del "niño bien" o del "hijo de papá".

Porque no hemos sabido darles una fe y un norte; porque hemos querido hacerles las cosas fáciles; porque no les hemos dado disciplina ni los hemos educado para el sacrificio, ... ellos mismos, en el ímpetu de sus entusiasmos románticos, juveniles, han buscado equivocadamente un ideal capaz de llevarlos a gastar su capacidad de sacrificio, de disciplina, de hacer cosas difíciles.

No han encontrado líderes ni caudillos entre los suyos. Los han buscado afuera. No hallan verdadero amor en sus familias; lo persiguen, entonces, en el torpe excitar de sus sentidos. Se dan cuenta de que en la sociedad hay algo que no funciona, que huele a podrido, y el marxismo les ofrece su grosera, pero eficaz revolución materialista. Ven, en el cine, que una vida se agota -llena de aventuras- en noventa minutos, y piensan poder agotarla, también ellos, en sus años tempranos.

Pero ni Mao, ni Guevara, ni Castro, podrán llenarlos jamás. Ni la satisfacción precoz de sus sentidos logrará otra cosa que llenar de caras adustas y amargadas los colectivos y las veredas de nuestro Buenos Aires. Ni sus revoluciones superficiales podrán hacer otra cosa que repartir mecánicamente la pobreza de los bienes materiales.

Porque el hombre no ha sido creado para llenarse los bolsillos o vivir de sus sentidos. El hombre no se llena con eso, tiene, antes que nada, la suprema necesidad de la amistad, del amor, la comprensión, la benevolencia, la paciencia, la compañía, la ternura, la afabilidad, la indulgencia, la educación. Y, por sobre todo, tiene necesidad de Dios.

Ninguna revolución podrá darnos nada de esto, salvo aquella que hagamos en el interior de nuestros propios corazones.

Ésta es la única y auténtica revolución a la que nos llama Cristo; la sola capaz de cambiar verdaderamente al mundo y a la sociedad.

Y, para eso, necesitamos "revolucionarios": necesitamos verdaderos sacerdotes y jóvenes generosos.

Cristo, el Gran Revolucionario, el Buen Pastor, necesita hombres jóvenes que lo sigan. Capaces de sacrificio, de altura de miras, de abnegación y olvido de sí mismos.

No les ofrece ni riquezas ni placeres; no les asegura la comodidad ni el éxito; sólo les ofrece la guerrilla del espíritu en la sierra de un mundo indiferente: el consuelo de enfermos y tristes; el liderazgo de pobres y de débiles; el escabroso camino de la disciplina y del dominio de sí mismos. Pero, les encomienda el estandarte de Dios, su amistad íntima, la maravillosa posibilidad de entregarlo, entregándose a los demás.

La Iglesia, en esta hora de crisis moral, que aun ella sufre en carne propia, necesita con urgencia sacerdotes. Precisa que esa juventud desorientada que persigue, con el ímpetu propio de sus años, falsos espejismos, luche en los puestos claves del Catolicismo. Ella sola tiene las únicas banderas "revolucionarias". Pero, necesita angustiosamente de brazos jóvenes que las hagan flamear en nuestras ciudades, en nuestra patria, en el mundo.

Hoy es el día de las vocaciones. El Buen Pastor nos mira a cada uno y busca nuevos pastores capaces de dar su vida por sus ovejas.

1- Añadido en 1974 en otra predicación similar.

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