Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1994 - Ciclo B

4º domingo de pascua

Lectura del santo Evangelio según san Juan     10, 11-18
En aquel tiempo, Jesús dijo: «Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da su vida por las ovejas. El asalariado, en cambio, que no es el pastor y al que no pertenecen las ovejas, cuando ve venir al lobo las abandona y huye, y el lobo las arrebata y las dispersa. Como es asalariado, no se preocupa por las ovejas. Yo soy el buen Pastor: conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a mí -como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre- y doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este corral y a las que debo también conducir: ellas oirán mi voz, y así habrá un solo Rebaño y un solo Pastor. El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla: este es el mandato que recibí de mi Padre»

SERMÓN

          
            Es sabido que las religiones no judeocristianas, tanto de la antigüedad como contemporáneas, no hacen sino rendir culto, bajo diversos nombres o formas, o a la mera naturaleza identificada con Dios, cuando se trata de religiones de tipo monoteísta, o a diversas partes o fuerzas de esa naturaleza, cuando se trata de religiones politeístas. Realidades inertes como el universo, el cielo, la tierra, el mar, los vientos, las montañas...; o realidades humanas como la autoridad, la salud, la fortuna, la enfermedad, la locura, los sueños eran considerados animados, divinos: dioses o demonios. Incluso determinados rasgos de comportamientos o instintos humanos eran representados por divinidades particulares, con su correspondientes leyendas o mitos. Por eso no es extraño que la psicología profunda, desde Freud, haya recurrido abundantemente a la mitología para caracterizar tantos complejos morboso de la psique humana: el complejo de Edipo, el complejo de Electra... El mismo Freud afirmaba que había aprendido más de la naturaleza humana en las antiguas obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides que en su mismo consultorio.

            Es por ello que la naturaleza adámica del hombre, con sus grandezas, pero sobre todo con sus miserias, está abundantemente reflejada en esa constelación de vicios humanos que era el Olimpo griego o el Panteón romano: dioses de la lujuria, de la riqueza, de la guerra, de la demencia, del comercio...

            Y quizá sea interesante hoy dirigir nuestra atención a uno de ellos: el llamado Mercurio, entre los romanos; Hermes, entre los griegos, precisamente el dios de lo económico.

            El mito lo describe como un dios precoz: hijo de Zeus, casi recién nacido, se desata de sus pañales y corre hasta Tesalia donde su hermano Apolo ‑también hijo de Zeus‑ guarda como pastor los rebaños de Admeto. Hermes ‑o Mercurio‑ llega allí y roba a su hermano la mitad de las ovejas. Y se dedica, él también, a ser pastor. Mientras lo hace, inventa la lira, símbolo de las diversiones, del solaz superficial de la prosperidad y, cuando Apolo lo persigue y, finalmente, lo encuentra, lo seduce con esa lira y, a cambio de ella, recibe de Apolo el cayado o caduceo que éste usaba y la otra mitad de las ovejas, haciéndose así definitivamente dueño de todo el rebaño.

            Zeus, satisfecho por la inteligencia y precocidad de su retoño, lo nombra desde entonces su mensajero o heraldo y lo pone a su servicio personal.

            Sucesivas leyendas muestran a Mercurio o Hermes especialmente astuto y locuaz: capaz de convencer de cualquier disparate a las mismas piedras: con sus ardides salva dos veces a Ulises, consigue a Heracles una espada, y da a Perseo el casco y los talares voladores. A Anfión le da otra lira, inventa la droga, en los dominios de Circe, y es uno de los que provoca la guerra de Troya...

            Griegos y romanos lo consideraban, así, el dios del comercio, del robo y del engaño, de los rumores y las noticias falaces, que por supuesto, para ellos eran cosas positivas, signo de sagacidad. Aún hoy, a muchas agencias noticiosas o comerciales les gusta llevar el nombre de Mercurio o Hermes, lo cual no es precisamente una recomendación.

            Se lo representaba calzado con sandalias aladas, cubriéndose la cabeza con un sombrero de anchas alas (el petaso, que usaban viajeros y pastores de la antigüedad para protegerse del sol) y llevando en la mano el cayado o caduceo.

            Y muchas representaciones, lo figuraban en su primitiva función de pastor. Una imagen muy común de Hermes, la de 'Hermes Crióforo', es la de un joven llevando un cordero sobre sus hombros. Es el Hermes Crióforo, el Hermes 'portador de oveja'.

            Es interesante, también, al respecto, que la palabra 'pecunia', dinero en latín, de donde viene nuestro 'pecuniario' deriva de 'pecus', que quiere decir oveja (pécora, en italiano) y por eso tiene que ver con Mercurio o Hermes.

            Pero vean que los mitos, que suelen ser el reflejo del inconsciente colectivo, nunca se equivocan del todo.

            En efecto, por más simpático que resultara para los antiguos, en las actividades arriba mencionadas, Mercurio o Hermes, su leyenda, su mito, le asignaba también una función última bien siniestra: era nada menos que la de servidor de Zeus o Júpiter en su aspecto maligno de Hades y Perséfone; es decir el papel de servidor de los dioses infernales; el de llevar como pastor, cargándolas sobre sus hombros, las almas de los hombres fallecidos al Hades, al mismísimo infierno...

            Allí terminaba Mercurio todo su palabrerío mendaz, toda su elocuencia, toda su pecunia, todas sus músicas, todas sus astucias y sus comercios. En este cometido se lo conocía bajo el apodo de "Hermes psicopompo", el conductor de las almas: 'al infierno', se sobreentendía.

            Y eso era finalmente Hermes o Mercurio: el dinero, la política de los mercaderes, la diversión frívola, la economía, el periodismo, divinizados, pero con su proditorio destino de muerte. El hombre antiguo en este mito no se engañaba, no.

            No es extraño, pues, que en polémica antipagana, y utilizando la imagen de pastor que nos pinta el antiguo testamento, y que hoy Cristo nos presenta en nuestro evangelio, no es extraño ‑digo‑ que los primeros cristianos hayan aprovechado esta iconografía de Hermes o Mercurio, para presentar también a Cristo.

            Son famosos el buen pastor encontrado en El‑Mináh, en Palestina, una estatuita de unos 60 cms. de un hombre joven llevando una oveja sobre sus hombros, del siglo II; o el pintado ‑en las catacumbas de Priscilla‑ en el cubículo 'della Velata', del siglo III; o el 'buen pastor' que se conserva en el museo Laterano. Sólo la época y el contexto arqueológico nos hacen saber que se trata de Cristo y no de Hermes o Mercurio.

            Pero el equívoco es adrede: la semejanza ha sido querida a propósito por los artistas cristianos, para mostrar que el verdadero psicopompo, el auténtico conductor de las almas, el que lleva a la Vida ‑no al Hades, no al infierno‑ no es el comercio, ni la mentira de los periodistas, ni la charlatanería de los políticos, ni el negocio de la diversión banalizada, ni el poder del dinero, ni de las drogas de Circe, sino Cristo, Nuestro Señor.

 

            Ingresando en el mausoleo de Galla Placidia, del cual hablamos el domingo pasado, en Ravenna, casi a oscuras, ensombrecido por el azul funéreo e imponente de sus mosaicos, si, después de la impresión profunda causada por esa penumbra cerúlea, nos damos vuelta otra vez hacia la entrada, a la luz de la mañana que penetra por un ventanal del fondo, nos encandila con su brillante colorido, en la luneta sobre la puerta, el famoso mosaico del Buen Pastor

            Esto, como rompiendo la oscuridad del recinto, es un llamado a la esperanza: hay que recordar que se trata de un mausoleo, de una tumba. Y el mosaico llama a la vida: es un luminoso paisaje de ovejas, de plantas, de pastos y de agua: las ovejas mirando todas a Cristo, la fuente de la verdadera existencia.

            He puesto en la cartelera de la entrada una reproducción en blanco y negro de este mosaico maravilloso para que, los que no lo conocen, se den una idea.

            Pero para un cristiano del siglo V, todavía habituado a los símbolos del paganismo, la cosa era más elocuente aún que para nosotros: porque al darse vuelta de pronto hacia el cuadro iluminado, la primera impresión le recordaba inmediatamente a Hermes, a Mercurio: se ve una figura de pastor, con un caduceo en la mano, calzado con sandalias y un sombrero de ancha ala. Parece, al primer golpe de vista, el Hermes psicopompo que conduce a sus ovejas al infierno, cubierto con su petaso. Solo acostumbrándose a la luz y  mirando con más atención se descubre: que las sandalias no tienen las falsas alas del dios pagano con su palabra mentirosa y el dinero sin Dios, sin patria y sin fronteras; que lo que cubre la cabeza de la figura no es el petaso que oculta de la luz del sol y disfraza el rostro, símbolo de la hipocresía y el engaño, sino la aureola dorada que representa el contacto con lo verdadero, sagrado, santo y numinoso; y que el caduceo no es el báculo del poder comprado en oro o en falsía, y ejercido en la demagogia del circo y de la lira, que quita la vida de la ovejas o las transforma en pecunia, en votos, en masa explotable y esquilable, y las conduce finalmente al Hades, sino la cruz del Verdadero Pastor, el báculo de Aquel que les da la vida verdadera, psicopompo de cielo, Jesús, nuestro Señor.

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