Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2001- Ciclo C

5º domingo de pascua
(GEP 13-05-01)

Lectura del santo Evangelio según san Juan 13, 31-33a. 34-35
Después que Judas salió, Jesús dijo: «Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado y Dios ha sido glorificado en él. Si Dios ha sido glorificado en él, también lo glorificará en sí mismo, y lo hará muy pronto. Hijos míos, ya no estaré mucho tiempo con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros. Así como yo os he amado, amaos también vosotros los unos a los otros. En esto todos reconocerán que sois mis discípulos: en el amor que os tengáis los unos a los otros»

SERMÓN

Desde la más remota antigüedad el hombre fue aprendiendo a distinguir el ámbito de lo profano del de lo sagrado o lo santo -sin aún ninguna connotación moral-. Lo profano era el terreno de las acciones cotidianas, previsibles, que el hombre podía dominar con su mente y con sus manos. Lo sagrado era lo temible, lo imprevisible, la presencia de poderes numinosos con los cuales no se podía jugar y que revelaban la presencia de algo superior, bueno o malo. Es verdad que recién salido de la animalidad el hombre interpretaba la realidad animistamente y consideraba sagrado, santo, todo lo que escapaba a su comprensión o que en variados aspectos aparecía como extraordinario y temible o impresionante: el fragor del trueno, una montaña eminente, un árbol alto apuntando al cielo, un volcán echando humo, un huracán, una fiera indominable, lugares en los cuales se había producido algún hecho prodigioso a sus ojos o una muerte o donde se había tenido un sueño -esa segunda vida onírica y nocturna en donde sucedían acontecimientos maravillosos, reaparecían los muertos, amenazaban las pesadillas, se anticipaban a veces acontecimientos...-

Esa zona de lo santo solía, en poblaciones más o menos estables a partir del neolítico, acotarse: a veces eran límites naturales, los del bosque o montaña, a veces artificiales, cuando se marcaba ese espacio con piedras, cercos o paredes. Así nacen los templos, los lugares santos o sagrados. De allí que poco a poco el término santidad, tanto en griego, como en hebreo, como en latín, fue connotando el significado de separado de lo profano, 'alejado', 'distinto', 'otro'...

Por supuesto que esta diferencia entre lo sagrado y lo profano era de alguna manera fruto de la ignorancia. Se consideraba santo o sagrado sencillamente lo que para el hombre representaba una presencia poderosa e inexplicable pero que, hoy sabemos, no eran sino fenómenos naturales que la física, la meteorología, la psicología, la ciencia en general tienden a explicar como meros acontecimientos regulados por las leyes de la naturaleza.

Los primeros que se dieron cuenta, en el siglo V o VI antes de Cristo, que todo esto que las religiones panteístas de la antigüedad o el animismo primitivo consideraban sagrado o santo eran simples cosas y fenómenos naturales y no entidades numinosas, santas o divinas, fueron los hebreos. El famoso poema mítico del capítulo primero del Génesis, declara que todo lo que existe en la naturaleza es profano, distinto de Dios, creatura, materia actuante; y Dios de ninguna manera se confunde con ello. Por eso El es el único santo y, ahora en sentido fuerte, totalmente separado, distinto, 'Otro' del hombre y de la naturaleza. De tal manera que estrictamente no hay nada santo, sagrado, en el universo material, porque lo santo, precisamente es lo totalmente diferente. Todo lo demás es profano, mundano. (Insisto que a este punto la palabra santo o sagrado no tienen ninguna connotación moral).

Lo 'santo' es pues lo que trasciende a este mundo, a este universo; lo que es de tal manera diferente al objeto propio de nuestro entender -el ser de las cosas materiales- que apenas lo podemos concebir. Cuando tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento -no el uso posterior de la Iglesia-, hablan de santidad se refieren a esa 'otreidad', trascendencia, diferencia infinita que hay entre el ser exclusivo de Dios en su mismidad y el ser de nuestro mundo creado, profano. Santo, santo, santo , - kadosh , kadosh, kadosh, en hebreo; agios , en griego- proclama en su visión Isaías al manifestarse fulgurante de la presencia divina. Decir ¡Santo, Santo, Santo!, en labios de Isaías es como afirmar ¡Otro, Otro, Otro!, ¡Distinto, Distinto, Distinto¡, ¡Separado, Separado, Separado!, ¡Ignoto, Ignoto, Ignoto!... No Dios la naturaleza, no el hombre, no la política, no las riquezas, no nada de este mundo...

Y sin embargo, tiene claro el israelita, Dios no ha querido permanecer en su separación, en su aislado ser 'otro', sino que, así como nosotros mismos manifestamos nuestro interior -de por si incognoscible para los demás-, mediante nuestras palabras, gestos y acciones, así Dios se ha abierto, manifestado -específicamente a los hombres-, en la creación. La realidad creada está estructurada dialogalmente: el hombre puede percibir en ella la magnificencia del artífice, de aquel en que en el poema bíblico de la creación crea diciendo las realidades que crea: "Y dijo Dios, sea la tierra... y la tierra fue" . Y, desde entonces, la tierra y sus bellezas y sus ordenados hechos nos dicen, nos hablan, nos señalan a su creador, a nuestro Creador. Son palabra, poema de Dios cantado al hombre.

Pero Israel tenía otra experiencia de la intervención en lo terreno, en lo profano, de la santidad de Dios, de su decirse al hombre. Su actividad en la historia: los hechos, coincidencias, milagros humanamente inexplicables, con los cuales Yahvé ayudaba a Israel en su peregrinaje en el tiempo. Por ejemplo el paso del Mar Rojo, los acontecimientos portentosos y salvadores que jalonan la vida de ese pueblo.

A esta manifestación de la santidad de Dios en su creación y en la historia los hebreos la llamaron Gloria . La gloria era de alguna manera lo contrario de la santidad. Si la santidad era el ser proprísimo, único, exclusivo, trascendente, oculto, de Yahvé, de Dios; la gloria - kabod , en hebreo o doxa en griego-, era la manifestación visible de esa santidad, era el vislumbre posible a nuestros ojos de tierra del infinito misterio de la santidad de Dios. "El cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento la obra de sus manos", dice el salmo 19,2. "¡Aclamad la gloria del nombre del Señor, adoradlo al manifestarse su santidad"( Sal 29, 3). Y toda vez que Yahvé salva a su pueblo, afirma la escritura, 'su nombre se cubre de gloria'. "Israel ha vencido a su enemigo, el nombre del Señor se ha llenado de gloria!", la frase aparece varias veces en el Éxodo. Y aún en el templo, si bien la santidad de Dios no puede contenerse en ningún lugar, habita la gloria del Señor: "Yo amo el lugar donde habitas, el lugar donde reside tu gloria" 26, 8. De tal manera que la Gloria vendría a ser la Santidad de Dios encarnada o hecha visible en el universo material.

Así pues, cuando Kant reprochaba a los cristianos el que afirmaran que Dios había creado al hombre y todas las cosas para Su Gloria, no entendía lo que la palabra gloria significaba para la Escritura. Pensaba en todo caso en lo que la misma Escritura llama la 'vana gloria' de los hombres, la que suscitan el aplauso o la admiración o la envidia de sus semejantes; esas apariencias que endosamos para recibir la alabanza de la gente e incluso enorgullecernos de que nos envidien. La Escritura cuando usa el término aplicado a Dios ni siquiera apunta a la gloria de la cual hablaba Cicerón : la fama que buscaba el hombre clásico para esclarecer su nombre: "clara cum laude notitia". Esa fama, honra, honor que, más allá de las riquezas o de los placeres, era, junto con la contemplación de la verdad, uno de los objetivos del hombre noble.

No: para la Escritura Dios no busca nada para si mismo ya que en su santidad de por si inaccesible y perfecta, todo lo tiene, nada necesita. La creación, la manifestación de Dios en sus obras poderosas, su gloria, solo tiene un beneficiario: la creatura, que, por medio de ella, puede acceder de alguna manera a esa santidad, a esa suma belleza y perfección del existir divino que Dios, por amor, alcanza al hombre.

Es precisamente el amor de Dios -el amor que es Dios-, lo que en la plenitud de la revelación del nuevo testamento explica el porqué de la creación y de la oferta divina de amistad y de vida que nos hace mediante su gloria. Pero ahora la santidad de Dios, identificada con su amor, se revela en máxima plenitud en la gloria de Jesús. ¡En la gloria que es Jesús! Y esa gloria se hace suma precisamente cuando hace patente el amor que Dios nos tiene al entregarse a nosotros hasta la muerte. "Nos amó hasta el fin". Este vocabulario es el que nos permite entender el pasaje del evangelio de Juan que recién hemos escuchado.

"Ahora el hijo del hombre ha sido glorificado y Dios ha sido glorificado en él" La salida de Judas del cenáculo inicia el episodio terrible de la glorificación de Cristo en la cruz, allí donde la santidad, el amor de Dios, se descubre plenamente para nosotros. La gloria de Dios es la cruz de Cristo. Dios es glorificado en ella, porque en la muerte de Jesús se descubre el mismo rostro del Padre -su santidad-, dándose en su Hijo. Y la glorificación del Hijo es también la glorificación del Padre, de Dios, porque el y el Padre son uno. "El que me ha visto ha visto al Padre" replica Jesús a Felipe- "¿cómo dices 'Muéstranos al Padre' ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mi? " Pero, en Juan, esa gloria que manifiesta la santidad, el amor de Dios y qué es la cruz, es, al mismo tiempo, la Resurrección. Porque aquel amor con el cual Cristo ama hasta el fin y da su vida humana se impregna de la vitalidad suprema del mismo amor con el cual Dios ama, su infinita santidad, su ser y vivir que es amor.

Kant parece no haber leído nunca esta identificación joánica de la gloria con la cruz. Ella es la prueba más palpable de que la gloria de Dios solo tiene sentido para el hombre, para su bien, y en ella nada obtiene Dios.

Y como la consecuencia de esa glorificación de Cristo -que es el darse amoroso, con el Padre, en el Espíritu de amor que expira en la cruz y sopla sobre sus discípulos-, es hacernos partícipes de ese mismo amor, es decir, de su inaccesible santidad, también ese Espíritu, esa santidad que nos constituye en nuevas creaturas partícipes del vivir divino, debe manifestarse en los cristianos en obras de amor.

Por eso, sin transición, pasa Jesús a hablar de su glorificación al mandamiento nuevo del amor. El amor de Dios que se ha instalado en nuestros corazones haciéndonos constitutivamente santos, partícipes de la naturaleza divina, debe también hacerse gloria en nosotros, manifestación del amor de Dios para los demás. "En esto reconocerán que sois mis discípulos: en el amor que os tengáis los unos a los otros."Por Dios, ¡basta de disensiones y divisiones y rencores" con un solo corazón y una sola voz glorificad a Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo!" increpa Pablo a los Rm 15, 6. "Glorificad a Dios con vuestras vidas -¡con vuestras vidas, no con vuestras palabras!- dice Pablo a los Corintios (I Cr 6, 20). Y Mateo "Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en vosotros, a fin de que ellos vean vuestras buenas obras -no vuestras bellas palabras-  y glorifiquen al Padre que está en el cielo" (Mt 5, 16).

La gloria de Dios, pues, revela su santidad en la caridad y el amor que nos tenemos los cristianos. Los santos son gloria de Dios, 'ad maiorem Dei gloriam', como decía Ignacio de Loyola, porque también ellos son manifestación de la santidad única de Dios. Es en esa gloria que son los cristianos a imagen de Cristo donde el amor de Dios se ofrece a los hombres. ¡Ay de quienes no lo aceptan, dice San Pablo (II Cr 4, 4 ), de aquellos que no lo descubren, los que se pierden, los incrédulos cuyas inteligencias ciega este mundo para impedir que vean brillar el resplandor del Evangelio de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios ." Pero ¡ay de nosotros! si son nuestras divisiones, nuestras faltas de coherencia, nuestros atentados a la caridad y a la unidad, nuestros rencores y envidias, los que impiden que en la iglesia, en la parroquia, en nuestras relaciones, en nuestras familias, brille la gloria de Dios, ocultando con nuestra conducta el rostro de Cristo y su evangelio, y siendo obstáculo para que la santidad, el amor de Dios toque los corazones de nuestros hermanos, glorificando a Jesús.

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