Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1998- Ciclo C

5º domingo de pascua

Lectura del santo Evangelio según san Juan 13, 31-33a. 34-35
Después que Judas salió, Jesús dijo: «Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado y Dios ha sido glorificado en él. Si Dios ha sido glorificado en él, también lo glorificará en sí mismo, y lo hará muy pronto. Hijos míos, ya no estaré mucho tiempo con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros. Así como yo os he amado, amaos también vosotros los unos a los otros. En esto todos reconocerán que sois mis discípulos: en el amor que os tengáis los unos a los otros»

SERMÓN

Una de las obras más grandiosas de toda la música occidental es, sin dudar, Tristan e Isolda, de Wagner; basada en una antigua leyenda medioeval que, durante generaciones, fascinó a sus oyentes: la tragedia del amor ilícito pero inculpable, no buscado, del caballero fiel a su rey que se enamora de la mujer de éste . Con su deslumbrante música Wagner lo transforma en algo imposible de describir fuera del ponerse a escucharla. El famoso duo de amor del segundo acto, en el cual Tristán dice a Isolda: " Tristán tú y yo Isolda "- Trístan du, ich Isolde -, "no más Tristán" - nicht mehr Tristan -, e Isolda dice a Tristán: " Isolda tu y yo Trístan, no más Isolda ", es una apasionada descripción de un amor como difícilmente nuestros contemporáneos puedan ya sentir ni vivir. Amor hasta la muerte, amor, mejor dicho, glorificado en la muerte. Tragedia tornada en drama en el sublime morir de amor de Isolda al fin de la obra, que une para siempre a los dos amadores. En la versión de Baremboim del 83 en Bayreuth en realidad ninguno de los dos muere: siempre con los ojos abiertos y brillantes de felicidad los dos desaparecen en medio de una iluminación enceguecedora que poco a poco los oculta del público y los transporta a otra dimensión.

Pero en estas épocas de Oyarbides y Espartacos, de sida y profilaxis, de sexo obligado al final de encuentros sin hondura como coronación del aburrimiento, de excitaciones epidérmicas de discoteca en donde ni siquiera a veces se baila en pareja, época de hipos de rock y de cerveza, de conversaciones monosílabas e intrascendentes, de amores sin compromiso, de amores extenuados, de adulterios que ni siquiera tienen el atractivo de la sanción social, ¿quién podrá entender el fuego del amor de un Tristán por una Isolda mucho más allá del sexo y aún de la misma vida, y de su conflicto con el honor que se deben a si mismos y con la lealtad a su Rey?

¡Imagínense, si hoy resulta difícil hablar de un amor así, ni siquiera ayudados por la música de Wagner, lo que significará tratar de predicar el amor que nos enseña Cristo! Y ¡quién sabe lo que puede llegar a entenderse -en el mejor de los casos no se qué de sentimental- cuando se habla del mandamiento del amor!

Pero ya el evangelista Juan había sentido la dificultad de encontrar un término adecuado para no confundir el amor enseñado por Cristo con cualquier amor. En el vocabulario griego de la época los términos existentes evocaban formas de amor no del todo compatibles con el querer cristiano. En primer lugar " eros " -de donde viene por ejemplo nuestro vocablo "erotismo" que, si bien con un significado algo menos grosero que el actual, entre los griegos connotaba el apasionamiento, la mera atracción. Otro término era " filía " -de allí nuestro "filántropo" amador de hombres- que en realidad usa bastante San Pablo, pero que en si mismo no habla mucho más que de amistad, de cariño entre los miembros de una familia y podía resultar, pues, algo desvahído. También existía el término " stergo " que indicaba un amor tierno, materno. Todos estos nombres pues eran imprecisos y, también, por el uso, podían significar cualquier cosa, como en la actualidad nuestro término castellano amor.

¿Qué hace entonces Juan? Sencillamente inventa una palabra, produce un neologismo: de un verbo poquísimamente usado, " agapao ", que en la antigüedad se refería al amor y protección de los dioses a los hombres pero que, en la época de Juan nadie utilizaba y que él reflota, saca un substantivo " agápe " que utilizará para designar al amor cristiano.

De tal manera que la frase de nuestro evangelio de hoy sonaba a los que escuchaban a Juan por primera vez tan raro como si nosotros en vez de leer: " amaos los unos a los otros ", dijéramos " agapaos los unos a los otros ".

Algo de eso pasó también cuando el griego se tradujo al latín: a nadie se le ocurrió traducir el verbo 'agapao' por "amare", sino por "dilígere" mucho más fuerte y además inconsueto; ni a 'agápe' por "ámor". Se utilizó para ello un término que hablaba de precio, de carestía: "cáritas". Y de allí nuestro castellano "caridad". Así pues no se trataba de simple amor, sino de agape, de caridad.

Lamentablemente poco a poco, como una de las maneras de mostrar ese agape o caridad era compartir los bienes, por un lado, ágape , en castellano, terminó designando la comida en común que se realizaba junto con la eucaristía y caridad algo que tiene que ver con la limosna.

Así que en realidad no tenemos palabras españolas que designen exactamente al mandamiento de Cristo: utilizar el término ágape, es totalmente equívoco; inventar como hizo Juan un neologismo y hablar de agaparse los unos a los otros, suena ridículo. Quedan, pues, amor y caridad, pero si las usamos deben utilizarse corrigiendo su sentido actual. En realidad yo prefiero usar la palabra caridad, porque es más fácil corregir su sentido que el de amor, hoy tan abusado y hasta ensuciado que difícilmente nadie entienda lo que verdaderamente quiere decir. Yo traduciría -y siempre aproximadamente- el evangelio de hoy: " quereos los unos a los otros -el querer parece más viril y serio que el amar-; y " en ésto todos reconocerán que sois mis discípulos: en la caridad que os tengáis los unos a los otros ".

De todos modos aún en arameo, que fué seguramente el idioma con el cual Jesús dijo esta frase, sea cual fuere el verbo que usó, ya allí debió corregir el concepto de amor: " Amaos los unos a los otros" , pero -continúa- no de cualquier manera, no como lo enseña el mundo, no al modo de la filantropía masónica, no el que predican las madres de plaza de Mayo, no como lo canta el tango ni lo muestran las películas para mayores de trece años, no como lo defiende, para justificar cualquier cosa, la adolescente incontinente o el señor arriba de los cuarenta para exculpar su infidelidad a su mujer o el abandono de sus hijos... " amaos los unos a los otros -dice Jesús- no de cualquier manera sino " como yo os he amado" ...

Y ¿cómo los he amado? Buscando tu bien, ovidándome de mi mismo para entregarte todo mi tiempo, pensando en tu felicidad, en tu perfección, aunque alguna vez haya tenido que decirte cosas duras, no dándote siempre lo que pedías porque no era lo que necesitabas, buscando hacerte crecer, queriendo lo bueno para vos aunque tantas veces te hiciste mi enemigo; no siempre con el sentimiento porque tantas veces sentí solo cansancio, ganas de descansar, hastío, sudor de sangre, sino con mi querer y con mis actos, con mi palabra empeñada, comprometiéndome con vos... y, hasta tal punto dándome todo a ti, que por vos viví el despojo final de la muerte... " Tristán tu y yo Isolda. No más Tristán" .

Pero tampoco aquí hemos llegado al núcleo del amor cristiano, porque el amor con que nos ama Cristo es mucho más que el que es capaz de latir en su corazón humano. A través del querer de Jesús se mueve impetuoso el amor del Padre que, en el fragor del Espíritu Santo, vuelca toda su capacidad infinita de amar en cada uno de nosotros, creandonos, recreándonos, tratando de llevarnos de nuestra nada de hombres a la gloria espléndida de los hijos de Dios. El amor de Cristo es, al mismo tiempo, el amor de su sagrado corazón humano y el amor divino que nos sostiene sobre la nada, nos rescata una y otra vez de la nada de nuestros pecados y nos proyecta hacia el abrazo definitivo de su amor.

"Amaos los unos a los otros como yo os he amado", " agapate allélous, kazós egápesa humás " dice el texto griego y ese ' kazós egápesa humás' , 'como yo os he amado', es mucho más que un "a imitación de cómo yo os he amado". Kazós en griego hace decir a la frase: amaos con el mismo amor con que yo os he amado.

Pero ¿es esto posible? Ciertamente no para cualquier hombre, pero si para el cristiano que, desde el bautismo -si no la ha perdido por el pecado- posee la gracia santificante y, precisamente, a través de una de las tres virtudes teologales que trae esa gracia y que es la virtud teologal de la caridad. Por eso es mejor hablar de caridad que de amor para traducir agápe, porque el amor es solo un acto humano, en cambio el agape, la caridad que predica Cristo, es una fuerza divina, es la manera de amar de Dios, es el mismo amor de Dios infundido en nuestro corazón, en nuestra voluntad.

Eso quiere decir virtud teologal: 'virtud' es sinónimo de fuerza, energía; 'teologal', que pertenece al ámbito de Dios, no de lo natural. La caridad, el agape, es, pues, un ímpetu de amor divino que embarga nuestro querer y lo transforma a la manera de Cristo en capaz de recrear en el amor a aquellos a quienes amamos. El amor de los santos, ya no solo el amor de Tristán e Isolda, el amor de Jesús, el amor de María, el de Teresa de Avila, de Francisco de Asís, de Ignacio de Loyola, de Teresa de Calcuta ...

Ese es el amor que predica Cristo, y que además nos da Cristo con su Espíritu; ése es el que, en nuestro bautismo, se nos ha infundido, junto con la fé y con la esperanza -las otras dos fuerzas teologales-. Ese es el amor con el cual los demás debieran reconocernos como cristianos.

Y aquí lo tenemos, como poder, radicado en nuestro pecho. Lamentablemente, así como hay tantos hombres y mujeres que serian capaces por naturaleza de amar que no lo hacen y jamás ejercitan su querer y lo debilitan en pavadas y egoísmo, así hay tantos cristianos que jamás usan su caridad y la conservan estéril en su corazón. ¡Pobre corazón cristiano, llamado al heroísmo de fuego del verdadero amor y guardado en la cubetera de hielo de su falta de entrega y de sus puros humanos amores!

A fin de mes es Pentecostés, la efusión del Espíritu Santo con su acompañamiento de virtudes teologales, especialmente la Caridad. El Papa ha querido que en este trienio preparatorio al tercer milenio, este año sea dedicado a ese Santo Espíritu. Que Él, que es el amor joven y eterno que une en un solo Dios al Padre y al Hijo, infunda caridad, autentico amor, en la astenia de nuestros corazones, nos enseñe e inyecte el querer de Jesús, nos lo haga beber en oración y manifestar en obras, lo haga contagioso con los nuestros y en el apostolado, y nos lleve un día al ágape sempiterno del gozo del puro amor.

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