Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1977- Ciclo C

6º domingo de pascua
15-V-77

Lectura del santo Evangelio según san Juan 14, 23-29
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. El que no me ama no es fiel a mis palabras. La palabra que vosotros oísteis no es mía, sino del Padre que me envió. Yo les digo estas cosas mientras permanezco con vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, os enseñará todo y os recordará lo que os he dicho. Os dejo la paz, os doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquietéis ni temáis! Me habéis oído decir: "Me voy y volveré a vosotros". Si me amarais, se alegraríais de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Os he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, creáis»

SERMÓN

Cualquier estudiante de arquitectura sabe que, si tuviera que estudiar personalmente el arte griego, poco encontraría en la península helénica. Las invasiones turcas y la rapiña inglesa apenas han dejado rastros de la antigua Tebas, Corinto, Delfos, Olimpia, Atenas. Si no fuera porque en el 1930 el arquitecto Nikolaus Balanos reconstruyó y levantó gran parte de las columnas del Partenón, hoy solo veríamos en la Acrópolis un confuso conjunto de escombros de mármol, producto de la explosión del polvorín que los turcos habían instalado en él y que fue cañoneado en el 1687 por Francesco Morosini. En fin, que poco queda en Grecia que nos dé siquiera una imagen de lo que fueron sus orgullosas ciudades y da pena, por ejemplo, caminar por las ruinas de la arrasada Corinto.
Mucho más subsiste en lo que fue la Magna Grecia: el Sur de Italia y, sobre todo, Sicilia. Paestum, Selinunte, Segesta, Siracusa, Agrigento nos hablan del genio griego más de lo que nos cuenta su madre patria.
Sobre todo, quizá, Agrigento: el templo de Juno Lacinia, el de Zeus Olímpico, el de Hércules y, especialmente, el bellísimo de la Concordia nos hablan, en majestuoso silencio, de la grandeza de una civilización de la cual somos nosotros, católicos, herederos.


Templo de la Concordia

Estos templos se alinean en la ‘vallata dei templi’, en las afueras de la ciudad, y vistos desde la altura, a la caída del día, desde San Biaggio, cuando el sol les da al sesgo, resplandecen majestuosos y gualdos, contrastando con el verde de los olivares que los rodean y el violáceo del cielo atardecido. Vistos de cerca, desde afuera, son aún más bellos, con el perfecto equilibrio de sus columnas dóricas, frontones, triglifos y metopas, cantando silentes el recuerdo de un pensamiento y una estética surgida como un fogonazo en un pequeño espacio de geografía e historia y destinado, a través de la Iglesia a iluminar los siglos.
Pero esta sensación de belleza y serenidad curiosamente se pierde tan pronto uno penetra en la nao de los templos. Allí las columnas y restos de muros de la pronaos, naos y opistódomos crean como una sensación de desorden y claustrofobia, solo paliada porque el desgaste del tiempo ha hecho desparecer los techos, inundando todo de luz, y las sucesivas adaptaciones a palacios ducales o templos cristianos han destruido las paredes interiores.
La sensación empero subsiste y hay que volver a salir y mirar desde fuera el templo para recuperar el equilibrio. Y esto no es una mera sensación. Es que así era: los templos griegos y luego los romanos no eran para ser mirados de adentro como nuestras iglesias, sino para ser admirados por fuera. El templo no era para los hombres, era para los dioses. El altar donde se hacían los sacrificios y frente al cual se reunían los devotos no estaba adentro, estaba afuera, frente a la rampa.

Adentro, en la oscuridad, sin ventanas, rodeado de muros, estaba el simulacro del Dios y la sala del tesoro. Allí pocos y casi nunca entraban. Las grandes ceremonias se hacían afuera. Los creyentes quedaban en los jardines exteriores. Y, por eso, para ayudar la devoción de los mortales, todos los mejores adornos eran hacia afuera. Y, además, no eran blancos, de mármol pentélico en Grecia, o amarillos de piedra como los vemos ahora, sino pintados, de colores. También las estatuas, contrariamente a lo que nos muestran las películas eran policromas.
Los templos griegos y romanos no eran pues para visitar por dentro sino para mirar por fuera.

Suele decirse –entre tantas otras calumnias‑ que los primeros cristianos, llevados por su celo, destruyeron los antiguos templos paganos y por eso apenas quedan restos de ellos. No es verdad: cuando pudieron los transformaron en capillas cristianas, pero la mayoría de las veces no pudieron hacerlas funcionales al culto, simplemente porque no estaban hechos para eso. Eran para que el pueblo se quedara afuera no que entrara. Y, por ello, sencillamente, los cristianos no pudieron usarlos en su mayoría y fueron, o demolidos para reutilizar sus materiales o readaptados a pequeños santuarios o simplemente abandonados.

En cambio sí pudieron los primeros cristianos utilizar otro tipo de edificios. Edificios que, justamente, al costado de los foros o plazas públicas donde se reunía la gente para comerciar y hacer política, estaban previstos para juntar a todos cuando llovía o hacía mucho calor y ofrecerles protección. Lugares donde se administraba justicia, se conversaba, se ultimaban negocios y que, porque tenían un lugar especialmente dedicado al juez, primitivamente el rey, el ‘basileus’ en griego, se llamaban ‘basílicas’. Tenemos hermosos ejemplos de basílicas en el foro romano: la basílica Giulia, la basílica Emilia. Lugares espaciosos e iluminados para reunir gente –adentro, no afuera‑. Es curioso, pues, que, cuando después de Constantino, se comenzaron a construir iglesias, el modelo no será el templo griego o romano, sino la basílica, edificio civil, no religioso.


Basílica Giulia, foro romano.

¿Y a qué viene todo esto se preguntarán Vds.? A que todo esto es sumamente significativo y nos ayuda a comprender el cambio radical que representa el cristianismo en la concepción de las relaciones del hombre con Dios.
Para los griegos y romanos el Dios habita en un espacio sagrado que no puede ser hollado ni profanado, separado del pueblo. En cambio, en el comienzo ya de la Revelación, Dios se hace presente de una manera especialísima en medio de su pueblo, en un lugar, la tienda del encuentro, plantada en medio del campamento y custodiando el Arca de la Alianza.
Más tarde lo sustituirá el templo de Jerusalén. Pero ya el templo, aún cuando tiene un lugar en el cual nadie puede entrar sino el Sumo Sacerdote: el Santo de los Santos, está en realidad prolongado por un enorme espacio de reunión para los judíos. Ellos entran al templo, no se quedan afuera como griegos y romanos. Y, en el lugar reservado, el santo de los santos, no hay ningún simulacro, sino el arca de la Alianza, guardando las tablas de la Ley, los restos del maná y la vara de Aarón. Todos signos del amor de Dios por su pueblo. No solo el Dios majestuoso a quien hay que adorar y servir, sino el Dios hablando y alimentando a los suyos.

Con el cristianismo, esto se acaba o mejor dicho se transforma. Cuando Cristo habla con la samaritana, ésta pretende defender el templo samaritano de Garizim contra el de Jerusalén y Cristo le responde: ni uno ni otro: “Llega la hora en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” y más adelante “donde hay dos o tres reunidos en mi nombre allí esta Dios”. Y San Pablo afirma: “El templo sois vosotros”.
De allí que los cristianos como tal no necesitan estrictamente ’templos’. Dios no está en un lugar. Dios está en cada bautizado, Dios está donde la comunidad de los creyentes.
No solo no nos quedamos fuera del templo como griegos y romanos, no solo podemos entrar adentro como los judíos, sino que Dios, ahora, hace de nosotros su templo. Es Él ahora quien ingresa en nosotros. “El que me ama será fiel a mi palabra” –hemos escuchado en el Evangelio de hoy‑ y mi Padre lo amará; iremos a Él y habitaremos en El.

Es por eso que los primeros cristianos, para encontrarse con Dios, no van a un lugar especial: se reúnen simplemente entre sí, especialmente los domingos, el día que resucitó el Señor, para celebrar Su memorial en la Eucaristía.
Todos los que han sido llamados a la fe se juntan y, al juntarse, según la promesa de Cristo, hacen presente a Dios entre ellos. De allí viene la palabra Iglesia, del verbo griego ‘ekkalein’ que quiere decir llamar, convocar, reunir y, de allí ‘ekklesia’, reunión, asamblea.
Y esta asamblea, esta iglesia, se reúne, al comienzo, en cualquier parte. No en templos sino, durante las persecuciones, en casas de familia –también, no tanto, en las catacumbas‑.

Después de Constantino y dada la cantidad de convocados, de llamados a la fe, se comienzan a usar las antiguas basílicas civiles o se construyen nuevas. Y allí, los domingos, se reúne la asamblea, la iglesia. Como inevitablemente, luego, la iglesia se reúne siempre en el mismo lugar, de designar al pueblo, pasa también, por metonimia, a designar el edificio de reunión.
Algo parecido sucede con el término utilizado en los países sajones: church o kirche. ‘Asamblea dominical’ o mejor ‘asamblea del día del señor’, se decía en griego ‘kyriaké ekklesía’, luego, para simplificar, solamente ‘kyriaké’, de allí se deforma en los lenguajes bárbaros a ‘kirike’. Finalmente, de allí a ‘Kirche’ en alemán, ‘kerk’ en holandés, ‘church’ en inglés. ¿Ven?: también aquí primariamente lo importante es la asamblea, en segundo lugar el edificio.

Es verdad que los signos religiosos naturales no son dejados de lado totalmente por el cristianismo y que ciertos valores del espacio sagrado del templo griego y de presencia privilegiada de Dios en éste ‑sobre todo a través de la sublimación de la presencia del arca con sus tablas de la ley, el maná y la vara de Aarón en la augusta presencia de Cristo, maestro, sacerdote y rey‑ son sublimados en la Eucaristía y los ritos de consagración del templo. Pero no es menos cierto también que las nuevas relaciones instauradas por Dios con los hombres a través de Cristo son de una intimidad y hondura tal que trascienden toda necesidad material de templo y hasta pueden prescindir de él.

Dios no está frente a nosotros, lejos de nosotros como entre los griegos y romanos. Tampoco fuera de nosotros como entre los judíos, sino ‘entre’, ‘con’ y ‘en’ nosotros, la ‘ekklesia’, los que participamos de una misma fe y bautismo y somos convocados por Cristo a celebrarla los domingos en la Eucaristía.
En nosotros, especialmente, cuando cumpliendo los mandamientos del Padre, siendo fieles a Su palabra, Él viene, en el amor, a habitarnos, a darnos su paz. Allí, en el fondo de nuestras almas, donde en soledad y silencio podemos encontrarnos con Él estando en cualquier parte.
Porque fe, esperanza y caridad nos han trocado en templos vivos de su radiante Majestad.

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