Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1990- Ciclo A

6º domingo de pascua

Lectura del santo Evangelio según san Juan 14, 15-21
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Si me amáis, cumpliréis mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y él os dará otro Paráclito, para que esté siempre con vosotros: el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Vosotros, en cambio, lo conocéis, porque él permanece con vosotros y estará con vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros sí me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis. Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre, y que vosotros estáis en mí y yo en vosotros. El que recibe mis mandamientos y los cumple, ése es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él".

SERMÓN

El que acabamos de leer es uno de los únicos cinco pasajes en donde, en el NT, aparece el término Paráclito. Cuatro de ellos en este discurso de despedida de Jesús a sus discípulos, designando al ES. El otro, y referido a Cristo, en la I Jn. . Es un término extraño que proviene del lenguaje griego y que los mismos judíos empleaban sin traducir. A pesar de lo singular del vocablo nuestras propias versiones prefieren dejarlo también así, sin verter, porque no se halla exactamente un término castellano equivalente.

Si nos fijamos en la etimología, el término está formado por el prefijo "pará" que en griego significa 'junto', 'al lado' y el verbo "kalein", 'llamar'. Paráclito, pues, sonaría algo así cómo: "el que es llamado para que esté al lado" y con distintas funciones: para que ayude, para que asesore, para que enseñe, para que defienda. De hecho es la mismísima etimología, pero en latín, del abogado,'ad vocatus': "ad" prefijo que significa también 'junto' -como en ad-yacente - y el verbo "vocare", 'llamar', de donde viene por ejemplo vocación . También advocatus es, pues, el llamado al lado de uno. Pero por supuesto que paráclito tiene un significado muchísimo más rico que el de abogado en castellano. Hay que tener en cuenta que en los procesos judiciales judíos no existía propiamente la función de abogado, era el juez el que dirigía el interrogatorio y hacía todo. De tal manera que el uso del término entre los judíos no era de origen forense. Más bien con este vocablo se tendía a designar a personajes que representaban o reemplazaban a figuras salvadoras principales, en los lugares de donde éstas debían ausentarse o no podían estar. Así patriarcas, jueces, sacerdotes, profetas, reyes, en el AT de alguna manera eran paráclitos de Dios, de Jahvé.

Y fíjense Vds que el término ni siquiera en el NT está estrictamente reservado al Espíritu, porque al decir Jesús que cuando se ausente él enviará a otro paráclito, está afirmando que él mismo es un paráclito. De hecho, como dijimos recién, la primera epístola de Jn designa con este nombre a Jesús.

Claro: el primer Paráclito ha sido Jesucristo, él es el que ha sido enviado al lado nuestro para representar al Padre y para ayudarnos, inspirarnos y fortalecernos. Pero esta presencia -porque se daba a través de lo humano de Jesús- debía necesariamente finalizar. Los hombres no pueden permanecer siempre entre nosotros, tarde o temprano mueren y se van. Así Jesús.

Y precisamente en este discurso está desarrollando su despedida. Despedida que los discípulos no entienden porque siguen pensando que Cristo es el destinado a restablecer el reino terreno de Israel y que todo debe consumarse con él. No saben que todo recién empieza, que se está fundando una Iglesia y que ésta deberá seguir su marcha en una historia que no terminará tan pronto.

Jesús habla de eso: el fin no es inminente. Pasará mucho tiempo hasta que advenga, hasta que todo termine triunfalmente, pero, mientras tanto, su partida, su muerte, no significará que él dejará solos a los suyos: instaurará una nueva forma de presencia, de alguna manera incluso más profunda y cercana, más universal y extensa, más permanente y sin fronteras. Y esa será la presencia de su Espíritu, el Espíritu de Dios, el Espíritu de Cristo, que precisamente, porque no está constreñido a un determinado tiempo y espacio, ya que no asume la condición personalmente humana, corporal, a la manera de Jesús, no está tampoco atrapada en ese tiempo y espacio, sino que puede estar presente a todo tiempo y lugar.

Este es pues el otro Paráclito, que ya no estará como Jesús, frente a sus discípulos, sino en ellos, en nosotros, en la Iglesia, en cada cristiano.

Jesús no nos deja huérfanos, no deja solo un recuerdo, una colección de libros recogidos en una escritura sagrada, no nos lega exclusivamente una institución que perpetúe sus enseñanzas y sus normas y los conmemore en sus actos litúrgicos, a la manera como el 25 se conmemoran en actos los acontecimientos de 1810. Cristo nos deja una presencia viva y vitalizante, actual y actuante, fuerte y fortificante, lúcida e iluminante, personal y personalizante que alienta poderosamente en el interior de la Iglesia y de cada cristiano: el Paráclito.

Pero Paráclito que, siendo la presencia vital del Espíritu de Jesús, en realidad, no inaugura nada nuevo con respecto a Jesús, como afirma Juan, no dirá nada por su cuenta. Su tarea simplemente es hacernos reconocer a Jesús, recordar a la Iglesia lo que Jesús dijo, llevarnos a la plenitud de la verdad, alcanzarnos la vida misma de Jesús.

Quien quisiera invocar al Paráclito, al Espíritu santo, para enseñar en la Iglesia algo distinto de lo que enseñó Jesús, quien pretendiera en nombre del ES oponerse al magisterio de Cristo, a la enseñanza secular de la Iglesia. Quien quisiera reducir la acción del Espíritu a un determinado Concilio o a una época particular -pasada, presente o futura-, o quien quisiera inaugurar novedades o fundar doctrinas o cambiar el rumbo de la Iglesia, guiado por cualquier adaptación al mundo o inspiración privada o revelación personal, sepa que no podrá nunca hacerlo en nombre del ES y si lo hace es un alienado o un falsario o un soberbio. El Paráclito -como dice nuestro evangelio- lleva a la Iglesia por el cauce de la verdad: y la verdad está en la palabra de Jesús, en el magisterio secular de la Iglesia y en la sana razón. Ningún fenómeno parapsicológico, histérico o epiléptico puede confundirse con la manifestación sabia y serena del Espíritu. Ninguna concesión al mundo, enemigo del Espíritu, puede hacerse en nombre de éste.

Juan no nos habla de exaltaciones efímeras, de fenómenos extáticos, de fanatismos sin ideas, de amores exuberantes, Juan nos habla de un Espíritu que lleva al auténtico amor por el camino de la verdad y del cumplimiento de los mandamientos. Porque el amor que inspira el paráclito tiene más que ver con la disciplina del soldado que con la anarquía de las pasiones. Usa de la pasión si, pero como el caballero en la batalla -brida, freno y espuelas- utiliza la fuerza de su padrillo. No como la damisela que se deja llevar por el capricho de su jaca.

El Paráclito, el Espíritu, no obnubila nuestro espíritu, no nos hace cerrar los ojos, no nos transforma en mediums, no se manifiesta en capricho, no es puro sentimiento, no se plasma en pseudorevelaciones ni en tumultuosas reuniones carismáticas y balbuceos incomprensibles, sino que potencia nuestras personas en lucidez y señorío, en caridad y grandeza, en humildad y en fuerza.

Como en tantas otras épocas de la historia, los cristianos vivimos circunstancias difíciles, confusas. La Iglesia más visible, la jerárquica, -la burocracia clerical digamos-, no siempre aparece a primera vista con el verdadero rostro de Jesús. Discursos diferentes en el seno mismo del episcopado, liturgias disímiles, enseñanzas cambiantes según el púlpito que uno escuche o el libro que uno lea. Las apariencias externas pueden confundir a quien no conozca de lo humano de la Iglesia, de los pecados y debilidades de los hombres y mujeres que la integran. Pero la Iglesia no es solamente éso, lo más aparente. Es mucho menos y a la vez es mucho más.

Es mucho menos, porque la jerarquía en realidad tiende a meterse en cosas que no le corresponden o de las cuales poco sabe. Y porque nadie tiene obligación en prestar su asentimiento a aquello que opinan sacerdotes, obispos y aún el Papa, más allá de lo que a través de dogmas, magisterio ordinario y razonable disciplina es exigido a la fe y a la obediencia

Y es mucho más también, porque sabemos que mediante lo visible de hombres pecadores, cuando éstos realizan los actos sacramentales, siempre nos ponemos en contacto infalible con lo invisible de la fuerza y gracia del Espíritu de Jesús. Y porque detrás de la hojarasca de palabras y palabras confusas que hoy ahogan a la Iglesia, siempre resplandecerá en la Escritura y en la enseñanza infalible de los dogmas y de los santos canonizados la luz indeficiente de la verdad.

Y es mucho más también, porque la Iglesia no crece y se desarrolla solo entre mitras, báculos, clérigos, nunciaturas y papamóviles, sino sobre todo en la vida de los cristianos, en la lucha de cada uno con sus egoísmos y con el mundo, en la santidad vivida entre cunas y cacerolas, en las fidelidades cotidianas, en los compromisos reales con el prójimo, en las camas de los enfermos, en la oración y paciencia de los ancianos, en la lucha de los jóvenes, en las celdas de los conventos, en el silencio de los que rezan, en la ofrenda de los que sufren, en el heroísmo de los que son fieles a su palabra, a su matrimonio, a su honor, a sus deberes y a su prosapia cristiana.

Y ese si, ama en serio, porque cumple los mandamientos, -y cumple los mandamientos porque ama en serio- y a éstos envía Jesús su Paráclito, el espíritu de la verdad, al que no puede conocer el mundo, ni el que vive según el mundo aunque se diga cristiano, al espíritu capaz de hacernos reconocer, aún en medio de toda la aparente confusión, el verdadero rostro de Cristo, y vivir de Él y ser amados por Él.

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