Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1983 - Ciclo C

domingo de pascua

SERMÓN

Decía Platón que el cuerpo era la tumba del alma –‘to soma, to sema' -; que la materia era la prisión del espíritu, que el hombre, para alcanzar la felicidad, debía vencer su corporeidad, su materialidad y liberar su mente.

Platón no era, en esto, sino el exponente de una corriente constante en la historia del pensamiento humano –presente en tantas religiones y filosofías antigua y contemporáneas- que tendían a atribuir a este mundo de los cuerpos, de la materia, todos los males, todos los dolores, todos los pecados. Si el hombre lograra –decían- independizarse de la materia, de la debilidad del cuerpo, de sus deseos sensibles, alcanzaría la plena libertad y sería un ser espiritual y bueno. Hay que romper la ‘tumba del cuerpo' para que pueda remontar volando a las alturas el alma.

O, como hoy se dice, la razón debe dominar a la materia y a las pasiones.

Pero nada más lejos -esta concepción ‘dualista'- de lo que nos enseña la revelación cristiana sobre el ser humano.

Para el cristianismo el hombre no es dos cosas: ‘espíritu' más ‘cuerpo', ‘espíritu' encerrado en un ‘cuerpo'. El hombre es ‘un solo ser': materia organizada en espíritu. No podemos separar dos ‘partes' en él. El hombre, si hipotéticamente pudiera no tener materia, dejaría de ser hombre. No es un ángel que tenga que arrastrar un cuerpo. Es un ‘ser humano'; el grado más alto del ser material plasmado por Dios.

La materia es buena, el cuerpo es bueno, los sentimientos -de por si son buenos, el sexo es bueno. El hombre podrá utilizarlos mal –porque le pertenece un falible libre albedrío- pero, en sí mismo, todo el mundo de la animalidad y la materia, son creaturas de Dios, obras de arte del Padre bueno.

Y, justamente, si el mal viene de algún lado no es precisamente de lo corpóreo, sino de lo que en el hombre hay de más espiritual: su inteligencia y su querer libres. Es el yo profundo, la conciencia de sí mismo que lo hace ‘persona', el centro de su ser humano, el que -dueño de sí mismo- puede hacer uso y abuso de las riquezas que Dios le ha dado.

Y es que ese yo de cada uno de nosotros que surge de lo profundo de nuestros entrañas y de nuestro cerebro Dios lo ha creado distinto al de los animales, abierto en hambre de absoluto.

La araña no quiere más que tejer su tela, atrapar la mosca; la vaca no quiere sino pasto y agua, cuidar a su ternero; el león acechar la presa aparearse de vez en cuando con sus hembras, atacar, defenderse. El hombre, en cambio, quiere mucho más, porque dotado de inteligencia y apetito espiritual abierto al infinito.

Puede llenar su estómago por supuesto y satisfacer su sexo a nivel animal, pero su corazón y su mente están dotados de un ‘poder de deseo' que es la aspiración pura y simple de felicidad, de bien, de totalidad, más allá de cualquier límite.

El animal –digamos- es como una figura cerrada en sus propios límites. El hombre siempre queda abierto a más, asomado al infinito. Podrá calmar su hambre de comida y de sexo, pero su cerebro y su corazón siempre quieren más.

Es que Dios lo ha hecho así, precisamente, porque -como lo ha creado para gozar un día de la misma infinita felicidad que llena de júbilo a la Trinidad- el ser humano ha de tener ‘capacidad de Dios', y por tanto hambre -o al menos nostalgia- de infinito.

Si no estuviéramos preadaptados por naturaleza a poder gozar de Dios, nunca podríamos alcanzarlo. Y esa preadaptación es justamente el anhelo de infinito instalado en nuestro yo. Estamos ‘hechos' para conocer y amar a Dios. Pero -y este es ‘el' problema- no podemos conocerlo y gozarlo, si antes no lo hemos amado, querido, elegido.

Al modo cómo, a otro nivel, no podemos conocer lo que es ser ingeniero o médico hasta que no hayamos sido ingenieros o médicos. Pero es imposible llegar a ser ingenieros o médicos si, antes, no hemos elegido serlo. Hemos tenido, forzosamente, que elegir, antes de saber, lo que ‘realmente' será, ¡en el futuro!, ser ingenieros o médicos. Algo sabíamos, pero recién lo sabremos en serio cuando estemos ejerciendo.

Lo mismo, cuando nos casamos. Recién conoceremos verdaderamente a nuestra mujer, después de casarnos con ella. Antes, algo sabemos, por el noviazgo, pero hasta que no elegimos, hasta que no amamos en matrimonio, no la conoceremos ni apreciaremos ni disfrutaremos verdaderamente.

Con Dios sucede lo mismo, con la diferencia que ‘apenas' podemos saber algo de Él antes de elegir. Recién lo conoceremos y gozaremos después de la ‘elección'. Y una elección que, en este caso, antes del disfrute pleno, implica toda nuestra vida. Aquí solo podemos vivir ‘el noviazgo', debemos querer y amar sin conocer, por medio de la fe, que apenas nos da un atisbo de conocimiento y apenas disfrute en la esperanza.

¿Cómo no va a ser extraño entonces que nos equivoquemos; que cambiemos la promesa de futuro por el concreto presente; ser ingenieros o médicos, tras largos años de estudio, por emplearnos ‘ya' como cadetes y ganar ‘ahora'; poder leer mañana a Shakespeare en inglés después de mucho aprender por leer hoy el Tony y D'Artagnan; gozar torpemente hoy de la inmediata satisfacción del sexo que mañana del verdadero amor de una mujer; gozar de las posibilidades de mi yo maridado con este mundo, que del noviazgo largo y difícil de esta vida con Dios... ?

El hombre tiene, pues, a la manera de sello innato, como una fuerza centrípeta que lo lleva a tratar de satisfacerse en lo inmediato, en el hoy, en lo que ya tiene al alcance de la mano.

Pero justamente ese es el pecado, el error. Lanza su hambre de infinito sobre su yo finito, sobre los seres limitados, sobre el mundo material, sobre el sexo, sobre lo que los rodean.

Ello no va sin consecuencias en nosotros y en los demás. Produce desastres: porque nadie ni ninguno de los bienes de este mundo, a la larga, puede calmar su fuerza aspiradora de infinito. El deseo humano sin las virtudes teologales es como una Electrolux andando a todo lo que da en un cuarto lleno casitas y castillos hechos de papeles y de paja. ¿Cómo no va a causar desórdenes, como no se van a producir choques y tensiones con las demás ‘electroluxes'?

No: no es la materia la que produce el mal, el dolor, el pecado, el sufrimiento. Es esta fuerza aspiradora de infinito que es el hombre total –carne y cerebro- y que, en lugar de encaminarse y dirigirse hacia el bien infinito se lanza desbocada sobre lo finito, material o espiritual. Deseos de la carne, o ambiciones de la mente, o de la voluntad de poder, de riqueza o de sabiduría. Lo mismo da.

No es cuestión de carne o de materia. Es cuestión del yo, que en vez de abrirse a Dios se encierra en sí mismo, en lo humano, en la existencia mundanal.

La tumba no es el cuerpo, la tumba es el propio yo. Tanto es así que los existencialistas afirmaban - Sartre , por ejemplo- que cuando el yo del hombre termina de definirse, adviene la muerte. La vida sería al comienzo el hombre indefinido; un cuaderno de renglones no escritos. El ser humano se va definiendo, a medida que va pasando el tiempo, por medio de sus opciones. Va escribiendo en el cuaderno su propia vida. A medida que pasa el tiempo se van llenando más renglones. Así el hombre va fabricando su propio ser.

Pero mientras vive todavía no llenó del todo su cuadernos –a pesar de que cada vez se le cierran más posibilidades y lo escrito escrito está-; todavía puede ser distinto, es decir todavía ‘no es'. Hay renglones por escribir, cada vez más dependiente de lo que escribió antes, pero vacíos todavía. No: aún ‘no es'.

Pero resulta que, cuando pone el punto final, cuando por fin ‘es', porque ya no puede ser otra cosa, ahí es precisamente cuando muere. ‘El hombre recién es', dicen los existencialistas, ‘cuando muere'. El cuaderno está completo, se cerró.

Mensaje desesperanzado y horrible del existencialismo. Pero algo de verdad tiene. Si el hombre trata de definirse en su propio yo, si intenta buscar construirse en su personalidad puramente humana, si ese hambre de infinito que tiene lo vuelca egoístamente hacia ‘su' vida centro del universo y en el ámbito de lo puramente humano, así, sí, todo termina en la muerte, en la tumba cerrada, en la cárcel impenetrable y tenebrosa del fenecido yo.

Pero, si vive su vida en noviazgo de infinito, comprometido, abierto su yo a la seducción divina, enamorado de Dios y de todos aquellos a quienes Dios ama, olvidado de su yo, abnegado de sus egoísmos, ‘usando' pero ‘no atado' a las buenas pero finitas cosas de este mundo, entonces no terminará su vida en la muerte –la muerte eterna- sino que se abrirá al matrimonio con el infinito y con la eternidad.

Eso hizo Jesús, renunció en la muerte al límite de su propio yo humano, se entregó en el amor al Padre y a los demás.

Por eso hoy no lo encontramos entres los muertos, en el sepulcro, ni etéreo en un alma naturalmente inmortal. Su tumba está vacía. Alma y cuerpo resucitó.

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