Sermones de pENTECOSTÉS

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2004 - Ciclo C

PENTECOSTÉS
(GEP 30/05/04)

Lectura del santo Evangelio según san Juan 20, 19-23
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y, poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con vosotros!" Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envió a mí, yo también os envío a vosotros". Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Recibid al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que vosotros se los perdonéis, y serán retenidos a los que vosotros se los retengáis".

SERMÓN

"Cuando la hoz comience a cortar las espigas comenzarás a contar estas siete semanas... Y celebrarás en honor del Señor, tu Dios, la 'fiesta de las semanas'..." Así dice el libro del Deuteronomio (16, 9-10), escrito hacia el siglo VII antes de Cristo, última etapa de la monarquía. La 'fiesta de las semanas', 'Shavuot', en hebreo. Porque se realizaba 'una semana de semanas' después de la Pascua, es decir, a los cincuenta días -'Pentecostés', en griego-. Ambas celebraciones, primitivamente fueron fiestas agrarias: la Pascua festejaba el comienzo de las cosechas, y Pentecostés, su final. De allí que también Shavuot fuera llamada, 'Jag Hacatzir' , 'Fiesta de la cosecha'. Era una de las solemnidades judías de peregrinación obligada; y los israelitas llevaban, como ofrenda, décimas de su cosecha al Templo de Jerusalén.

Pero, con el tiempo, estas fiestas agrícolas se cargaron de significado nacional, histórico. La Pascua, a la vuelta del exilio en Babilonia, redimidos por Ciro , conmemorará la legendaria liberación del yugo egipcio -paradigma de todas las liberaciones-, el cruce del Mar Rojo, la adquisición de la libertad. Algo así como, supuestamente, nuestro 1810. Pentecostés, a su vez, conmemorará la entrega de las tablas de la Ley. Algo así como -para nuestra historiografía liberal- 1853, y su Constitución nacional.

Y está bien: el Antiguo Testamento tiene claro que no hay verdadera libertad sin ley. La libertad es el instrumento que tiene el hombre para realizarse a si mismo. Es un medio; no es un fin. La libertad sin cauce y sin objeto solo puede transformarse en libertinaje, en caos, en anarquía, en la prepotencia de los más fuertes, o de los que menos reglas respetan.

Sin ley adaptada a la naturaleza humana e introyectada en las conciencias por la educación -y custodiada, también, por la autoridad y la fuerza legítima- no hay agrupación humana que pueda subsistir ni política ni económicamente. No puede haber familia, ni sociedad, ni nación, sin ley y sin quien la haga respetar. Y nadie duda de que si nuestro país sigue como va, aumentando la frondosidad de leyes que nadie cumple -y que muchas veces se dan de a patadas con las leyes que surgen de la naturaleza y psicología del hombre-, si los delincuentes y grupos anárquicos se hacen dueños de las calles y la cosa publica, y los saqueadores, montados en la máquina del Estado, se apropian de nuestro bienes y se meten constantemente en nuestras vidas, no solo se terminará con la libertad sino que no subsistiremos como nación.

Por eso, es desde la ley proclamada en el Sinaí, precisamente, cómo la escuela de pensamiento surgida del Deuteronomio juzga la historia de Israel en su visión del tiempo de los Reyes: cuando sus gobernantes y su pueblo respetaron la Ley -sostienen- Israel prosperó; cuando los reyes y el pueblo fueron rebeldes e impíos frente a la Ley, Israel cayó en la desdicha.

Sin embargo, en las últimas etapas del Antiguo Testamento, posteriores al Deuteronomio, sus mejores pensadores, como por ejemplo Jeremías o el segundo y tercer Isaías , o los redactores de la escuela sacerdotal , se dieron cuenta de que el hombre, por sus propias fuerzas era incapaz de cumplir plenamente la ley. Fue allí, a mediados del siglo VI antes de Cristo, cuando se introduce en el Pentateuco el relato de la condición inclinada al pecado del ser humano, de su debilidad intrínseca (Gn 3, 1-7). El hombre -dice ese antiguo relato- está constantemente tentado, más allá de sus buenos propósitos, por inclinaciones que lo dominan y desvían de la ley. Tentación personificada míticamente por la serpiente. Hay una apetencia titánica en el hombre, una desmesura constitutiva, que lo lleva a aspirar siempre más allá de sus límites, de las leyes, de la moral, y adueñarse de la ciencia del bien y del mal.

Y eso no se arregla con más leyes y más coacción, porque, lamentablemente, los mismos encargados de hacer cumplir las leyes, judicial, penal o represoramente, están aquejados de la misma desmesura y aún peor. La autoridad y el poder, inevitablemente -como lo recordaba hace poco Sol s enicyn - corrompen. (Excepto, por supuesto, a los santos.)

Al mismo tiempo esa misma desmesura, libido sin término, por más reprimida que esté por pautas culturales o sociales, suscita en el hombre el interrogante del 'por qué' de la muerte. Y transforma esa muerte, natural en todos los demás seres vivientes, en una pregunta sin respuesta. Pregunta que el Antiguo Testamento comienza a hacerse en las últimas etapas de la Revelación.

¿Será posible que Dios haya realizado semejante despliegue cósmico y evolutivo en la historia de la creación para que todo termine en un animal consciente de si mismo, a diferencia de los demás animales incapaz de cumplir las leyes de su realización personal, y anticipando, en desasosegado malcontento, su propia muerte?

El gran fiasco del Antiguo Testamento será una nación dispersa por el mundo, su territorio tutelado por los romanos, una oligarquía política disponiendo de vida y hacienda de los judíos, una ley que solo sabían manejar los abogados, los fariseos, y una libertad en la práctica desaparecida. Pascua y Pentecostés son, en el ámbito judío, dos grandes fracasos. A la manera de 1810 y 1853: sueños finalmente malogrados en el caos de la soberbia populista, partidista y libertaria.

Ya sabemos que es la Pascua de Cristo la que nos trae la verdadera libertad. Nos libera, precisamente, de la desmesura, de nuestra libido de infinito, porque la hace apuntar hacia aquello para la cual ha sido creada en la mente humana: no para intentar saciarse desordenadamente en este mundo, sino para el encuentro con Dios, para la ofrenda de amor de uno mismo y para el disfrute resucitado del cielo.

Y, contra le ley trampa de la frondosa legislación farisea, falso pentecostés, constitución que, ni con cola, pega con la vida de los pueblos, la fuerza unificadora, antibabélica, del Espíritu Santo, último fruto de la cosecha de aquella que fue la siembra de la muerte de Cristo, cosecha iniciada en la Pascua de su Resurrección.

Espíritu-Ley que ya no es la maraña talmúdica del rabino, ni la pacotilla de los 613 mandatos bíblicos, ni de cualquier moral, ni código civil o laboral, sino la Ley que, predecía Ezequiel , se grabaría en el corazón de los hombres como ímpetu de bien, de solidaridad y amor humanos, pero, sobre todo, de vuelo libérrimo hacia los brazos de Dios, en verdadero amor divino, en Caridad.

El hombre elevado, más allá de lo humano, a la condición de hijo de Dios, hermano de Cristo, vivificado por el Espíritu. Ese Espíritu, que es instinto divino de amor, que sobreeleva nuestros quereres, potencia nuestra libertad y nos hace merecedores de la meta alcanzada por Cristo y por Su Madre. Instinto divinal que, al mismo tiempo, en frutos humanos de santidad, nos permite cumplir como corresponde nuestros deberes terrenos, aprovechar nuestras oportunidades temporales y llevar adelante una auténtica sociedad humana.

En Pentecostés, la desmesura del hombre encuentra su objeto, decíamos, porque el Espíritu nos hace posible nada menos que aspirar a la felicidad divina, al infinito gozo. Y la pregunta sobre la muerte recibe respuesta, porque ya no dependerá ésta de nuestra fisiología, sino de si hemos o no vivido de acuerdo al Espíritu de Cristo.

Es ese mismo espíritu el que, vivificando a la Iglesia militante, la transforma en cuerpo místico de Cristo, en sociedad sobrenatural, transida de gracia, dadora de verdadera vida, a pesar de los desfallecimiento y agachadas de los hombres -¡demasiado humanos y por tanto pecadores!- que la integramos.

Pero es esa misma gracia del Espíritu de Cristo, de la fe cristiana, la única capaz de hacer que las sociedades cumplan como corresponde la ley moral, la que dimana de los resortes profundos de la psique humana diseñada por Dios. De allí que la gracia del espíritu de Cristo no es una respuesta sobrenatural solo encaminada a la Vida Eterna; es también -aunque secundariamente- un elemento político ya que, sin ella, ninguna sociedad puede alcanzar en esta tierra equilibrio y perfección. No puede haber una sociedad verdaderamente justa si no es cristiana. El llamado pluralismo religioso o ideológico se soporta, se tolera, no se ansía, como proclama cierto liberalismo espurio introducido en las filas católicas. Nadie puede desear que la moneda falsa circule junto con la moneda sana. Como dice San Pablo "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad" (I Tim 2, 4). Esa verdad que, según nuestro mismo Señor ,es la única capaz de hacernos libres: " La verdad os hará libres (Jn 8, 32)."

Por eso la Pascua y Pentecostés judíos, obsoletos e ineficaces, han de dejar su lugar a la Pascua de redención y liberación cristianas, y a la promulgación de la ley de la gracia y del Espíritu. Pentecostés: ya no tablas de piedra, ni códigos, ni constituciones, en donde se escriben leyes que no se cumplen, sino programación del corazón, viento inflamado en el fuego del amor divino, norte claro, búsqueda del Reino definitivo.

" Buscad el Reino de Dios y lo demás os será dado por añadidura ".

Es una trágica regresión el que la Iglesia pierda de vista su misión de transmitir el Espíritu de Cristo, predicar la Vida eterna a la cual los hombres son llamados y seguir las huellas de Jesús y de María, combatiendo el pecado que sofoca el Espíritu y alentando el amor y la paz que vienen impetuosamente de la fuente divina, no del mundo. En lugar de ello -lo hemos escuchado en los diversos sermones de los 'Te Deum' del 25 de Mayo- se predica una edulcorada moral, humanoide, masónica, cuando no democrática y partidista, llena de impotentes alegatos sociales. Cuanto mucho predicando el Antiguo Testamento, la pascua y el Shavuot judíos, ávidos de libertades sin objeto y densos de legislaciones trampa.

Los argentinos a quienes nos duele la Patria, hemos de saber que ya no queda mucho tiempo; que el problema, en todo caso, no es solamente institucional, ni legislativo, ni de ausencia de fuerzas de orden... El fondo de la cuestión no es ni siquiera moral -como continúan afirmando, al menos en sus manifestaciones públicas, gran parte de nuestros obispos-: el fondo del problema es la apostasía, la destitución de Cristo, la ausencia del Espíritu, la rendición frente a los poderes de las falsas libertades y las leyes de piedra con sus objetivos mundanos. Y la única solución, predicar a Cristo y su reyecía, vivir del Espíritu, resucitar en nuestra Patria la verdadera Pascua y el Pentecostés cristianos.

Pentecostés es la gran fiesta de la elevación y santificación del hombre. Del nuevo dinamismo de vida que, a cada cual, llega en su propio pentecostés del bautismo, pero que ha de ser renovado y purificado constantemente de las escorias, óxido y adherencias que impiden su vuelo. Vigoroso motor, usina poderosa, plena de kilovatios, -no como las que nos dejaron exhaustas años de ineptos y rapaces gobiernos-. Hercúleo Espíritu de Dios, capaz de hacernos santos, superhombres, y que sin embargo usamos tan mal, le ponemos tantas trabas, impedimos su vuelo.

Renovemos en este día de Pentecostés nuestra conciencia de hijos de Dios, renacidos en el espíritu de Cristo y, si somos fieles a Él, entrenados y probados para hacernos santos, para santificar nuestra familia, para sacudir con su aliento a la Iglesia y encenderla en fuego y, aún, si nos animamos, para rescatar a la Patria, al menos como camino de trabajo y de combate hacia la Patria del cielo.

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