Sermones de la santísima trinidad
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2001 - Ciclo C

SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD
(GEP 10-06-01)

Lectura del santo Evangelio según san Juan 16, 12-15
Jesús dijo a sus discípulos: «Todavía tengo muchas cosas que deciros, pero no las podéis comprender ahora. Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él os hará conocer toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo. El me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. Todo lo que es del Padre es mío. Por eso os digo: Recibirá de lo mío y os lo anunciará»

SERMÓN

            Si no hubiera existido Jesucristo, ni la Iglesia, ni, previamente, la historia de Israel, es decir la revelación explícita del querer de Dios sobre el hombre y sobre Su propio Ser, el hombre, librado a su sola razón, ¿hubiera podido alcanzar algún tipo de conocimiento sobre el existir de Dios y su modo de existencia? ¿Se puede saber algo de a quien no vemos?

            La respuesta es más que evidente ya que sabemos que, antes y fuera del ámbito de la revelación, casi todas las civilizaciones, de una manera u otra, expresaron -mítica, ritual o filosóficamente- centenares de opiniones religiosas entre las cuales, si bien es cierto se deslizaron infinidad de errores y aberraciones, también se afirmaron muchas verdades. Ya sabemos que, aún fuera del troncón de la revelación judeo cristiana, el hombre alcanzó, en ocasiones, vislumbres verosímiles sobre lo divino. (La mayoría de la veces -convengamos-, a la manera como los curanderos, también ellos, a veces coinciden con lo que nos enseña la ciencia médica). Pero esas porciones de verdad hacen a la respetabilidad que poseen, a pesar de sus graves errores, las grandes religiones de la humanidad.

            Es que -debemos seguir preguntándonos- ¿Dios se hace conocer de alguna manera fuera de los cauces de su revelación histórica? La respuesta es evidente: se ha hecho y se hace conocer por sus obras, por su creación: el universo, el maravilloso mundo del cual el ser humano es principal espectador y beneficiario.

            También nosotros nos hacemos conocer por nuestras obras, mediante las huellas que dejamos por la vida. Aunque nadie nos hubiera hablado jamás de Cervantes ni conociéramos de otras fuentes su biografía, con solo leer el Quijote -además de estar seguros de que tenía un autor, porque las novelas no se escriben solas- algo sabríamos de él: que vivió en determinada época, en España, que era un hombre genial, que tenía profundas convicciones cristianas, que estaba dotado de honda nobleza de espíritu... Con solo escuchar una sinfonía de Beethoven -amén de afirmar la existencia de un compositor, porque las sinfonías no se componen solas-, sabríamos de su alma exaltada, poética, atormentada, de su capacidad de ternura, de sus apasionamientos...

            Es como el trabajo de los arqueólogos cuando descubren una ruina, un monumento, o excavan una ciudad: además de estar seguros de que éstas no aparecieron solas, por generación espontánea, intentan reconstruir el sentido de esos restos, su uso, quienes las hicieron y habitaron, cómo vivían, qué pensaban y hacían, aunque nada escrito hubiera quedado sobre ellos o por ellos.

            Hasta de gente que intenta borrar sus huellas -como los criminales- los investigadores, los detectives, tratan de reconstruir los hechos, los móviles, la personalidad del delincuente, para finalmente llegar hasta él. Hay algunos investigadores que son torpes y nunca llegan al autor -como cuando leemos novelas policiales y el escritor a propósito nos pone indicios falsos para que estemos engañados hasta el final y siempre pensemos mal del mayordomo- pero Serlock Holmes, con su lupa mirando las huellas, o el padre Brown, nunca se equivocan y siempre llegan al criminal.

            En realidad investigar viene de allí, de huella, 'vestigium' en latín: escrutar los vestigios, las huellas, para intentar llegar a definir quién las dejó, a la manera como el hombre primitivo era capaz, por las huellas, de saber quién y cuántos habían pasado por allí, hacía tantas horas o días, que dirección llevaban, si iban apurados o cargados, etc..

            También el hombre puede ser investigador de las huellas, de las impresiones digitales que Dios ha dejado desparramadas por su creación. Si no se equivoca, si no lo confunde con el mayordomo, si no lo identifica con su misma maravillosa obra, no solo es capaz de constatar sin lugar a dudas su existencia, sino que puede conocer y saber muchas cosas de Él. Probar la existencia de Dios es deducir, a partir de este sofisticadísimo artefacto que es el universo con todas sus partes, piezas, circuitos y habitantes, la existencia de un poderoso y brillante artista y hacedor. Verificar que Él no se identifica con su artefacto, que no forma parte de él, que es distinto de lo que ha hecho, son también certezas que cualquier Sherlock Holmes más o menos aguzado puede lograr -y más en nuestros días, a partir de la desmitologización que la ciencia ha realizado del cosmos y su materia, cuando nadie puede confundir lo divino con las fuerzas de la naturaleza-.

            Más aún, viendo la obra, sin conocer directamente a su Autor, solo deduciéndolo -como deducimos la existencia del átomo sin haberlo visto ni poder verlo jamás-, el hombre puede afirmar, con suficiente certeza, multitud de rasgos y caracteres de Aquel. Respecto al universo, mirando su obvia organización, el despliegue de leyes físicas, químicas, matemáticas que lo presiden, el equilibrio de sus partes, la armonía de sus desplazamientos y órbitas, la complejidad de la más pequeña de sus partículas, que ponen a prueba el saber de los científicos para descifrar su contenido ¿quién podría dejar de atribuir conocimiento, inteligencia, al fautor de toda esta obra? ¡No solo descomunal poder, sino insondable sabiduría! Y que las cosas sean así y no de otra manera como bien podrían haber sido, ¿no nos habla también de una opción, y por lo tanto de Su querer, de Su libertad? Pues bien, poco a poco, de esta manera, siguiendo rigurosos procedimientos lógicos, el hombre puede ir realizando un 'identikit', una descripción, aunque más no sea lejana y aproximada, pero verídica, de lo que Dios es y sobre todo de lo que no es. Eso no es cuestión de fe, es cuestión de saber, de ciencia, de pensar.

            De eso trata la 'metafísica', o la llamada 'teología natural' o 'teodicea'. Hay muchísima información que podemos recoger de Dios, sin recurrir estrictamente a la revelación, a partir de la sola naturaleza, de Sus huellas, sobre todo teniendo en cuenta que El, al contrario del culpable a quien busca Sherlock Holmes, de ninguna manera intenta ocultarse, sino que usa de la naturaleza como el primer medio que crea para comunicarse al hombre, para mostrarle, a través del regalo del mundo y de la vida, quién es Él.

            Ya sabemos que el ser humano, transitando diversas etapas de conocimiento y de ignorancias, así como desde su aparición en el mundo hasta la ciencia moderna vagó por multitud de errores antes de comenzar el camino del verdadero saber, así también en sus conceptos sobre Dios. La historia de la filosofía y de las religiones nos muestran multitud de gruesos errores -con fatales consecuencias también en los comportamientos- en relación a Dios y a Su querer respecto al hombre. Muchas veces mezclados, en diversas proporciones, con verdades, es decir con afirmaciones que coinciden con el verdadero ser de Dios. Sobre todo algunos filósofos griegos, con sus propias luces e intentando seguir los dictados de la razón guiada por la lógica, alcanzaron afirmaciones sorprendentes sobre Dios.

            Pero es paradójicamente dentro de un pueblo de nivel cultural y económico bastante inferior al griego (o al indio o al egipcio o al persa) en donde se desarrollan históricamente conceptos cada vez más adecuados -aunque no técnicamente filosóficos- de lo divino. Como ya lo sabemos: dentro del pueblo hebreo. Sus pensadores son los primeros en diferenciar tajantemente al creador de su obra, a Dios de la naturaleza...; en afirmar que el cosmos no se basta a si mismo, que el universo no es eterno ni autosuficiente y necesita un creador distinto de él... Son también los pensadores de este pueblo quienes afirmarán sin resquicio alguno, la unidad de este Dios y su trascendencia con respecto a cualquier otro ser, universo o universos posibles. Es también en este pueblo donde se desarrolla el concepto de, no solo la inteligencia y el poder, sino, también, de la bondad de Dios, una bondad que encamina providentemente todo el flujo temporal de la creación hacia la aparición y el bien del hombre y que, una vez aparecido éste, lo guía en la historia.

            Todo esto el hombre, aún el pensador hebreo, lo descubre -aunque guiado providentemente por el Creador- con su sola razón, mirando a su mundo, interrogándose sobre él, investigando y utilizando la lógica.

            Sabemos sin embargo que Dios no se ha conformado con esta comunicación que intenta establecer con el hombre a través de la naturaleza o ha intentado mediante la historia de Israel, tanto más que el hombre no siempre sabe o ha sabido interpretarlas. El ciclo Pascual, que con el domingo de Pentecostés hemos cerrado la semana pasada, nos habla de un comunicarse y darse de Dios infinitamente superior al natural. Mediante Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios muerto y resucitado y su efusión del Espíritu, Dios ha querido ponerse en contacto con nosotros de un modo personal, casi inmediato, vívido, elevándonos a su propio nivel y haciéndonos partícipes, germinalmente, de su propio ser y vivir divinos.

            En esta suprema revelación de Dios hemos visto tres protagonistas principales realizando su obra de plenificación de lo humano y de la Creación: Jesucristo, el hijo de María e Hijo de Dios; Dios, llamado el Padre de nuestro señor Jesucristo y el espíritu santo, vida de Dios infundida en el Hijo y difundida a Iglesia. Hemos visto a estos tres vinculados con especialísimas relaciones. El Padre envía y ama al Hijo, el Hijo ama y obedece al Padre, lo obedece hasta ofrecerle su propia vida y, en ese mismo amor del Padre y al Padre, regalárnosla a nosotros en la efusión del espíritu, vida de amor del Padre y el Hijo que ambos donan a los que, haciéndose hijos con el Hijo en la fe, aceptan su don.

            Estos acontecimientos, vistos en la actuación de Cristo, en su resurrección y en la efusión del espíritu en la Iglesia, interpretados por la generación apostólica y hechos para nosotros Escritura, Nuevo Testamento, llevaron poco a poco a la Iglesia, a la manera de Sherlock Holmes a investigar más agudamente sobre el ser de su autor. Ya en el siglo segundo -y, definitivamente, en el cuarto, con los concilios de Nicea y Constantinopla- los teólogos cristianos comenzaron a afirmar que estos sucesos pascuales, donde Dios se había manifestado en su máximo posible esplendor para nuestros miopes ojos de creaturas, hablaban también del Ser de su Autor. A partir de las huellas dejadas por Dios en los hechos pascuales podíamos llegar a la asombrosa constatación de que el actuar histórico del Padre, de Jesús y del espíritu, en su coordinación y relaciones mutuas no eran sino la huella, el vestigio, de que en el mismo Dios se daban de una manera mucho más plena estas relaciones y lo configuraban de un modo que los teólogos, a falta de otras palabras, denominaron tripersonal, trinitario.

            El Dios uno descubierto por la razón en el antiguo testamento y en algunos pocos de los grandes filósofos de la antigüedad, se revelaba ahora flexionado en 'relaciones' personales que, sin romper su unidad, lo hacían también poseedor de la riqueza de lo comunitario, de lo amical, de lo esponsalicio, de lo filial, de lo paterno.

            También a falta de términos mejores los teólogos comenzaron a llamar a estos tres Padre, Verbo o Hijo y Espíritu Santo y, técnicamente, 'hipóstasis' o 'personas'. Desde el siglo cuarto de nuestra era, pues, y a partir de los acontecimientos pascuales, la Iglesia, inspirada por el espíritu de la verdad -que según la promesa de Cristo en el evangelio de hoy nos 'introduce en toda la verdad'- descubre y afirma que la unicidad de Dios no es soledad, sino que, en su indestructible unidad, vive la plenitud de lo que en nosotros nos hace verdaderamente personas: el encuentro con los demás, el amor, la mutua entrega, el 'vivir con'...

            Desde allí, desde la luz trinitaria, -en la recíproca donación de las personas-, comprende la Iglesia el evangelio, el mandamiento del amor, el misterio de la cruz, el perder la vida para salvarla, la resurrección, la vida compartida, la comunidad en comunión...

            La creación, la vida del hombre, su llamado a la vida divina, el misterio pascual, no son sino pálida manifestación, vestigio, huella, de esa vitalidad trinitaria, de esa riqueza eterna y participada, de esa danza amorosa de lazos trinos que constituyen la vida misma de Dios.

            Por eso, vueltos después de la Pascua al tiempo durante el año, la Iglesia quiere que el primer domingo posterior, a saber el que estamos festejando, nos ponga, aunque lejanamente, frente al vislumbre de la maravilla de la vida divina, de su ser trinitario, del origen y explicación de todas las cosas, de la meta radiante que, en fogonazos de amor y plétora de vida, nos espera, más allá de la muerte, para revelarse plenamente como último regalo a su creatura.  

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