Sermones de la santísima trinidad
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1971 - Ciclo C

SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD

Lectura del santo Evangelio según san Juan 16, 12-15
Jesús dijo a sus discípulos: «Todavía tengo muchas cosas que deciros, pero no las podéis comprender ahora. Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él os hará conocer toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo. El me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. Todo lo que es del Padre es mío. Por eso os digo: Recibirá de lo mío y os lo anunciará»

SERMÓN

           El conocimiento del hombre ha hecho, en los últimos lustros, prodigiosos progresos. Ha explorado zonas de la tierra hasta ahora desconocidas; ha descendido al fondo de los mares y gozado del espejismo de formas maravillosas; ha iluminado con sus focos y sus linternas las simas tenebrosas de las cavernas más profundas; ha horadado con las lentes de sus microscopios la armonía portentosa de la estructura molecular; ha clavado su pendón en la muerta superficie de la luna, ha develado la imagen desconocida de la otra cara de nuestro satélite; ha contemplado espectáculos que jamás hasta ahora ser humano había admirado en el silencio de los espacios estelares; por medio de aparatos asombrosos ha recogido las imágenes de Marte y de Venus y nos las ha traído hasta nosotros.

El mundo, la materia, los mares, la luna, los planetas, las estrellas, comienzan a abrir a raudales sus maravillosos secretos ante nuestros ojos azorados...

¡Con qué asombro, con qué respetuosa admiración enmudece nuestro espíritu ante esta develación grandiosa del universo! ¡Qué pequeños nos sentimos frente a todo esto! ¡Y pensar que esta naturaleza, a pesar de su enormidad y de sus riquezas, no es más que una mínima parte de la creación: ese fabuloso mundo de seres -no sólo corpóreos sino también espirituales- que Dios ha creado para manifestar su Gloria! Naturaleza material que -al fin y al cabo- pese a sus colosales dimensiones, ha sido creada para uso exclusivo del hombre, y puede y deber ser conocida y dominada por él según el mandato del Señor en el Génesis: “... henchid la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra” . Con ser inmensa, magníficamente exuberante, la naturaleza material sigue siendo a la medida del hombre y está destinada finalmente a ser domeñada y usada por él.

Por eso, ¡cuánto más deberíamos asombrarnos; con cuánta más respetuosa admiración deberían abrirse nuestros ojos y nuestra inteligencia cuando Dios, el completamente distinto a todo lo desconocido, Aquel ante el cual el universo material es menos que una mota de polvo y frente a quien nuestra mente es como una cerilla tratando de iluminar al sol, se digna revelarnos, mostrarnos, algo de su Ser!

La Iglesia festeja hoy el misterio por excelencia del cristianismo: el dogma de la Santa Trinidad, revelada por nuestro Señor Jesús. El misterio central y más importante de nuestra religión, el desvelamiento de lo que constituye la vida misma de Dios: la intercomunicación incomprensible y estupenda de las tres Personas de la Trinidad.

Pero, ¡cuántos cristianos, después del trabajoso y árido aprendizaje de las fórmulas catequéticas, las han conservado casi con indiferencia, sin jamás intentar develar y profundizar las verdades transmitidas! ¡A cuántos les daría exactamente lo mismo que Pablo VI -así como cambió la misa o sacó el latín- dijera de pronto que, en lugar de tres, Dios es dos o cuatro personas!

Y muchos dirán para sus adentros -con todo respeto, por supuesto- que el misterio de la Trinidad es ciertamente digno de toda reverencia y nadie piensa discutirlo, pero resulta demasiado obscuro, demasiado abstracto y totalmente inservible en la vida diaria. Nadie tiene ni tiempo ni ganas de pensar cómo Uno es Tres y Tres es Uno (puesto que en general imaginan que a eso se reduce el misterio); los acucian otros problemas: cómo estirar el sueldo hasta fin de mes, cómo educar a sus hijos, cómo pasar el próximo examen.

Quizás algo de razón tengan. Empero, tal actitud supone olvidar que el cristianismo no es un mero conjunto de normas, reglamentos y prohibiciones tendientes a disciplinar la vida y, hacerla -tal vez- un poco más aburrida o difícil de lo que lo es para el resto de los mortales. Ser cristiano no es -como se piensa vulgarmente- saberse de memoria los mandamientos, especialmente el sexto, ni atenerse a unos cuantos preceptos con los cuales se puede juzgar al prójimo, ni sentirse seguros de un tranquilo futuro que Dios ciertamente nos concederá después de tan minuciosa custodia de sus mandatos.

El cristianismo no es eso. Es, ante todo, la emocionante intimidad que existe entre unos pobres seres humanos y un Dios que se entrega a ellos totalmente, con un cariño que nuestros corazones son incapaces de abarcar.

Un Dios que, no satisfecho con habernos creado para una felicidad humana, nos abre los insondables abismos de su propio ser, para hacernos partícipes de su divina, trinitaria felicidad, sin retacearnos ningún secreto.

El ‘presidente' del universo no se conforma con asomarse de vez en cuando -pequeño y lejano punto- a su balcón de la casa rosada, sino que nos invita adentro, nos abre la puerta, nos muestra la casa, nos introduce en su familia, nos hace sentar en sus sillones.

Ser cristianos es ser de la familia de Dios; pertenecer al íntimo círculo de sus amigos. Es hablar con Él de “Tú” a “yo”; nombrarle por su nombre, tutearle. Así como toda la familia participa las mismas cosas y comparte los mismos secretos, así nosotros, los bautizados, participamos de la vida y de los secretos de Dios. Ese Dios que nos ama tiernamente, personalmente, en sus tres Personas: el Padre, cuyo conocimiento perfecto de Sí, es la persona del Hijo y el Espíritu Santo, que es el profundo amor que uno a los tres en un mismo y simplicísimo Dios.

La revelación de la Trinidad, apenas entendida y gustada en esta vida mediante la fe, es el origen y el fin de toda nuestra existencia. En la Trinidad desembocarán finalmente todos los caminos de los hombres, todos sus trabajos, sus sufrimientos, sus angustias, sus deseos, sus utopías. La moral, los mandamientos, no son más que el camino -por Cristo- hacia el Dios que es Tres Personas.


Durero 1511

Aquel que del catolicismo sólo sabe aquello que puede o no hacer sin pecar, se parece a quien emprende un viaje y toma un tren o un avión con mucho trabajo y gasto, sin conocer cuál es el punto de partida y adónde va.

Los grandes dogmas cristianos deben iluminar nuestra existencia. Sólo ellos pueden transformar nuestra vida rutinaria, difícil o triste, o alegre, en una vida serenamente feliz, aun en el dolor y el sufrimiento, o radiante y espléndida en las pequeñas alegría humanas asumidas por lo sobrenatural.

Y en este ambiente sobrenatural -con nuestros ojos no detenidos en la mezquindad pequeña del instante, sino mirando desde las alturas trinitarias- ningún mandamiento nos parecerá difícil; ningún sufrimiento, insoportable; ninguna lágrima, estéril.

Podrán mandarnos miles de fotos de la Luna, de Marte y de las estrellas. Podrán, inclusive, algún día llevarnos hasta ellos. Y deberemos admirarnos de ello y dar, por esto, gracias a Dios. Pero, mucho más debemos admirarnos, y caer de rodillas, y dar gracias, por la increíble bondad de Dios que se ha abierto ante nosotros para que, atisbando desde ahora algo de Su grandeza, podamos un día -cara a cara- vivir íntimamente en la inextinguible felicidad del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Así sea.

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