Sermones de la santísima trinidad
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1978 - Ciclo A

SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD
22-V-78

Lectura del santo Evangelio según san Juan   3, 16-18
Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó su Hijo único para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga vida eterna.  Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es condenado; el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

SERMÓN

Suele decirse que el misterio central de nuestra cristiana fe es precisamente el de la solemnidad que hoy celebramos, La Santísima Trinidad.

Pero la rémora de los términos en uso hace que esta afirmación suene a nuestros oídos con deformado sentido. Porque, cuando se oye hablar de misterio, más que al sagrado arcano de una realidad trascendente que nos salva, nuestra mente lo asocia inmediatamente a resonancias de Séptimo Círculo, de Ellery Queen. El misterio de la Trinidad parece no ser sino el enigma del absurdo matemático de cómo ‘tres' igual a ‘uno' y ‘uno' igual a ‘tres'.

Y no es así: porque, cuando hablamos de la centralidad del Misterio Trinitario, no nos estamos refiriendo para nada a una dificultad suprema de intelección en el conjunto de nuestras verdades dogmáticas, sino, al contario, al supremo centro de referencia hacia el cual apunta, y desde el cual dimana y se explica, el proceso mistérico de nuestra divinización, de nuestra salvación en Cristo.

Más aún. Ni siquiera desde el punto de vista de la dificultad de entenderlo, históricamente ha sido ‘la Trinidad en la Unidad' el primer escándalo del entendimiento frente a la fe. En la Iglesia de la era apostólica lo que fue primariamente percibido como novedad desconcertante e incomprensible no era el cómo conciliar la unidad con la trinidad, sino el ‘acontecimiento' de la Cruz y de la Resurrección de Cristo. Atestiguado, en la fe, como gesto de la Sabiduría y del Amor de Dios, pero “ escándalo para los judíos y locura para los griegos ”, como dice San Pablo ( 1 Cor 1,22 - 23 ). Es en la fe ‘pascual' donde se produce la ruptura con el judaísmo y el desafío a la inteligencia helena.

¿Qué ha sucedido, pues, para que la atención de la Iglesia -concentrada al comienzo, como lo demuestran las Escrituras neotestamentarias, sobre la Cruz y la Resurrección de Cristo en cuanto misterio pascual de salvación- se dirigiera, luego, sobre la realidad divina considerada una y trina?

Pregunta importante, no solo en si misma sino, hoy, para nosotros, cristianos. En una época en que incluso la palabra de Dios parece significar cada vez menos para un número creciente de hombres ¿qué podrá sugerir un término abstracto como el de ‘Trinidad'? Si ya resulta fatigoso hacer entender a los hombres de nuestra estúpida época que a todos debería interesar el hecho de que exista o no Dios, surge la duda de cómo diablos podremos ser persuasivos afirmando, además, que este Dios es Trinidad.

Y, acaso, ¿no es verdad que ni siquiera los creyentes consiguen convencerse de que la Trinidad sea algo más que una especie de abstruso juego intelectual?

¿No es una trágica ironía tener que afirmar contemporáneamente que la Trinidad es la verdad central de nuestra fe y, al mismo tiempo, reconocer que es la doctrina menos conocida y menos influyente de la vida cristiana?

Algunos, cortando por lo sano, afirman que ya no hay que hablar más de la Trinidad. “La gente no entiende”. “Esta afirmación no les dice nada ”.

Algo así hace el famoso Catecismo Holandés. Recién al final de todo -y muy de pasada- habla de este Misterio.

Menos aún la catequesis de infantes de hoy en día: “Jesús es mi amigo”. “Jesús me quiere”, “Jesús quiere jugar conmigo” y puerilidades semejantes, son los títulos que vemos en nuestros catecismos ‘para niños'.

En la diócesis de San Isidro, al responsable de la catequesis se le ocurrió hacer una evaluación, por medio de un cuestionario, a alumnos de quinto año de los colegios religiosos sanisidrenses respecto de sus conocimientos cristianos. Menos de un diez por ciento supo afirmar que Cristo era Dios. Del Espíritu Santo, ni hablemos. El término Trinidad, silencio total.

(Eso sí, sabían mucho de ‘liberación' y estaban profundamente interesados en problemas cercanos al sexto mandamiento y su abolición o falta de importancia.)

Las carencias de la formación intelectual del cristiano medio actual son pavorosas. No hay interés por la doctrina, nadie hace el esfuerzo de estudiar. No se dan cuenta de que si no hay luz ni convencimiento no puede haber práctica ni caridad.

Al menos –aún en la aparente frialdad de sus preguntas y respuestas- el catecismo antiguo era algo sólido y serio y, aunque después no se siguiera estudiando, quedaban en la memoria definiciones precisas a las cuales podía uno retornar cuando adulto. Pero ¡hoy en día! Si no se continúa estudiando después de la primera comunión y la confirmación ¿que podrá dejar, para pensar y utilizar en la mayoría de edad, el infantilismo de nuestra actual catequesis?

Y así es que, aún en los mejores casos, se confunde al cristianismo con una cierta forma de afectividad o de sentimentalismo emasculado.

Para escapar a este sentimentalismo, muchos cristianos inquietos pero desorientados se precipitaron y precipitan a la acción política liberal, cuando no marxista y revolucionaria.

Para eterna vergüenza de la Iglesia oficial bien sabemos de cuántos bienintencionados pero extraviados católicos se sumaron, desde sus cuadros, a las filas de los Montoneros.

Y eso es porque se ignora que el cristianismo hace brotar su vida desde una doctrina, una ciencia, un conocimiento cierto, bien fundado, justificado. Conocimiento, por cierto, que exige praxis, ética y política, pero no la que dicta la izquierda de moda con su propia implícita doctrina atea, incompatible con lo cristiano.

Para gloria del cristianismo, su doctrina no son la ñoñeces mamarrachadas en nuestros catecismos y libritos de piedad sino el tesoro más sublime de pensamiento que se haya sabido forjar en la historia de toda religión, filosofía y cultura de la humanidad y que vegeta en las bibliotecas de las Facultades de Teología -o aún de nuestros abuelos- o es estudiada y enriquecida por un pequeño grupo de especialistas y ocultada cuidadosamente por los dueños de la cultura anticristiana imperante, sin ni siquiera llegar a los púlpitos de nuestras parroquias ni a la cátedra de nuestros obispos.

Pero es así que, desconociendo este tesoro, el cristiano cae fácilmente en las trampas de la ideas de moda, del seguir la corriente, de vivir vagamente su existencia tiñéndola tenuemente de sentido cristiano, ignorando no solamente la sublimidad de la fe que dice profesar, sino incapaz de defenderla y defenderse. Contaminado de ideologías no cristianas, incapaz ante ellas de crítica y discernimiento, acomplejado frente a ellas, inseguro de su fe, veleta móvil ante cualquier cambio de doctrina. Y, por otra parte, ignorante de la Realidad a la cual la doctrina cristiana apunta y que transforma su vida humana en algo divino y, por tanto, sin preocuparse por su estado de gracia, ni por crecer en esa divinización, por escalar la alturas de la santidad, por proclamar a gritos la alegría y el orgullo macho de su fe cristiana.

Esa fe que lo zambulle precisamente en esa corriente de vida que desconoce, y que es la que, como una catarata impetuosa, derrama el Padre hacia el Hijo, ambos unidos en los arco iris radiantes del torbellino de fuego del Espíritu Santo.

Como dice Mühlen (1) el Dios que se afirma en un ‘yo paterno' y que exige el ‘tu' del Hijo; Hijo a su vez ‘yo', que se afirma en relación al ‘tu' del Padre que lo engendra y quien, de tal manera está en sincronía, en sinergia, en consonancia con el Padre, que se hace, con Él, Uno en el Espíritu Santo.

Sincronía que Mühlen, en uno de los posibles infinitos paralelos que pueden hallarse en la creación como huellas de su Origen ilustra con los pronombres de nuestros verbos, afirmando que , así como el Padre es el ‘Yo', la primera persona y el Hijo el ‘Tu', la segunda, exigida por la primera, el Espíritu Santo no es la tercera gramatical, el ‘él', fuera del diálogo, sino el ‘nosotros' personal que une al Padre y al Hijo en el amor.

De tal manera que la triple personalidad divina en la mismísima unidad de la esencia no vive sino de la pura ‘relación' de la una a las otras. El Padre es Padre no en sí mismo, sino ‘para' el Hijo. El Hijo es tal ‘para' el Padre. El Espíritu, por y para los dos. Cada Persona es pues pura ‘entrega' a las otras.

Porque no se reservan nada para sí mismas por eso son ‘personas' y, la primera, Padre. El Hijo sustenta su personalidad en su total entrega al Padre. El Espíritu Santo es persona perdiéndose a sí mismo en el puro amor de las otras dos. Es lo absoluto de ‘ser para el otro' lo que afirma las tres divinas personalidades, tal cual lo entendió tempranamente la teología desde el acontecimiento de la Cruz.

Y es precisamente por esto que la Trinidad -y solo Ella- explica el misterio de la Cruz. Los dos misterios se exigen y explican mutuamente. Porque si Dios quiere divinizar al hombre no puede hacer sino que este flujo de Vida trinitaria de mutua entrega –entrega de amor, se entiende- circule por la humanidad. Y esto se hace privilegiadamente a través de la humanidad crucificada de Jesús de Nazaret. Porque la cruz de Jesús es justamente el momento en que lo humano de Cristo, a la manera de las Personas divinas, se hace pura entrega, puro ‘ser para el otro', ‘para los demás'. Es la negación del sí mismo –rémora que no poseen las Personas divinas, pura Relación- del cual se desembaraza en la aniquilación del Calvario, para afirmar al paterno Tu y, dando su Espíritu, a los fraternos nosotros. Es cuando, negándose totalmente en la Cruz, se entrega a Dios Padre hasta la muerte, cuando recupera el yo personal del Verbo en la glorificación, viviendo para siempre en la comunidad del Espíritu Santo que hace extensiva a los bautizados.


Robert Campin (1375/80-1444). Trinidad , Hermitage.

Porque al mismo tiempo que es entrega plena al Padre, es entrega total al hombre, a cada uno de mostros y, al entregársenos como Persona divina ya constituida en pura relación al Padre, nos da la posibilidad de transformarnos, también frente a Él, en ‘tu' de Dios, en ‘yo' persona. En la medida, por supuesto, de nuestra propia entrega, de nuestra propia abnegación y reconocimiento de nuestra relación gratuita al Padre. En la medida, por lo tanto, que muera mi yo egoísta y nazca, en mí, el divino ‘nosotros', por la fuerza del Espíritu Santo.

Hermanos, no dejemos caer estas cosas en saco roto. Apreciemos lo que poseemos. Estudiemos, leamos, meditemos, recemos. No es tan difícil, bajo la luz de la fe.

Y, cuando logremos atisbar algo de la belleza de esta doctrina trinitaria, créanme que tendrán más alegría de ser cristianos, más ganas de hacerse santos, más deseos de encontrarse un día, para siempre, en el gozoso diálogo del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

1MÜHLEN, H. (1927-2006) Teólogo y sacerdote católico alemán. Fue profesor de teología dogmática en la Universidad de Paderborn.

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