Sermones de la santísima trinidad
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1993- Ciclo A

SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD

Lectura del santo Evangelio según san Juan   3, 16-18
Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó su Hijo único para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga vida eterna.  Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es condenado; el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

SERMÓN

            Si inmediatamente después de la Resurrección fue fácil para los discípulos aceptar la divinidad de Nuestro Señor -tal cual ha quedado patente en los escritos apostólicos que han llegado a nuestros días en la colección llamada Nuevo Testamento- no fue tan sencillo, luego, entenderlo a nivel del pensamiento, digamos de la ciencia. ¿Cómo era posible que ese hombre fuera, al mismo tiempo, Dios?  ¿Acaso Dios no era perfecto, inmutable, infinito en todo?  ¿Cómo se podía aceptar que cambiara, que se hiciera humano, finito, mutable? ¿Esto no significaba caer en viejos mitos, en concepciones fabulosas, fantasiosas?  Además  ¿cómo era posible que el único Dios del Antiguo testamento, ahora aceptara un compañero, Jesucristo? ¿no iba ello en contra de la contundente afirmación de la unicidad divina? ¿no serían así dos dioses?

            Cuando la Iglesia, después de las persecuciones, y asentada sólidamente en el imperio Romano, en contacto con los intelectuales de la época, se puso a pensar, a hacer teología, trató de explicar de alguna manera estas cuestiones. Para ello recurrió al método y a los términos de la ciencia griega.

            Claro que el vocabulario de esta ciencia había servido hasta entonces para sostener el paganismo, la idolatría, la adoración del emperador y del mundo. De tal manera que, cuando la Iglesia debe pasar de la mentalidad y el lenguaje del nuevo testamento al de la ciencia de los griegos, este paso no siempre se dio salvando la integridad de la doctrina. A veces el traducir la Revelación de Cristo al lenguaje filosófico griego significó deformar el mensaje e introducir elementos paganos en el cristianismo.

            En estos avatares, allá por los años 318, poco después de que el emperador Constantino decretara en Milán la libertad religiosa para los cristianos, apareció un sacerdote libio, párroco de Baucalis, en Alejandría, que trataba de explicar todo este asunto de Cristo mediante la filosofía del platonismo medio. Mezclaba su predicación con las palabras esencia, substancia, alma, cuerpo, todos términos que sacaba de esa filosofía. Y decía: "es verdad que Dios es inmutable, no puede cambiar, no puede acercarse a la criatura. Este Dios es el Dios del Antiguo Testamento y, en el nuevo testamento, el Dios Padre de Jesucristo. Pero resulta que ese Dios no es Jesucristo: Jesucristo es dios, pero con minúscula, es un dios inferior al Dios Padre, y surge, por creación, del pensamiento de ese Padre, por eso se llama idea, logos o palabra, tal cual aparece en el prólogo del evangelio de Juan". ¿Y como se hacía hombre? "Muy sencillo -afirmaba este señor párroco y teólogo-: Jesucristo no es exactamente hombre, tiene el cuerpo de hombre, pero su alma es reemplazada por el Verbo. Este dios con minúscula que es el verbo, este dios segundón, es el alma de Jesús"

            Ese párroco egipcio, de origen libio, se llamaba Arrio y fue el iniciador de una de las herejías más importantes de la historia de la Iglesia, la llamada, con su nombre, arrianismo.

            La doctrina con la cual Arrio pretendía explicar adaptadamente al mundo de su época, sabihondamente, la unión de Dios y del hombre, en realidad no unía nada, porque ni Jesús era, para Arrio, verdaderamente hombre, porque le faltaba el alma humana, los pensamientos humanos y el querer humano; ni era verdaderamente Dios, porque era un dios inferior, una criatura.

            Pero muchos sabios de la época, que seguían a pies juntillas a Platón, pensaron que era una doctrina maravillosa y que ponía a nivel científico esa predicación cristiana que nos había llegado en la forma tosca del pensamiento de rabinos como Pablo, pescadores rudos como Pedro, judíos apenas helenizados como Juan.

            La doctrina de Arrio se propagó como el aceite por todas las iglesias cristianas del imperio y prendió sobre todo en las clases más intelectuales o más pudientes, recientemente convertidas al cristianismo gracias a la protección de Constantino.

            Y fue el propio Constantino quien, dándose cuenta del peligro que significaba la división de la Iglesia para la unidad misma de su imperio, mandó reunir en asamblea a todos los obispos del mundo para que resolvieran la cuestión. Así nació el primer concilio ecuménico de la historia: el concilio de Nicea, llamado tal porque reunido, en el 325, en el palacio imperial de esa ciudad, a ochenta kilómetros de Constantinopla, cruzando el Bósforo, en la costa asiática.

            Fue una asamblea realmente imponente y conmovedora. Era la primera vez que esos obispos, hasta entonces perseguidos, llevando muchos de ellos en su cuerpo las huellas de horribles torturas y mutilaciones, eran recibidos oficialmente, ¡y cómo! ¡espléndidamente! por el gobierno oficial.

            Esos hombres, la mayoría de los cuales no eran teólogos, sino pastores, padres de sus fieles, aunque no sabían mucho de filosofía y ciencia, se daban cuenta de que lo que proponía Arrio era degradar a Cristo y por lo tanto imposibilitar la salvación. Si Cristo no era el mismo Dios sino alguien inferior a El, ¿como podía llevarnos a la vida de Dios? Argumento que luego también pesará cuando se toque el tema del Espíritu Santo: si el ES no era Dios, ¿como podía pues divinizarnos? Nunca llegaríamos a Dios. El hombre quedaría cerrado en el límite de lo creado: el cristianismo no se diferenciaría de ninguna otra religión panteísta o pagana.

            Finalmente -convencidos sobre todo por el que luego será San Atanasio- aprueban un Credo en el cual se afirma que Jesucristo es el mismo Dios que el Padre. Para sostener esto contra toda falsa interpretación acuñan un nuevo término, que en el griego original suena así: homoousios y se traduce literalmente consubstancial. "El Hijo es consubstancial a Dios Padre." Es un término técnico por el cual se entiende que el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo, no son tres dioses sino uno solo e idéntico.

            La traducción que aparece en la versión castellana del catecismo y en el credo largo de la Misa -no el corto que solemos rezar nosotros y que es más antiguo- es una mala traducción porque, en vez de dejar consubstancial, dice "de la misma naturaleza del Padre", con lo cual puede inducir a confusión: porque de la misma naturaleza humana somos todos nosotros siendo muchos hombres. Se podría pensar que "de la misma naturaleza del Padre" significa que hay dos dioses, lo cual es un disparate mayúsculo. El término consubstancial, en cambio, excluye esta interpretación. (Digamos, de todas maneras, que la cosa no importa tanto porque a la gente le da lo mismo y no entiende ni la una ni la otra expresión; lo cual no quita que la fórmula sea inexacta y potencialmente herética.)

            Pues bien, el deseo de adaptación a las ideologías de su tiempo, a lo que era bien visto por la 'intelligentzia' de la sociedad de entonces, la inculturación excesiva, hizo caer a Arrio y sus secuaces en esta herejía que finalmente terminaba por quitar a Cristo su condición divina, humanizarlo exclusivamente, disminuirlo, finalmente transformarlo en un profeta más, en un gurú, en un reformador, cuanto mucho en un revolucionario.

            Y en realidad no tan revolucionario. Al contrario. Para la aristocracia romana y los políticos detentadores del poder de entonces, que habían tenido que aguantarse que un militar nacido en Bretaña, Cayo Flavio Valerio Constantino, asumiera el poder con el apoyo de la gente y del ejército, el arrianismo, con su ideología racionalista, humanista y, en el fondo, poco diferente al viejo paganismo, les resultaba mucho más potable que el verdadero cristianismo con su concepción sacral y verticalista de la ley, con su afirmación de que todos debían someterse a las normas divinas, que no existían los poderes absolutos y, sobre todo, con su principio de la dignidad e igualdad fundamental de todos los hombre frente a Dios. Un sistema en donde siempre las mismas clases políticas se repartían el poder y las riquezas, en donde la justicia favorecía sistemáticamente a los poderosos, y en donde la corrupción imperaba en medio de la más grande inmoralidad pública y privada, no podía dejar de simpatizar con las teorías arrianas que rebajaban a Cristo a ser una criatura más, un guía privilegiado, iluminado, pero de ninguna manera Dios. Así el cristianismo ayudaría a la gente a portarse bien, a pagar los impuestos y mantener un cierto orden público, pero sin hacerse grandes ideas de si mismos, mientras las clases políticas y económicamente poderosas, reconociendo a Cristo solo como criatura, sabrían tomarse sus consejos con prudencia, sin absolutizarlos, sin que éstos interfirieran en sus enjuagues de poder, de negocios y de placeres privados.

            Y la tentación de "humanizar" al Cristianismo, de despojarlo de su condición sobrenatural, de transformar a Jesús en un hombre más, aunque excepcional, inteligentísimo, grande, ha surgido y surge siempre en la historia de la Iglesia. Se piensa que haciendo de él un mero hombre o, sin decir esto, humanizando a la iglesia, mundanizándola, se tendrá más aceptación, al menos entre los poderosos de este mundo, de los que se hacen oír con sus aplausos o con su reprobación a través de los medios de comunicación.

            Hay, cuanto mucho, que hablar de moral, de ética, de justicia social, de tolerancia, de libertad, de democracia; así los intelectuales, los políticos y la gente de nota, periodistas, actores, profesores, nos ponderarán y tolerarán. Pero más: hay que transformar a la moral en algo que sea acorde con la vida moderna, con el cambio de las costumbres, con lo que dictan los maestros de moda, de la psicología, de la ecología, del control de la natalidad, de la profilaxis.

            Hay que hablar de lo que a la gente le gusta oír, de los temas en boga, de las preocupaciones del momento; hay que tener, sobre todo, cuidado de no hablar de cosas irrisorias y poco actuales como la santidad, el cielo, el infierno, la divinidad de Jesús, la Trinidad, cosas de las cuales los 'profes' y gurues de moda se puedan burlar... Hay que aggiornarse.

            Lo mismo en la liturgia: basta de cánticos solemnes, de música clásica, de canto gregoriano, de gestos hieráticos, de distinciones entre lo sagrado y lo profano: hay que humanizar también las celebraciones, la Misa; hay que inculturarse en el rock y en la quena, en el jean y en el poncho, en el gesto canchero y en el guiño cómplice. Hay que adoptar el lenguaje y las poses de las discotecas, de las bailantas, y de los teleteatros de la tarde para adolescentes truchos.

            Y conste que yo no digo que la adaptación a las diversas culturas esté mal. Por supuesto que no debemos seguir hablando a la gente en categorías rancias, en términos vetustos, en lenguaje estirado y perimido, si es posible decir lo mismo con palabras más actuales o presentar lo sagrado, lo divino, con símbolos más modernos, más inteligibles a los nuestros. Pero -como nos lo muestra Arrio- la adaptación no puede hacerse de tal manera que traicione la integridad de la verdad; y siempre se corre el peligro de que la traducción deforme al mensaje. Podemos y debemos usar el lenguaje y la ciencia de cada época siempre que, con discernimiento, sepamos dejar de lado lo inadmisible, corregir lo corregible y asimilar lo bueno y verdadero.

            El lenguaje y la cultura modernas tienen muchísimas cosas asimilables ¿quién habrá de dudarlo? pero también muchísimas carencias y la mar de errores. Podemos admitir sin ridículos fundamentalismos algunos términos y aún afirmaciones del liberalismo, o del freudismo o del positivismo o lo que sea -algo de verdad se encuentra en todas partes-; pero cuidando de no hacernos liberales, freudianos ni positivistas; con tanta más cautela cuanto estas ideologías han nacido en oposición virulenta al cristianismo. Podemos asimilar, sin falsos chauvinismos, expresiones del arte o de la poesía o de la música indígena o contemporánea, pero sin recorrer para atrás los milenios de cultura que significa el progreso del verdadero arte cristiano occidental. Podemos y debemos recoger los datos válidos y verosímiles de la ciencia contemporánea, pero sin caer en el cientificismo, ni pensar que la única fuente del saber es lo que por ciencia entiende la ciencia positivista.

            La experiencia arriana nos muestra lo terrible de una adaptación inmatura, de una inculturación precipitada, de la tentación de recoger los aplausos de los poderosos de turno, a costa del bien de la verdadera gente, del buen pueblo de Dios y de los aún fuera de la Iglesia, pecadores que sean o sedientos de Dios, y que tienen derecho a escuchar la verdad entera.

            El dogma de la Trinidad -asumiendo a la misma y única realidad divina al Verbo encarnado en Jesucristo y al Espíritu dador de Vida-, desde el concilio de Nicea, protegerá para siempre a la Iglesia de la tentación de disolverse en el mundo, de mimetizarse con el ambiente, de convertirse en una mera estructura de apoyo pseudoespiritual a las ideologías dominantes; y, al mismo tiempo, iluminará radiantemente la verdad maravillosa de que, en Jesucristo y en el don de Pentecostés, nosotros, pobres mortales, pobres hombres, somos invitados, más allá de nuestro mundo caduco, a asomarnos a la maravilla esplendorosa de la única vida divina, triplemente vivida por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.  

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