ARTÍCULOS Y CONFERENCIAS
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

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EL FIN DE LA HISTORIA DESDE LA TEOLOGIA

1.1.- Hablar sobre el fin de la historia puede significar dos cosas: una en sentido de "end", con el cual terminan todas los libros o las películas, cuando la trama -sea comedia, drama o tragedia- se ha desovillado plenamente y ya no resta más qué decir o qué hacer: el asunto terminó, se acabo, finó. Otra acepción, cuando se le da el matiz de fin, como causa final, como la "causa causarum", la -"primera en el orden de la intención y última en el orden de la ejecución"-. Es precisamente esta ultimidad en el orden de la ejecución la que hace de común denominador de ambas acepciones de fin.

1.2.- Del fin de la historia como punto final, como acabose del acontecer temporal, en realidad poco nos ha dicho la revelación o lo ha hecho con el lenguaje críptico de la apocalíptica, del cual magras conclusiones pueden sacarse de índole estrictamente histórico y premonitorio. Más aún, en lo que atañe a lo estrictamente temporal, la revelación, a propósito, no ha querido definirse: "En cuanto a ese día y a la hora, nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, nadie sino el Padre"1.

Al respecto caben, empero, dos reflexiones. Primera : en cuanto a un término "ad quem", es decir de un límite futuro de posibilidad de existencia humana, más fácilmente tienen que decir algo las ciencias físicas que la ciencia teológica. Aparte de la del todo imprevisible acción de algún loco que en algún momento desencadene alguna guerra final, ellas, las ciencias físicas, son las que podrán o no pronosticar, con cierto margen de exactitud, el tiempo de la extinción del sol, o de la colisión de la tierra con algún cometa, o el final finamiento entrópico del universo, o del Big Crunch. La segunda reflexión, es la de que, de hecho, lo que es realmente significativo para el hom­bre es el muy cercano límite de su propio y exclusivo fenecer biológico. A propósito, es curioso como siempre hay gente dispuesta crédulamente a adherir a inminentes anuncios del fin del mundo de tipo catastrófico, y atemorizarse frente a ellos, cuando para todos y cada uno es tan inminente siempre la "tan segura y tan no se cuando muerte", como decía San Agustín.

1.3.- Pero aquí lo que nos interesa es el fin no tanto como punto final, sino como sentido, como causa final.

Y antes que nada: preguntarnos sobre el fin de la historia en esta acepción requiere interrogarnos sobre el sujeto de ésta. Es fácil apresurarse a contestar: por supuesto el hombre . Sin embargo aquí po­dríamos enzarzarnos en una disputa semejante a la de los universales en el medioevo. ¿Existe el Hombre con mayúsculas o lo que existen son los individuos, las personas, los hombres? ¿En que sentido podemos ha­blar de una historia que vaya más allá de la existencia particular de éste o aquel individuo? ¿Que sentido tiene la entelequia Hombre o Historia con mayúsculas?

Amén de una generalización de tipo abstractivo, genérico, universal, ¿se puede hablar de una totalidad concreta y real que haga de sujeto experimentalmente existente de la historia?

Ciertamente no el sentido de Hegel, que hace de la humanidad un momento dialéctico hipostasiado del desarrollo del absoluto y coloca al individuo como un mero nudo relacional transitorio, indiferente, que solo tiene importancia con respecto al todo. Tampoco en el sentido del estructuralismo que lo hace ser un momento fugaz de una estructura que lo subsume, a la vez que lo explica totalmente desde leyes pura­mente fisicalistas.

Sin embargo tampoco podemos disolver a lo humano en la pura suma de las personas, de las substancias individuales, como afirmaría un cierto aristotelismo llevado a su colmo. En realidad ya para el mismo Aristóteles el hombre no es un individuo, un "idiota" en el sentido etimológico de la palabra: es un animal político y, antes que eso, to­davía, un animal conyugal 2.

Más aún, por más substancialista que parezca la definición del hombre como "animal racional", ésta lo hace escapar estrictamente a cualquier definición, es decir delimitación específica, porque si lo que caracteriza al ser humano es la racionalidad , y la racionalidad es definida como apertura al ser, el hombre es por antonomasia el indefinido, el ilimitado, el capaz de enriquecer su existencia con todo lo que existe fuera de él: "anima est quodammodo omnia ", el alma es de alguna manera todo.

Estas disquisiciones son necesarias para llegar a la afirmación siguiente: de alguna manera, dando razón a Hegel y al estructuralismo, el hombre no se explica solo por lo que tiene dentro, sino por lo que tiene fuera y ese fuera que de algún modo contribuye a su ser, tiene una realidad que va más allá y es más permanente, al menos desde el punto de vista temporal, que el existir de los individuos. Podemos hablar entonces de historia del hombre o de la humanidad, porque de hecho existe un fluir de 'algo' que tiene realidad fenoménica, experimentable y que no se identifica con los egos de las subjetividades.

1.4.- Pero Aristóteles no contaba, al menos no le daba mayor im­portancia, con una categoría que en la teología cristiana adquiere una importancia excepcional, y es la de relación.

La relación que, según Aristóteles era la más tenue de las categorías, se transforma en la teología cristiana en lo que va a explicar no solo las personalidades del ser divino, definidas justamente en lo que las distingue a unas de otras como "relaciones subsistentes"; sino que se transformará en la categoría por antonomasia para explicar el ser de la creatura: para los grandes escolásticos "una pura relación de dependencia". Es decir el ser de la creatura, su substancia, es antes que nada "relación de dependencia a Dios".

Es indudable que el ex estudiante de teología Hegel, cuando se traslada a la filosofía, a la inmanencia, ha tomado de aquella teología lo fundamental de su doctrina relacional, transformándola, lamentablemente, en una gnosis, al transponer el misterio trinitario a lo puramente histórico y al hacer a Dios tan relativo al mundo como el mundo relativo a Dios.

Y en esto he de decir que Hegel es mucho más peligroso que Marx o que cualquier hegeliano de izquierda, precisamente porque conserva gran parte del vocabulario teológico, pero ya vaciado de su contenido cristiano y por lo tanto mucho más engañoso y deletéreo. No puede dejar de señalarse que gran parte del extravío de muchos teólogos cristianos contemporáneos se debe a la fascinación que ha ejercido Hegel con su pensamiento trinitario inmanentista y divinizador del hombre. Y la gran trampa de la teología progresista consiste precisamente en predicar el mensaje cristiano con las mismas palabras del evangelio, pero evacuado su contenido sacral y trascendente.

Pero, amén de esta relacionalidad metafísica que hace al existir de la mismidad divina y, análogamente, a la creaturidad cósmica, ésta misma realidad mundana, en el plano de su existir creatural, es un entretejido relacional que se puede definir -ya más cercanos a las cien­cias físicas y a las causalidades segundas- como un todo holístico -aunque la palabra le pueda sonar mal al profesor Caponnetto-: no solo suma de partes, sino todo armónico, sinfónico, poemático, y aún estético. De tal modo que a la totalidad del universo el hombre siempre la ha observado como un orden, como una organización: como un "cosmos", dirán los griegos; como un "mundo", dirán los latinos -lo contrario de inmundo-; como una "machina mundi", dirán los medioevales; como, finalmente, un gran "sistema ecológico", dirán nuestros contemporáneos; en donde todas las acciones de las partes convergen en un orden total, que supera las intencionalidades parciales de aquellas.

1.5.- El hombre se inserta existencialmente en ese todo ecológico, ordenado; depende relacionalmente de él, de un modo vital y necesario. No existe el hombre cerrado y embolsado en su epidermis, existe el hombre ubicado en el tiempo y el espacio y en relación permanente con su entorno físico, biológico y humano. El hombre es, como dirían los existencialistas, su "yo y sus circunstancias", o, mejor, diríamos nosotros, el hombre es la persona y el mundo, el yo y el universo. En otras palabras, el hombre forma parte del universo material o, casi mejor, el universo material forma parte del hombre, es lo ex­terno pero propio del hombre, de la persona.

Esto, que fue tan contestado e impugnado por el pensamiento moderno cuando, desde Giordano Bruno, se utiliza la teoría heliocéntrica del sacerdote polaco Copérnico para criticar la centralidad del hombre en el universo, es otra vez hoy recuperado por parte de los científicos contemporáneos; tanto en el orden estático, cuando según las teorías de Einstein se transforma automáticamente en centro del universo no ya la tierra sino cualquier lugar en el cosmos donde haya un observador humano; como en el orden dinámico , a través de la teoría del "principio antrópico", sostenida por Brandon Carter y Hawking, según el cual toda la historia de la materia, a partir del Big Bang hace 20000 millones de años, apunta a la aparición del ser humano y cobra sentido solo por él.

Y ahora sí es donde entramos en terreno propiamente histórico, al menos temporal, al menos como protohistoria de la historia humana -que es la verdadera historia como bien ha apuntado el padre Sanchez Abelenda- y es el de la relacionalidad del hombre con su pasado físico. No solo, pues, su centralidad sincrónica, ecológica, en el cosmos, sino su centralidad diacrónica, temporal.

Desde ese estallido primordial o Big Bang o Gran Pum, como acriollara el término Juan Luis Gallardo, en un proceso muy bien descripto al alcance de nosotros los profanos por el Dr. Gratton en su conferen­cia del año pasado en San Miguel publicada en la revista Strómata, todo el movimiento del universo es como el desarrollo de un embrión o, a lo mejor, como el armado de un rompecabezas genial en donde cada pieza, a partir de la partición de la fuerza primordial en las cuatro interacciones que hoy conoce la ciencia: la de gravedad, la electromagnética, la nuclear débil y la fuerte, desde el plasma primitivo concretado en subpartículas y partículas y, finalmente, en átomo de hidrógeno, hay una linea, un "phylum" de la materia que va ascendiendo hacia la vida, hacia el hombre. No todo es transformación de hidrógeno en helio, según el ciclo de Hans Bethe, y evaporación de la materia en energía. No todo es entropía, puro desgaste. Hay un "phylum" de la materia que va ascendiendo en la cocina de las estrellas de primera ge­neración por la tabla de Mendeleieff, y que hace aparecer los átomos más pesados y, en determinado rincón del cosmos, moléculas y macromoléculas, formando lo que se ha dado en llamar la materia prebiótica y, finalmente, hace unos 4.500 millones de años combinándose en ADN y creando un lenguaje genotípico formador de proteínas, de fenotipos y aún de comportamientos.

Y todo, insisto, en una línea neguentrópica, e.d. contraria a la entropía, al segundo principio de la termodinámica, de la degradación de la energía, contraria a la ley de Shannon, de la degradación de la información: en un aumento paulatino de la información, en un crecer del ens y del verum de los seres, en una continuamente innovada creación.

Desde allí, cualquiera de los presentes estará hoy familiarizado con la idea de la sucesión temporal, aún cuando puedan discutirse en concreto las leyes todavía no claras de esta evolución.

Esta linea de la vida, neguentrópica, va ascendiendo en continua dependencia de la acción creadora de Dios en el camino de una mayor información; para los que saben filosofía, en el camino de una mayor inteligibilidad, de una mayor verdad o verum . En efecto: desde la pe­queña información física y química necesaria para plasmar al protón y electrón en átomo de hidrógeno, se ha pasado en el tiempo a la enorme cantidad de información encerrada en el código genético necesaria para combinar moléculas en células y, luego, en conjuntos orgánicos de células, en los vivientes cada vez más sofisticados que van apareciendo en el decurso del tiempo.

En determinado momento, esa información necesaria para la vida comienza a concentrarse en órganos especializados, en conjuntos de neuronas, en cerebros primitivos. El código genético cada vez con más 'bytes' de información es capaz de armar, en los cordados, un centro de regulaciones vitales, a la vez con capacidad de recibir estímulos de su medio y responder a ellos, de maneras progresivamente más eficientes y complejas. Llega un momento, hacia el carbonífero, en donde probablemente el ADN contenido en los cromosomas de algún reptil, de un dinosaurio, fue capaz de presidir la génesis de un cerebro con más información que la contenida en el propio ADN que lo fabricaba.

A partir de allí la información comienza a crecer no en el ADN, que lo único que tiene es capacidad para armar las piezas proteicas del animal, sino en su cerebro. El 'phylum' de la evolución ahora se traslada a la mayor capacidad cerebral. De la información puramente genética, se pasa ahora a crecer en la linea de la información, digamos, somática, encefálica.

Es en este plano de encefalización en donde no solamente se evoluciona en el sentido del fenotipo, sino, como decíamos recién, en el del comportamiento. Es en este estadio reptílico en donde los instintos de sobrevivencia se flexionan en instintos de territorialidad, de sexo, de jerarquías, de agresividad, en rituales de cortejo, de sumisión, todo ese mundo de comportamientos animales que poco a poco va descubriendo la etología y la sociobiología, con Lorenz, Eibl-Eibes­feldt, Wilson y tantos otros, y a los cuales se refirió antes de ayer muy atinadamente el Dr. Gratton. A ellos habrá que agregar, más adelante, los instintos del sistema cerebral límbico, propio de los mamíferos, con sus emociones intensas y también sentido de solidaridad, familiaridad, altruismo, que son incluso la base de una cierta eticidad -al fin y al cabo etología y eticidad tienen la misma etimología- expuesta muy bien por Wickler, en 1971 en su estimulante libro "Die Biologie der zehn Gebote", "la biología de los diez mandamientos".

1.6.- Pero es precisamente en el plano de los mamíferos en donde comienza a producirse un nuevo fenómeno: la información necesaria para la vida es como si ya no cupiera más en los rígidos esquemas de las cadenas helicoidales del ADN y ni siquiera en el cerebro. Hay un mo­mento, en el 'phylum' evolutivo de la vida, en que esa información, esos 'bytes' necesarios para existir de modos complejos y ricamente vitales, ha de empezar a acumularse fuera del código genético, fuera incluso de los cerebros individuales, fuera digamos del soma: aparece lo que se ha dado en llamar la "información extrasomática". Es, por ejemplo, el suplemento de información que, en los mamíferos, les dan a los cachorros, en su período de neonatia, los padres o la manada. Es sabido que un cachorro de león criado en un zoológico y luego dejado suelto en medio de la selva se muere de hambre por falta precisamente de esa información suplementaria con la cual no viene cargado su soma, sus instintos. Sabrá matar y comer, pero no sabe cazar, eso le viene de afuera.

Este expediente de la vida, este recurso, el de acumular informa­ción fuera del soma de los individuos hace especial fortuna en la li­nea de los primates. Finalmente, allí, desde hace unos 3 millones y medio de años, en la linea homo -'homo habilis', 'homo erectus', 'homo sapiens neanderthalensis' y, finalmente, 'homo sapiens sapiens' hace unos cuarenta mil años- lo fundamental del saber y del comportamiento humano se transmite extrasomáticamente y es asumido por la persona, por el individuo, mediante el aprendizaje, en una neonatia que cada vez se prolonga más. La cosa es tal que si el cachorro humano, como ha sucedido tantas veces en la historia, es casualmente criado en medios no humanos, monos, por ejemplo, como la novela de Tarzán, o lobos, en el estado adulto apenas puede distinguirse en él rasgos humanos 3.

Esta es a la vez la grandeza y la inferioridad del hombre con respecto al resto de los géneros y especies de su prosapia animal.

El hombre nace con una dotación mínima de instintos especializados, automáticos, con una inmadurez que lo hace inerme y embriónico como decía Gehlen 4, pero con una apertura extraordinaria a realizarse según las circunstancias, a cualquier tipo de actuación, de ambiente, de nicho ecológico.

En vez de acumular múltiples respuestas a los estímulos del am­biente en forma de memoria, en el ser humano se desarrolla ese milagro de la materia, esa forma suprema del entramado témporo-espacial, de las partículas materiales y las interacciones que forman el universo, y que es el neocortex, esa parte del cerebro humano de donde nace el contacto, ahora consciente, inteligente, personal e inventivo, con el ser. Frente al animal, condicionado por su memoria instintiva y adquirida, el hombre puede innovar iniciativas, formar un hiato fecundo entre el estímulo y la respuesta y crear comportamientos e información.

Para puntualizar las cosas digamos, pues, que el hombre es esen­cialmente relativo, dependiente de toda esa protohistoria de la materia y de la vida que lo precede. De hecho él es ese pasado; que se estratifica en sus niveles inferiores de ser material, vegetativo y animal. En su cerebro y, por lo tanto, también en su comportamiento, se detectan perfectamente su nivel reptílico y su nivel límbico. El hombre es el depositario asombroso de 20000 millones de años de historia de la materia, de 4500 millones de años de historia de la vida y, actualmente, de por lo menos 40000 años de creación de cultura, de in­formación extrasomática 5.

Como dice Von Baltahasar: "Lo que en la filosofía y la mística antiguas siempre se había considerado como lugar de destierro y esclavitud del espíritu, es decir, la materia, de la cual debe el espíritu liberarse combatiendo, adquiere otro aspecto ante los ojos de la época actual: se convierte en un dominio gradual de formas vitales que se suceden y que de algún modo evolucionan (no sabemos todavía cómo), orientándose interiormente hacia una forma suprema a alcanzar, el hombre, el cual recapitula en sí (ontogénicamente) todas las formas naturales, las corona y las trasciende. El rey de la Creación no es un extraño en su reino, no es alguien meramente instalado desde arriba, sino a la vez alguien que ha subido desde abajo por la línea genealógica de sus formas previas y que así está ligado esencialmente en comunión con ella. Ahora puede decirse: la Naturaleza infrahumana se vuelve hacia el hombre, y la Historia natural se vuelve a la Historia de la humanidad, análogamente como el Antiguo Testamento se vuelve hacia Cristo" 6

1.7.- Es precisamente en este momento, como ha destacado el padre Sanchez Abelenda, cuando comienza realmente la historia. Porque aquí aparece finalmente un ser que no solo recibe información sino que libremente la produce. Desde este momento la vida crecerá en el hombre -a partir de sus 46 cromosomas que lo definen en su especie- no ya en una mayor información genética, ni tampoco en una mejor información somática -aparentemente el hombre es el mismo genética y somáticamente desde hace al menos cuarenta mil años- sino a partir de la información extrasomática que van creando los individuos, las personas, pero que se va acumulando -cuando no se pierde, por supuesto- en cultura, ed. en costumbres ancestrales, en mitos, en consejas, en tradiciones, en leyes consuetudinarias, y, fundamentalmente, y ésto es decisivo, guardándose en signos, especialmente el lenguaje, ese sistema de comunicación y acumulación de información que posibilita el centro de Broca y que se concreta en los diversos sistemas de señales y lenguas que ha utilizado y utiliza la humanidad. Y que desde la invención de la es­critura, la imprenta y los diskettes ahora se acumula en bibliotecas y bancos de datos.

Ven: ahora ya podemos hablar de humanidad sin caer en la abstrac­ción aristotélica, en la idea platónica. La humanidad o lo humano, aún en sus formas primitivas familiares y meramente tribales, es un todo real, no una suma de individuos, sino un entramado de relaciones sincrónicas y diacrónicas, con su pasado material y genético, con su entorno geográfico, biológico y ecológico, pero, sobre todo, con su relacionalidad parental, psicológica y social que lo inserta en una determinada cultura creada por el hombre, informada por otros y con la cual el individuo humano entra en simbiosis, fundamentalmente mediante la educación y el lenguaje.

El hombre hereda, pues, no solo genes, hereda una cultura formada en los avatares de lo humano, en lo cual lo meramente físico y lo biológico importan históricamente sobre todo como formadores o deformadores de culturas. Napoleón es un personaje histórico no estrictamente por las millones de vidas humanas que perdió en sus campos de batalla -cientos de miles de personas sacrificaban los sacerdotes aztecas a Huitchilopchtli en Tenochtitlán y eso no se convirtió nunca en un hecho estrictamente histórico-; Napoleón es importante porque fue el demiurgo maligno de la transformación de la cultura cristiana en la cultura liberal. Nadie discute la importancia de la nariz de Cleopatra, pero dichos detalles se transforman en significativos históricamente solo cuando son capaces de ser conspicuos en el movimiento de los cambios de cultura, de información extrasomática.

2.1.- Pero marquemos aquí una pausa. ¿Qué tenemos hasta ahora? ¿Qué es el hombre en esta situación?

Es un ser complejo formado:

1- de circunstancia material , vegetal y animal con la cual se re­laciona ecológicamente: el mundo, el universo

2- de nivel biológico -vegetativo, reptílico, límbico, animal- que lo relaciona diacrónicamente con su pasado evolutivo, y, finalmente,

3- de nivel neocortical, racional , consciente, pensante, perso­nal.

Hablo de niveles porque en realidad el hombre es unidad substancial -como insistió la doctora Lukac de Stier- al menos de los niveles segundo y tercero.

Amén de ello, en los albores de la historia, cuando nosotros ya lo podemos detectar con medios científicos, el ser humano cuenta con una programación extrasomática, heredada, que le brinda una cultura más o menos incipiente, con algunas verdades, con algunos modos de comportamiento correctos, con muchos errores, con muchos modos de com­portamiento inhumanos.

2.2.- Pero ahora ¿qué pasa?, porque la verdad es que el hombre, desde el punto de vista de su racionalidad, de su vida como persona, pareciera ser que es un nuevo punto de partida, como decíamos: casi pura potencialidad, apertura, indefinición.

Tanto desde el ángulo de la biología como el de la filosofía -piénsese en Gehlen, piénsese en los atinados análisis de Sartre, piénsese en Freud- el hombre está caracterizado por no tener ningún objetivo especializado, sino al contrario, indefinido, por no decir infinito. Como dice Freud la libido del hombre de por si es inagotable; o, como dice Sartre, en el fondo el hombre, en su dialéctica de su ser para si, abriga en su dinámica del deseo, un apetito de infinito, de ser Dios. Lo que por otra parte afirmaban ya los antiguos mitos y la filosofía griega, desde Gilgamesh a Prometeo, llegando a Aristóteles y la escolástica: el hombre es ser racional y por lo tanto humano, precisamente en cuanto está abierto al ser, al universo, a la totalidad, al bien como tal.

En esto se fundamenta precisamente la capacidad radical del hom­bre de ser libre, ya que su apertura al ser, al todo, al universo, al bien como tal, le hace a ese nivel de su razón no estar coaccionado por ninguna atracción parcial, participada, finita.

2.3.- Pero, entrando más directamente en la teología católica, esta capacidad del hombre de apertura al universo, al ser, al todo, al absoluto, al infinito, es lo que entre los teólogos cristianos se de­nomina el "apetito natural de ver a Dios" 7, como un deseo o una capacidad no siempre refleja o elícita, que será el humus donde precisamente el absoluto, Dios, podrá entregarse por pura gracia, al hombre, y en el hombre, a toda la creación.

Porque este es finalmente el objetivo de la creación -y por lo tanto también de la historia-: la gloria de Dios, es decir la comunicación del bien y la felicidad divina o otros capaces de disfrutarla dialogalmente.

En realidad ésta es la verdadera definición del hombre: el ser un "capax Dei", como decía San Agustín; un "zoon theoumenon", un "animal divinizable", como afirmaba Gregorio Nazianceno.

O como describía muy bien San Ireneo, haciendo un juego de palabras: el hombre es un factus que no es perfecto como los animales, pero que precisamente por ello puede llegar a ser infecto .

2.4.- Pero para lograr este encuentro con el Absoluto, con Dios, el hombre tendrá que transitar un largo camino.

Antes que nada porque este absoluto no es inmediatamente perceptible: el objeto propio de la inteligencia humana, de su percepción cerebral, es el ser de las cosas materiales. Al absoluto solo puede elevarse por inducción y, para peor, por analogía. El hombre primitivo es totalmente incapaz, en su cultura precaria, de elevarse a la noción de un absoluto que no se confunda con la naturaleza, con el cosmos, con las fuerzas naturales, con las imposiciones sociales, con la autoridad política, con las fuerzas subconscientes, o paranormales.

Para realizarse verdaderamente en la linea de su apetito natural de ver a Dios, tendría que lanzar este apetito hacia un objeto futuro y trascendente no percibido, no sentido, no entendido, tendría que ha­cer un esfuerzo abrahámico de abandono de lo que ya suficientemente tiene, de su tierra natal y de peregrinación hacia una ignota tierra solo prometida; tendría que entrar en un mecanismo de muerte a lo anterior y a lo que ya es, para intentar llegar a lo que no puede desear y percibir porque no lo ve, a lo 'aún no'. Y ésto, dejado a su pura naturaleza, le es moralmente imposible.

2.5.- Su apetito indefinido lo vuelca entonces caóticamente en la adoración y el deseo de lo inmanente, por otra parte, aunque indominado y temible, al mismo tiempo magnífico y amable. El hombre se afe­rra a la vida, a lo que le da su naturaleza, el cosmos, y a este diviniza, adora, teme y desea, y entonces lo propicia, con ritos, con ma­gia, o con técnicas primitivas que paulatinamente se irán desarrollando y perfeccionando.

Su apetito indefinido, su libido infinita, se recurva sobre si mismo -como decía San Bernardo-, se trifurca entonces fundamentalmente -aunque esto sea algo reductor- a través de sus tres niveles, el de su exterioridad, el de su biología y el de su racionalidad. Así se trans­forma en lo que la Iglesia ha llamado siempre 'epithymia', concupiscencia.

Es la libido o egoísmo triforme del cual hablaban los padres de la Iglesia siguiendo el famoso versículo del capítulo 1 de la primera carta de San Juan, versículo 16: "pan to en to kosmo, he epithymía tes sarkós kai he epithymia ton ofzalmon kai he alazoneia tou biou 8".

Esta apertura al bien indefinido, el apetito natural de ver a Dios del cual hablaba la escolástica, la capacidad de Dios agustiniana, la libido infinita de Freud, el deseo de ser divino de Sartre, la incompleción de Ireneo, intenta saciarse por los canales de la inmanencia y se vierte tumultuoso a través de los tres niveles del existir humano: el bien interior de la afirmación autónoma de su razón humana; el bien inferior de su afirmación biológica y el bien exterior de su afirmación en el tener, en las cosas. El hombre, que por naturaleza está llamado a realizarse en el bien superior, en Dios, innatamente vuelve toda la fuerza de su libido, de su 'epithymía', de su concupiscencia, hacia la afirmación autodivinizante de su yo.

Los legítimos -si ordenados- apetitos limitados de sus niveles primarios tienen que vehiculizar ahora una fuerza, un deseo, un ansia y anhelo de plenitud y de satisfacción total que son incapaces de saciar, precisamente porque finitos, limitados.

La enseñanza católica afirma que, fuera del ámbito de la rectificación hacia el Dios trascendente producida por la revelación y por la gracia, todo hombre nace desviado por esta fuerza, innata pero antinatural, que lo atrae triformemente hacia el mundo limitado del hombre. Epithymía, concupiscencia o libido, que asume tres actitudes viciosas fundamentales: la soberbia , en el plano de su racionalidad; la lujuria -el placer sensual por antonomasia-, en el plano de la biología; la avaricia, en el plano de su mundanidad. La 'concupiscentia superbiendi', la 'concupiscencia delectandi', la 'concupiscentia possidendi'.

Las antiguas programaciones reptílicas, animales, los instintos de territorialidad, de dominio, de posesión de la hembra, de jerarquías, que tendrían que subsumirse y ponerse al servicio de la razón abierta al bien superior, se transforman, pues, potenciadas por el apetito natural de ver a Dios, por la voluntad deseosa de infinito, en desarreglos permanentes del hombre.

Esto es lo que técnicamente se llama el estado de pecado original con el cual todo hombre -excepto Cristo y María- son dados a luz en este mundo. Lo formal, lo principal de este estado es la carencia de la rectificación gratuita, no cósmica, no creada, sobrenatural, que le haga apuntar al Absoluto, al Dios trascendente: es decir la 'aversio a Deo', de la cual hablaba también Agustín al definir el pecado. Y lo material -siguiendo a Santo Tomás 9 y a Trento 10 y en contra de Lutero- de este estado, sería la 'conversio ad creaturam', la libido, la 'epithymía', el 'fomes peccati'. El hombre hace un absoluto de su existir humano, del cosmos, de su libertad, de sus placeres y comodidades corpóreas, de sus tenencias. Lanza su apetito de infinito sobre la inmanencia, sobre el cosmos, sobre lo humano. Es la serpiente, 'Kundulini', que se cierra sobre la cabeza del hombre, que aparece en su frente como el tercer ojo, como en la tiara del faraón, para declararlo divino desde la pura natura.

La gran tragedia es que el cosmos, lo humano, la serpiente, no le permitirán salir finalmente de la trampa de la entropía, de ese final ineluctable y mortífero que, aunque el hombre consiguiera prolongar indefinidamente su vida sobre este mundo, terminaría lo mismo tarde o temprano con él. La herencia pues de este estado de pecado es, sin mas, la muerte.

Estas son las fuerzas que mueven a los individuos y a las sociedades. Porque cuando ellas se vuelcan a lo convivencial se vuelven homicidas, caínicas. Lo humano, cerrado en lo humano, se vuelve inhumano.

2.6.- Dado que el hombre es un animal social, político, conyugal, al relacionarse concupiscentemente con los demás, fácilmente, tratará de dominarlos megalotímicamente, reptílicamente, para satisfacción de su soberbia, de su ansia de reconocimiento; tratará también de usarlos , de prostituirlos a nivel de su placer biológico -desde las formas más groseras hasta las más sutiles de sentimentalismo antropofágico- y, finalmente tratará de utilizarlos , de explotarlos, diría un marxista, en su 'concupiscentia possidendi', en su instinto de territorialidad inflacionado por el apetito de infinito.

Esto se plasmará las más de las veces en formas sociales antina­turales, crueles, despóticas, tiránicas, programaciones extrasomáticas inhumanas que incluso se justificarán mediante mitos, mediante falsas filosofías y sobre todo mediante falsas religiones. Todos los cuales comparten la afirmación común de que el cosmos es el todo, el universo es lo divino y el hombre, mediante su saber y su razón, lo más divino de todo. Es la gnosis, plasmada multiformemente en religiones y cosmovisiones de ropaje distinto pero coincidentes en lo fundamental. Se confunde lo sacro y lo profano: lo profano es sacralizado o, al revés, lo sacro es profanizado.

2.7.- Es aquí donde interviene el Dios de la historia y lo hará ciertamente mediante la programación extrasomática, mediante una cultura que poco a poco irá forjando en un pequeño pueblo, el de Israel. Es en ese 'phylum' judío donde, de pronto, en un lapso relativamente breve de 1900 años desde Abraham a Cristo, a través de la actividad profética, el hombre va dándose cuenta de la perversidad de sus ten­dencias caínicas, concupiscentes. Los diez mandamientos y las distintas leyes que van perfeccioando el etos de Israel, les señala, aunque impotentemente, la dirección de la verdadera humanización. En medio de un mundo bestial y deshumanizado, Israel va creciendo hacia la solidaridad, el sentido de igualdad de la mujer, la dignidad del matrimonio, el rechazo de las abominaciones sexuales y homosexuales defendidas unánimemente por el paganismo, la abolición de los sacrifi­cios humanos, el amor al prójimo, el respeto por la vida humana, la sumisión de la autoridad a la ley divina, etc. Pero, sobre todo, y claramente hacia la época del exilio, quinientos años antes de Cristo, por medio de autores geniales como el redactor del capítulo primero del Génesis y el Déutero Isaías, llega este cultura a la constatación asombrosa, de que ni el universo ni lo humano son divinos, ni absolutos; son relativos, son creaturas, y Dios es, por tanto, distinto del mundo, trascendente, el verdadero Absoluto.

La Iglesia sostendrá luego que el hombre puede perfectamente, mediante su razón, afirmar la existencia de este único verdadero Dios, pero, de hecho, históricamente, esta verdad se ha alcanzado solo en el ámbito de la revelación, de la programación extrasomática judía, en Israel. Es allí donde se forja por primera vez en la historia del pensamiento humano el concepto de Dios distinto del universo. Es allí donde se gesta lo que luego será la metafísica cristiana: la doble metafísica diríamos: la del ser participado, compuesto de esencia y existencia y la del 'ipsum esse subsistens'; el primero, dependiente y relativo; el segundo, absoluto y autosuficiente.

Al mismo tiempo, pedagógicamente, Dios ha ido conduciendo a Israel, por medio de fracasos y desilusiones sabiamente dosificadas, a poner su esperanza, es decir el objeto de sus deseos de infinito, no en algo que Israel pueda lograr con sus propias fuerzas, con la naturaleza, con la serpiente, sino en aquello que puede llegar a darle Dios. El objeto de su esperanza tiende a transformarse, más allá de una tierra prometida, de un reino puramente terreno, en algo que el hombre no puede conseguir, que tiene que venir de Dios, que no puede surgir de las puras fuerzas de la naturaleza ni del brazo de los sabios, los políticos o los guerreros de Israel. Son los nuevos cielos y la nueva tierra que promete ya el Trito Isaías 11. Es la esperanza apocalíptica de los libros de Ezequiel y de Daniel en la figura del 'hijo del Hombre', es decir del verdadero hombre, que no es producido por las fuerzas naturales sino que baja del cielo. Es la esperanza confusa del Mesías, del Servidor de Jahvé, del descendiente de David, del 'hijo de Dios, de un Reino escatológico, último, que no será obra de los hombres ni de sus guerras, ni de su técnicas, ni de sus ascesis, ni de sus gnosis, sino producto de la intervención de Dios.

2.8.- Será en este contexto cultural, en este pueblo mutante que es Israel, donde se producirá la verdadera plenificación de todas las apetencias del cosmos, la recreación del hombre o casi mejor, directamente, la creación del hombre definitivo, del hombre nuevo, el objetivo final de toda la creación, que es la unión hipostática del hombre con Dios, con el Verbo, en la Encarnación, llevada a sus últimas consecuencias en la Resurrección.

Este acontecimiento, esta unión sin confusión de lo humano y lo divino, solo puede ser entendida en este contexto de la cultura, de la programación extrasomática, preparada por Dios en Israel. Solo desde la noción del Dios trascendente y absoluto se hace significativa la llamada encarnación.

En ninguna otra civilización y cultura, el acontecimiento Cristo hubiera podido ser entendido. Cuando la cosmovisión cristiana, luego, haya de traducirse al brillo conceptual del pensamiento griego y romano, tendrá que mutar profundamente y bautizar el significado de sus palabras para que puedan vehiculizar el pensar católico.

Pero, ahora sí, se llega al fin de la historia entendida al menos como significado: todo el movimiento neguentrópico del universo está encaminado a esta unión de lo divino con lo humano en Jesucristo. No la locura gnóstica ni Teilhardiana de la educción de lo divino a par­tir de lo humano, por la planetización del 'nous' en el punto Omega, sino la asunción de lo humano, abierto a lo divino pero impotente para alcanzarlo, por el Verbo, por el genoma divino.

La unión llamada hipostática, sin confusión de las naturalezas, permite a la conciencia humana de Cristo vivir el movimiento de salida de lo humano, de éxtasis, de muerte, de superación de lo puramente adámico, que lo llevará a romper la trampa de la entropía, superar el límite del cosmos, del espacio tiempo, y alcanzar el hiperespacio de su nueva condición 'pneumática' -en el evo y el empíreo, dirían con sus categorías los escolásticos, si no queremos hacer analogías con J. A. Wheeler-.

2.9.- Porque la Resurrección de Jesucristo no es simplemente, como Vd bien saben, la vuelta a la vida puramente humana: es una meta­morfosis, en donde la muerte se hace necesaria para dejar el viejo hombre animal, psíquico, adámico, como decía Pablo, y transformarse en 'pneumático', espiritual. La Resurrección es la sublimación final de la materia en el hombre definitivo. Es la inauguración del éscaton, del tiempo acabado y perfecto, del verdadero último hombre, no del que dice Fukuyama, sino del hombre nuevo, a pesar de que la palabra nuevo no le guste al Arq. Randle.

El Resucitado, el ascendido a la derecha del Padre, el promovido y exaltado, junto con la mujer también ascendida, María, como lo ha definido Pio XII, son el último logro de la creación, la creación de­finitiva, la primera pareja de verdaderos hombres. El auténtico 'homo sapiens sapiens', frente al cual nosotros solo somos paleoántropos, prehomínidos.

"El Señor es el fin de la historia humana -dice la Constitución "Gaudium et Spes" del concilio Vaticano II- punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones".

2.10.- La teología de la historia converge pues -desde Cristo ya en el séptimo día- hacia ese octavo día, señorial, dominical, en donde reinan Cristo y María, el nuevo Adán y la nueva Eva. Desde allí, y mediante la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana, son fuente per­manente de esa información suplementaria, extrasomática, -y de la fuerza transformadora gratuita- capaz de ir preadaptando a los hombres en este mundo, para también acceder en su día a su metamorfosis pascual definitiva, a través de esa muerte que, como bien decía el Prof. Caponnetto, es mucho más que la alegre entrada en una brillante luz azul, en un paraiso lleno de huríes, es el estallido temible y trágico de nuestro involucro humano, la destrucción de nuestra morada terrenal, la despedida a la entrañable vida intrauterina de la tierra, el parto dramático a la Resurrección, que tiene como contrapartida pavorosa la posibilidad del aborto y fracaso sempiterno. En todo caso es nuestra transformación consecratoria, mediante la ofrenda sacrificial de nuestro ser humano a Dios, en la dinámica eucarística de "aquel que quiera conservar su vida la perderá, el que la pierda por mi la salvará"

2.11.- Así, substancialmente, la historia ya está, si no terminada, culminada. El hombre podrá lograr quizá muchas transformaciones, en su vida futura en este mundo, mediante la acumulación de más información en sus bibliotecas y memorias electrónicas, o mediante la ingeniería genética o con quién sabe qué milagros de la técnica; se podrán descubrir o no otros seres pensantes en el universo; pero esas, de por si, no serán sino lineas mutantes sin objetivo -y todas destinadas a disiparse en el espacio en 'radiaciones de Hawking' o a aplastarse y desaparecer en el Big Crunch- si no han sido capaces de trascender lo entrópico mediante Cristo.

El hombre definitivo, el futuro, no es el superhombre habitando un planeta de Alfa del Centauro: ya está realizado en la unión de Dios con el hombre en Jesucristo, en la Resurrección de Jesús y en la Asun­ción de María. Los hombres verdaderamente 'sapiens sapiens' son los santos, los que, no mediante la ciencia o la técnica o la política o las virtudes cardinales, sino mediante las teologales: fé, esperanza y caridad, han sabido recrearse en Jesucristo -"eis andra téleion 12"- y transformar su muerte en paso a la Vida definitiva.

3.1.- La historia en este mundo, desde la Resurrección de Jesucristo, no es sino el escenario cambiante y circunstancialmente diferente, en donde cada hombre tendrá que hacer su opción: o por cerrarse en la inmanencia, en el egoísmo triforme, en la concupiscencia, en la divinización de lo humano y lo terreno; o consagrarse, en éxtasis de fé, esperanza y caridad, como ofrenda a Dios, mediante la Misa de Je­sucristo.

Es la lucha perenne del "hombre viejo" contra el "hombre nuevo", de la "carne" contra el "espíritu", del "mundo" contra la "gracia", de Adan contra Cristo -"omnis homo Adam, omnis homo Christus" escribe San Agustín 13-. Adán, carne, dragón, serpiente, hombre viejo, hombre psíquico, carnal, mundo, son todas expresiones, sinónimas en la Escritura, para designar el estadio anterior y precario, embriónico, de programaciones reptílicas, límbicas, humanas, que elegido como fin, se transforma en obstáculo para la definitiva y plena transformación del hombre.

Esta lucha se plasmará políticamente, históricamente, en dos sociedades, en dos culturas, en dos ciudades, como decía San Agustín. Aquella que aceptando las programaciones extrasomáticas e hipercósmicas o sobrenaturales de Cristo es capaz de rectificar individuos y sociedades en el amor sobrenatural a Dios y al prójimo, sanando el de­sorden de sus concupiscencias; o la que hará culto del hombre cerrado en si mismo e incluso justificará ideológicamente mediante las diver­sas gnosis sus desordenadas libidos 14.

3.2.- Como ejemplificación de este proceso, sin pretender explicar el desarrollo global de la historia ya culminada en Jesucristo, sino el de los últimos siglos, podemos partir de la plasmación de esta nueva cultura, la del séptimo día, la de la era cristiana, en lo que, de manera algo genérica, se llama 'cristiandad'. Este proceso que ha desembocado en nuestra 'civilización' contemporánea, mejor podría explicarlo el Padre Sanchez Abelenda, porque de modo insuperable lo ha descripto su gran maestro el Padre Julio Meinvielle 15.

Digamos, antes que nada, que la tan denostada cristiandad más que un sistema político era un orden de valores. Una concepción del hombre que rectificaba y subordinaba todos estos niveles de los cuales hemos hablado, a Dios. La razón , en lo político, en lo ético, en lo aristocrático, se subordinaba a Cristo, a la Iglesia; lo biológico , en lo económico, en lo burgués, se subordinaba a lo ético y político; y finalmente el trabajo y la técnica, referente a lo externo, a lo puramente material , se subordinaba a lo económico.

El desemboque en el mundo contemporáneo dominantemente liberal, cabalístico y masónico en que hoy vivimos, lo provocan, al menos visi­blemente, las tres revoluciones clásicas de la modernidad. La Protestante , que insubordina el yo exacerbado y soberbio del hombre respecto de Cristo y de su Iglesia, instaurando el absolutismo de la autoridad política y el despotismo de los príncipes y las clases dirigentes. La Revolución Francesa que insubordina la economía burguesa epitímica, contra los valores megalotímicos de la aristocracia; y, finalmente, la insubordinación del trabajo y de la técnica, en la revolución marxista y bolchevique hoy bien triunfantes como lo demuestra Sebrelli 16, a pesar de la caída del comunismo, o en el utilitarismo yankie y que pre­tenden hoy dominar técnicamente al mundo y al hombre.

3.3.- La indicadas son, por supuesto, etapas no puras, en donde, en el fondo, lo que hace de común denominador es, otra vez, la gnosis, la ideología adámica, serpentina, -hoy fundamentalmente concretizada en el iluminismo liberal- que pretende suplantar a Dios por el hombre y alcanzar la divinización mediante la naturaleza.

Y toda la filosofía moderna y contemporánea originada en la cá­bala talmúdica, el neoplatonismo y las diversas gnosis paganas, sirven ideológicamente a esta apoteosis de lo humano, desde Kant, pasando por Hegel, Fichte, Schelling, Feuerbach, Comte, llegando a los "muchachos" de los cuales hablaba antes de ayer la Doctora Stier.

Esto, en lo que se refiere a la legitimación de la inmanencia y la divinización del hombre. Pero, quien al mismo tiempo, amén de la 'aversio a Deo', quisiera encontrar justificación ideológica a su 'conversio ad creaturas', podrá fácilmente hacerlo. Quien quiera jus­tificar su soberbia, si es megalotímico podrá recurrir a Nietzche o a Adler con su Wille zur Macht , o, si es isotímico, a la patraña de la voluntad popular de la democracia partidocrática, con la rebeldía en­vidiosa aún a las legítimas autoridades y superioridades, con el voto de las mayorías y con su mezquino individual libre albedrío para decidir donde está el bien y donde el mal, en las chanchadas cotidianas en todos los órdenes que, como gran cosa, el hombre pequeño se permite hacer.

Quien quiera justificar los apetitos desordenados de su 'libido delectandi', en cambio, puede recurrir a Freud y a sus innumerables epígonos, a la búsqueda infatigable del bienestar y del consumo, e in­cluso, si tiene apetencias algo, digamos, extravagantes, puede recurrir al asesoramiento de la comunidad homosexual o a los múltiples defensores del Bambino Veira o al "Sexpartei"; y, si eso no le alcanza, al alcohol y a la droga.

Quien quiera justificar sus ansias de tener podrá pasar alegre­mente de Adam Smith a Marx y luego de Keynes a Friedman o von Hayek y leer excitado las biografías de Rockefeller o de Iacocca.

Esto, para los más exquisitos; si no, para las mayorías, siempre aparecen esas burdas pero eficaces ideologías a la medida estúpida del hombre de hoy, como lo de la "era de Acuario", el "new Age", que tan bien describió ayer para nosotros el profesor Caponnetto.

3.4.- Todos podemos darnos cuenta de que, lejos de ser el último hombre en una sociedad más o menos definitiva, tal cual lo apunta Fu­kuyama, una sociedad construída sobre principios tan centrífugos, di­solventes y antisociales, solo podrá ser rescatada del caos, tal cual ya lo postulaban las teorías políticas de Platón y Aristóteles al hablar de la corrupción de la democracia, por alguna nueva tiranía. Quizá simplemente la del control férreo de las mentes y de los apetitos mediante la educación y los 'mass-media', que sería la más sutil y profunda manera de esclavizar al hombre, en la ignorancia. Y aquí sí que se impondrá proféticamente la palabra del Señor de que solo "la verdad os hará libres".

4.1.- Pero, en fin, sea lo que sea lo que nos depare el futuro desde el punto de vista de la historia y de la cultura; en realidad, desde Cristo, el fin de la historia se va realizando o fracasando en cada hombre que muere: abierto a recibir su recreación de parte de Dios abandonándose en sus manos y por el poder de Cristo; o cerrado para siempre en si mismo, en su infernal caducidad -que la misericordia de Dios no lo permita-.

La historia, ahora, desde la Encarnación y la Resurrección, desde la inauguración del séptimo y del octavo y definitivo día, desde el domingo, más que un avión que se encamina a un destino último impor­tantísimo, es ahora un tren suburbano que se dirige hacia el Tigre -o, mejor, más allá del Tigre, hacia el abismo de la nada hacia lo cual lo condena la física-, pero en donde lo importante no es tanto el Tigre sino las estaciones de arribo de cada pasajero: Olivos, Acassuso, Beccar, San Isidro. Donde baja cada viajero ese es el verdadero fin del tren.

Cuando, como decía la doctora Stier, se complete el número de los elegidos, bajen todos los pasajeros que no se duerman en el viaje, allí se acabará realmente la historia. Aunque el mundo todavía pueda seguir durando, e incluso naciendo y muriendo hombres, hasta que, finalmente, de una manera u otra, acabe con todo la entropía.

1. Mr. 13, 32 top

2. "homo naturalius est animal coniugale quam politicum"; SANTO TOMAS, in Eth. , L. VIII; l. XII, n. 1720. El texto comentado de Aristóteles es "Homo enim in natura coniugale magis quam politicum... 1233" top

3. Es conocido el caso del pequeño criado por lobos, recogido luego por la Madre Teresa de Calcuta y que nunca pudo alcanzar, hasta su muerte, ocurrida hace unos cuatro años, comportamiento humano. top

4. GEHLEN, ARNOLD, El hombre . Su naturaleza y su lugar en el mundo , Salamanca, Sígueme, 1980. top

5. SANTO TOMAS, Compendio de Teología , c. 148: "Así como en el orden de las causas eficientes la potencia del primer agente llega a los últimos efectos a través de las causas segundas, así en el orden de los fines quienes más alejados del fin llegan a éste mediante los más cercanos: a la manera como el laxante no se ordena a la salud sino a través de la purgación. De allí que en el orden universal los seres inferiores no alcancen el último fin sino en cuanto se ordenan a los superiores.
Lo cual también aparece considerando el mismo orden de las cosas. En efecto, vemos como naturalmente las cosas imperfectas se subordinana al uso de las más nobles: las plantas se nutren de la tierra; los animales de las plantas y todos se ordenan al uso del hombre. De tal manera que los seres inanimados existen por los animados, las plantas por los animales y todos por el hombre.
Así pues y como ya hemos demostrado más arriba (c. 74) dado que la naturaleza intelectual es superior a la corporal, debemos afirmar que toda la naturaleza corpórea se ordena a la intelectual. Entre las intelectuales es la naturaleza racional, forma del hombre, quien tiene que ver de manera directa con el cuerpo. Por tanto toda la naturaleza corporal ha sido creada por el hombre, en cuanto animal racional. La consumación de toda la naturaleza corpórea dependerá así de la consumación del hombre. La consumación del hombre consiste en la asecución del último fin, que es la beatitud o felicidad perfectas, consistente en la visión divina..."; SAN BUENAVENTURA, Breviloquio , p.2, c. 4, n. 3: "Por la virtud o energía y el calor los cuerpos celestes influyen en la producción de las cosas que se engendran de los elementos, excitando, impulsando, conciliando; de tal manera que por la conciliación de elementos contrarios alejada de la igualdad influyen en los minerales; por la conciliación menos alejada de la igualdad en los vegetales; por la conciliación próxima a la igualdad, en los sensitivos; y por la conciliación igual, en los cuerpos humanos, los cuales están dispuestos para la forma más noble, que es el alma racional, a la cual se ordena y en la cual se termina el apetito de toda la naturaleza sensitiva y corpórea para que por ella, que es forma, dotada de ser, vida sentido e inteligencia, a modo de círculo inteligible, sea reducida a su Principio y en El se perfeccione y halle su bienaventuranza "; ID., II S d 15 a 2 q 1 c: "...finis ad quem res ordinantur, duplex est. Quidam enim est finis principalis et ultimus , quidam vero est finis sub fine. Si primo modo loquamur de fine, sic omnium creaturarum tam rationalium quam irratilonalium finis est Deus, quia omnia propter semetipsum creavit Altissimus (Prov. 16, 4); omnia enim fecit ad laudem suae bonitatis. Si autem loquamur de fine non principali, qui est finis quodam modo et finis sub fine , sic omnia sensibilia animalia facta sunt propter hominem"; VATICANO II, Gaudium et spes , n. 14: "En la unidad de cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, es una síntesis del universo material , el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima y alza la voz para la libre alabanza del Creador."; SAN ISIDORO, Sentencias , l.1, c. 2, De homine: "Todas cuantas cosas existen bajo el cielo han sido creadas para el hombre, mas el hombre para si, de ahí que todas ellas, por analogía, dicen relación de semejanza con él. Es evidente que todos los seres de la naturaleza con todos sus componentes forman una comunidad con el hombre, que todos se compendian en el hombre y que en él subsiste la naturaleza de todos. El hombre constitutye una gran parte del conjunto de la creacion y sobrepuja a los demás seres en un grado tanto mayor cuanto más se aproxima a la imagen de Dios."; VATICANO II, Lumen gentium , 48: "Ecclesia, ad quam in Christo Iesu vocamur omnes et in qua per gratiam Dei sanctitatem acquirimus, nonnisi in gloria caelesti consummabitur, quando adveniet tempus restitutionis omnius (Act. 3, 21) atque cum genero humano universus quoque mundus, qui intime cum homine coniungitur, et per eum ad finem suum accedit , perfecte in Christo instaurabitur (cf. Ef. 1, 10; Col. 1, 20; Pedro 3, 10-13)"; SAN FRANCISCO DE SALES, Tratado del amor de Dios , l. X, c. 1: "El hombre es la perfección del universo; el espíritu, la del hombre; el amor, la del espíritu; la caridad, la del amor; por ello, el amor de Dios es el fin, la perfección y la excelencia del universo." top

6. VON BALTHASAR, URS, Teología de la Historia , Madrid, Guadarrama, 2 1964, p. 151s. top

7. SANTO TOMAS, I, 12, 1 c

8. "todo lo que hay en el mundo: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida"

9. I-II, 82, 3 c .

10. DS 1515 (Dz 792)

11. Is. 65, 17

12. Ef. 4, 13

13. in Ps. 70, Serm 2, 1; PL 36, 891.

14. Cf. GILSON, ETIENNE, Las metamorfosis de la Ciudad de Dios , Madrid, Rialp, 1965.

15. MEINVIELLE, JULIO, Hacia la Cristiandad ; Concepción católica de la política ; El comunismo en la Revolución Anticristiana ; El poder destructivo de la dialéctica comunista .

16. SEBRELI, JUAN JOSÉ, El asedio a la modernidad , Buenos Aires, Sudamericana, 1992. Es ciertamente interesante la interpretación de este autor marxista argentino a los últimos acontecimientos mundiales.

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