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Presentación del libro de Mons. Cavaller, Los principios del crisitanismo. 0. 1. El mes pasado -ante el anuncio de su nueva subasta el próximo cuatro de Diciembre- volvió a la actualidad la famosa carta escrita por Einstein en 1954, un año antes de su muerte, en la que abordaba el tema religioso. Lo hizo en respuesta a un tal Eric Gutkind, un judío cabalista nacido en Berlín y residente en los Estado Unidos que le había enviado su nuevo libro “Elegir la vida, un llamado bíblico a la rebelión” obra con la cual pretendía influir en el pensamiento del científico. Sea lo que fuere de ese escrito, la respuesta fue más bien abrupta: “La palabra Dios no es para mí más que la expresión y el producto de las debilidades humanas; la Biblia es una colección de leyendas venerables pero aún bastante primitivas. Ninguna interpretación, no importa cuán sutil, puede (para mí) cambiar nada sobre esto”(2). 1.1 Lo cual nos lleva a plantearnos cuál es el mecanismo del acto de fe, ese encuentro de Dios y el hombre en diálogo entre la sacramentalidad de la Creación y la Redención, y la sacramentalidad de la humana respuesta. Cuyo es, a grandes rasgos, el argumento y la estructura del valioso libro de Monseñor Cavaller que hoy tenemos el honor de presentar. 1.2. Sin duda que la fe teologal de por sí es ‘sobrenatural’ y, como tal, ‘gratuito’ don de Dios a sus elegidos. Sin embargo, a todo acto de fe subyace un acto humano, ‘naturalmente’ libre, es decir un substrato necesariamente intelectual y voluntario. 1.3. Empero, es sabido que ese acto humano del creer es un acto no del intelecto, sino de la persona, de la cual el intelecto no es sino una de sus potencias. Quien cree ‑y mediante ese acto de creer es elevado a la vida sobrenatural‑ no es directamente la inteligencia sino Enrique, Laura, Javier, Mercedes. 1.4. De todos modos, ya claramente, respecto a la fe, en la concepción de Santo Tomás hay una doble función de la inteligencia: (1) la que,todavía en estado natural, solicita a esa fe, ‘Intellectus quaerens fidem’, ocupándose de los ‘preámbulos de la fe’, de la apologética; y (2) la que, una vez alcanzada la virtud teologal, ya sobre lo creído, se despliega para defenderla de sus objetores y mostrar algunos de los destellos de luz que la Revelación viene a añadir a la razón, de ninguna manera vulnerarla o apagarla en sus derechos. “Fides quaerens intellectum”. 1.5. De hecho la Iglesia asumirá todo lo de bueno que tenía el pensamiento pagano y lo sublimará en la revelación cristiana. Atenas –representando la luz de la inteligencia- y Jerusalén –la luz de la Revelación, de la fe- se encuentran, abrazan y fecundan mutuamente en el catolicismo de Roma. No hay verdad en ningún campo del saber –actual o futuro- que no pertenezca de derecho a la fe católica. “Omne verum a quocumque dicatur a Spiritu Sancto est”. Cita de Ambrosio que Santo Tomás repite frecuentemente y hace suya Newman. 1.6. Atenas forma parte así, providencialmente, de los ‘preámbulos de la fe’, o ‘teología fundamental’, que nos aproximan, sobre todo en sus interrogantes, al misterio de Dios en Cristo. No solo como representante de la razón y del logos, sino como analista luminoso de todos esos ‘indicios’ y ‘probabilidades convergentes’ –que dice Newman- asientan la verosimilitud y credibilidad de nuestro acto de fe. 2.1 Más aún: en el mundo católico ‑que es finalmente el de Newman‑ se supone, más allá de lo puramente intelectual, que estamos hablando del desarrollo de una fe ‘informada, vivificada, rescaldada, por la caridad’. No de la fe ‘muerta’. La caridad aporta a la inteligencia esa cuota de conocer cordial, por connnaturalidad, fruto del contacto directo de la voluntad con su objeto, del querer unitivo, ‘concretivo’(5), que sintoniza el ser del que quiere con lo querido. 2.2. Y porque ‘Dios es amor’ la teología cristiana no puede si no constituirse en diálogo de amor. Los Padres de la Iglesia tanto griegos como latinos en los cuales se abrevó el espíritu de Newman eran conscientes de esta creación desarrollada en el tiempo, en la historia; de esta poesía o cántico o suspiro lírico o epitalamio que entonaba la lira creadora de Dios en su diálogo con el hombre. 2.3. Porque el saber, tanto respecto de la naturaleza como de la realidad revelada, no es sino un encuentro entre el pobre entendimiento humano y el divino. Ya que, al decir de santo Tomás, la realidad está constituida entre dos intelectos: el de Dios que la crea conociéndola, dándole inteligibilidad, y el humano que la descubre y lee. “Res ergo naturalis inter duos intellectus constituta” (De Veritate q 1 a 2). También para Newman será el mundo visible instrumento del invisible; velo, símbolo, indicio, reflejo, disfraz del mundo definitivo y ‘superverdadero’. Las cosas ‘vestigios’, huellas de Dios como aseguraban los Padres. El hombre ‘imagen y semejanza de Él’. Todo, pregón maravilloso del ser y actuar del Dios hacia el cual peregrinamos. «Ex umbris et imaginibus in veritatem» frase que quiso figurara en su epitafio Newman. 2.4. Algo de eso percibía, a pesar de la carta del principio de esta presentación, nuestro amigo Einstein en el año 1936: "Mi religión consiste en una humilde admiración hacia el espíritu superior y sin límites que se revela en los más pequeños detalles que podemos percibir en las cosas con nuestros espíritus falibles y frágiles.” 2.5. San Buenaventura, en sus dos ‘Vidas de San Francisco’ narraba cómo el Pobrecillo veía en todas las cosas las huellas del Creador, del Señor Jesús. Proverbial era su ternura por las ovejas pequeñas que solía tomar en sus brazos y en las cuales percibía la presencia del cordero pascual. De allí el amor franciscano por la creatura, que no tiene nada que ver con la ecología sino con el amor a la divina bondad que trasuntaba. 2.6. Dimensión sacramental del cosmos y de la historia que ha perdido en gran parte el hombre contemporáneo, atrapado en la ergástula de la inmanencia y el cientificismo, pero que era el ámbito del cual vivía el alma de Newman. “Los científicos, afirmaba ya Santo Tomás, consideran a las cosas en su pura naturaleza por lo cual inquieren sus causas próximas y propiedades. Los teólogos en cambio las consideran como viniendo del primer principio y ordenadas a Dios como último fin.” 3.1. De todos modos, como el objeto propio del conocimiento humano es el ser, el ‘verum’, de los entes materiales, de las cosas temporales, solo en la descripción de éstos puede el hombre usar conceptos e ideas, que se correspondan adecuadamente a la realidad –conceptos ‘unívocos’ dirían los lógicos-. Cuando se trata de la realidad superior divina o de otros seres espirituales que forman parte del universo ampliado y total que nos muestra la fe, ‑más allá de lo que percibe la física, pero para Newman mucho más reales y ricos que los encerrados en este mundo fugaz‑, nuestros conceptos e ideas se mueven en el campo de la ‘analogía’. O, para hacer más palpable la inadecuación de nuestros pensamientos a esos seres, de la metáfora o la alegoría. 3.2. En la primera cuestión de su Suma Teológica, al preguntarse Santo Tomás si la Sagrada Doctrina, la Sagrada Escritura, debe usar la metáfora, dice que ‘obviamente’, no solo porque es natural al hombre llegar a lo inteligible mediante lo sensible, sino porque de este modo está al alcance de cualquiera el darse cuenta de que esas figuras no tienen realidad en sí mismas sino en cuanto se refieren a verdades más allá de nuestros sentidos. La metáfora, el símbolo, el sacramento, libera así al simple -y, quizá, mejor, al estudioso-, de la tentación de pensar que ha comprendido a Dios porque ha comprendido ideas o imágenes que sobre Él extraemos de las cosas. Figuras, alegorías, metáforas, parábolas, comparaciones -y hoy podríamos agregar fábulas y mitos- son a veces el ámbito más adecuado para hablar de realidades que trascienden nuestro mundo familiar de distancias y cercanías, pasados y futuros. Por más que las despreciara Einstein. 3.3. Pero no se trata solo de la infinitud, inmensidad, del objeto, de Dios Uno y Trino ‑ese Dios incomprensible aún para la mente humana y resucitada de Cristo‑ sino a la dificultad que tiene el sujeto cognoscente, el hombre, para los razonamientos rigurosos. Capacidad que en nuestros días solo se conserva en el reducidísimo campo -y por pocos frecuentados- de las ciencias duras. Sin caer en la grosería de hablar del precario lenguaje de los emoticones o del centenar de palabras que apenas alcanzan a balbucear poco gramaticalmente la mayoría de nuestros jóvenes nos podemos referir a la lúcida exposición de Habermas al describir el pensamiento postmetafísico contemporáneo, o de Vàttimo con su descripción del ‘pensiero devole’, ‘el pensar débil’ que utiliza nuestra cultura. Ensayos que hablan, si no de la imposibilidad de la demostración de la existencia de Dios y la espiritualidad del alma, de su dificultad extrema y por tanto de su ineficacia respecto a la fe de las personas concretas. Tesis adoptada exageradamente por muchos teólogos contemporáneos. Y que se refleja incluso en la paupérrima catequesis infantil de nuestros días sin apenas contenido, nociones ni mandamientos, en falta de respeto total a las posibiliades de saber del niño. 3.4. Newman entendía perfectamente que la que piensa es la persona y no el intelecto, que sufre los condicionamientos no solo de los actos sensitivos sino de los desvíos queridos o no queridos de la afectividad. Más aún creía profundamente en el estado de pecado original con el cual todos nacemos, una de cuyas consecuencias es la ignorancia, el deterioro de nuestra capacidad de conocer. Tanto más cuando ésta se mueve en una cultura y un idioma que no solo no ayudan a pensar sino que están adrede plasmados, como lo quería Gramsci, para cambiar ruinosamente al hombre. 3.5. De tal manera que no será estrictamente teología puramente especulativa lo que quiere hacer nuestro santo Cardenal; y Cavaller nos lo muestra. No pretende hablar solo a la inteligencia, sino al hombre, en todo caso a su conciencia, con todo lo que para Newman dicho término significa como epifanía del yo iluminado por Dios en sus vertientes más cálidas y afectivas. 4.1. Pero más allá de su acercamiento no puramente intelectual a las cosas, desde su alma sedienta de lo trascendente, a lo cual no basta un discurso puramente racional, sino cordial, poético, simbólico, sacramental, Newman es un convencido de que todas las cosas de las cuales habla, dice y crea Dios en la naturaleza y la revelación son absolutamente reales. Está persuadido de que el hombre es capaz de alcanzar no solo las ideas, sino la ‘realidad’. Si hay algo que rechazaba desde el fondo de su ser era la presunción kantiana de que “sobre las cosas en si nada podemos afirmar, pues la única objetividad que conocemos es la creada por nuestra conciencia cognoscente.” 4.2. Ya Clemente Alejandrino –uno de los maestros de Newman- sostenía que la filosofía, la ciencia era “la aspiración de la inteligencia a lo que existe en la realidad”, Stromata II 45 6, 4.3. Y a la realidad apuntan siempre también los enunciados propuestos en forma de dogmas o credos o catecismos, por la Iglesia. Ellos son necesarios para tocar lo real, ya que nuestro encuentro con la realidad siempre se da o se describe por medio de conceptos vehiculizados por términos y palabras. No necesitaremos de dogmas en la visión de Dios, pero sí en este mundo, en que la riqueza divina no puede captarla el cerebro humano sino desde distintos ángulos. 4.4. El dogma no es simplemente una fórmula. Es el modo correcto y valedero de conectarnos intelectualmente con la realidad a la cual queremos alcanzar con nuestra persona, nuestra conciencia y nuestro corazón. En el ejemplo que pone Newman y cita Cavaller del dogma de la Inmaculada Concepción –y hoy podríamos añadir el de la Asunción- la formulación dogmática nos hace vislumbrar la ‘realidad’ de nuestra Señora. Y desde su proclamación -y porque siempre lo creyó así, al menos implícitamente, la Iglesia- nos ponemos en contacto con un hecho ‘rehistórico’. De de tal modo que para hablar de Ella el católico no puede dejar de mencionarlo. No puedo decir ‘Marcos ni tuvo idea’, ‘Pablo ni alude a ello’, ‘Lucas ni lo sabía’ y quedarme en el normativo pero germinal testimonio de los escritores del Nuevo Testamento. El dogma añade un dato real y definitivo a algo que es o fue o sucede o sucedió ‘realmente’. 5.1. De allí que el libro de Monseñor Cavaller no pretende solo exponer el pensamiento de Newman –cosa que por otra parte hace magníficamente- sino, mediante Newman, hacernos percibir las realidades mismas que éste intentaba alcanzar con su alma grande y cristianísima de hombre de su época y que genialmente–o, mejor, inspiradamente‑nos cede en sus escritos. 5.2. Cavaller, como buen arquitecto, toma los textos mismos de Newman y los ordena bellamente para nosotros. La estructura de su libro sale no solo de los escritos sino de los ‘no escritos’ pero ‘supuestos’ de Newman. Mi director de tesis me decía ‘Mire padre, a veces es más importante fijarse en aquello que no dice y de lo cual no habla el autor porque lo supone, que lo que explícitamente escribe’. Son esos supuestos que estructuran todo el pensar de Newman tanto en sus estudios más académicos, como en sus confesiones, sermones y poesías lo que nos alumbra el arquitecto, para que caminemos seguramente por las páginas de Newman. Porque Cavaller, dentro de la estructura de su libro, deja hablar a Newman, nos facilita su lectura y escucha, y nos lleva de la mano por los arcos y arquitrabes, nave y transeptos, piso y bóveda de su pensar. 5.3. Newman no niega de ninguna manera la posibilidad de demostrar la existencia de Dios ‑tal cual lo define el Vaticano primero‑pero su obra, dirigida al hombre real, a la persona, pretende aplacar la sed de creer del hombre desde diversos frentes, las ‘probabilidades convergentes’, los ‘indicios combinados’ que habremos de leer con la guía de Cavaller. 5.4. Todo lo cual, en intención tanto de Newman como de su intérprete Cavaller, quiere hacernos encontrar no solo con la forma de pensar de un autor sino con la ‘realidad’ de nuestras aspiraciones más profundas, con el secreto sacramental de la creación, con la dignación de la Encarnación, con el misterio de la iglesia, con Cristo Nuestro Señor, a lo cual apuntan o deberían apuntar todos los esfuerzos de la clerecía y del cristiano apostólico. 5.5. Puedo suponer que Einstein tenía una inteligencia excepcional para las matemáticas y la física. No conozco demasiado de sus aptitudes literarias. Pero lo que para él eran cuentos infantiles, si hubiera habido alguien como Newman que le mostrara su profundidad y significado a la manera alejandrina y no como se lo explicaba el judío que en sus últimos días lo encaró, si se hubiera encontrado con el misterio de la Iglesia tal como lo describe Newman y no como lo muestran ciertos clérigos incluso de alto copete o mitra, hubiera podido terminar como su amigo el genial físico belga, ordenado sacerdote, Georges Lemaitre, postulador del Big Bang dos años antes que Hubble, o como Enrico Medi, (1911-1974) el físico italiano, siervo de Dios, el cual escribía: “Oh, vosotras, misteriosas galaxias..., yo os veo, os calculo, os entiendo, os estudio y os descubro… De vosotras tomo la luz y hago ciencia de ella, tomo el movimiento y lo hago sabiduría, tomo las chispas de colores y las hago poesía; os tomo, estrellas, en mis manos, y temblando en la unidad de mi ser os elevo sobre vosotras mismas, y en oración me postro ante el Creador”. Versos que perfectamente hubiera podido recitar Newman. Los dejo pues con Monseñor Fernando Cavaller y con su libro. |